C3 Capítulo 2

Llegamos a Delicia justo a tiempo para ver salir del local a la capitana del equipo de matemáticas; Joelle, con su grupo de amigas. Se ríe como si el chiste que ha contado una de sus amigas fuera lo más divertido del mundo. El viento sopla y hace ondear la melena oscura. Juntas, las cuatro, caminan agraciadamente por la acera hasta que están tan lejos que son irreconocibles.

Una vez que André estaciona la motocicleta y los curiosos de alrededor nos miran con desconfianza, me bajo de un brinco y me quito el casco. Sepa dios por qué, pero una señora mayor con lentes tan grandes como su cara, apura a su perro y pasa rápidamente a nuestro lado. Al pobre pug que estaba orinando parado en dos patas casi se le salen los ojos al ser jalado por su dueña.

André toma el casco de mis manos y se ofrece a llevarlo por mí. Este hombre es todo un caballero. Se queda viendo el letrero del local con curiosidad, incluso entorna los ojos. Antes, el letrero en letras neón era llamativo; sin embargo, se descomponía repetitivamente. Al final el dueño decidió pintarlo en letras azules y blancas. Se ve bien, combina con la fachada, pero las letras neón siempre serán mis favoritas.

—Parece un buen lugar.

Oh, claro. Júntate conmigo y verás que puros éxitos tendrás. Tendrás acceso a lugares inimaginables...aunque se consiga de forma ilegal. No suele pasar.

—El mejor —me abre la puerta y entro—. Ha pasado de generación en generación desde que el pueblo se fundó. Te encantará la malteada de cajeta.

André hace una mueca graciosa, como si no estuviera seguro de eso. Lo guio entre las mesas hasta mi favorita; la del fondo cuya ventana da al edificio de al lado. De pequeña me gustaba ver a los transeúntes e inventarles alguna historia del por qué se hallaban ahí. Me hacía sentir bien porque imaginaba que, de esa forma, podía fingir que los conocía y que los entendía. Y así,

aunque a ellos les ocurriera algo ese día, yo conservaría un recuerdo de ellos.

La verdad he olvidado a cada uno de ellos y las historias inventadas.

—No sé si sea buen momento para decirlo, pero no me gusta la cajeta.

Santa papaya. Eso no puede ser. Abro los ojos con sorpresa y suelto un sonido exagerado de lamento. La expresión de André es divertidísima, casi parece querer ponerse uno de los cascos y desaparecer.

—La cajeta es sagrada —explico con voz de narrador de documental—. Se hizo para deleitar a quien ose probarla. Está hecho con leche, pero no cualquier leche; si no leche de cabra. Mira, las vacas son curiosas, no las critico; pero las cabras son majestuosas. No podemos hablar si no te gusta la cajeta —hago expresión pensativa y vuelvo a hablar normal—. Aunque a las cabras las relacionan con Satán.

André me mira como si de un momento a otro me convirtiera en oso y me pusiera a hacer malabares con panales. Entonces ríe.

—Alabado sea Satán.

Esta vez, la que ríe soy yo.

Ruthy es la mesera más antigua de Delicia, al menos la conozco desde que tengo memoria. Es grande de edad, usa anteojos para ver de cerca, tiene varias arrugas en el rostro y una sonrisa amigable. Siempre tiene algo bueno para decir, es increíble como una simple frase puede cambiarte la vida.

Para bien o para mal.

Ruthy se acerca y después de saludarnos, nos toma la orden. A mí solo me pregunta si querré lo mismo de siempre, André, amablemente, también pide una malteada de cajeta.

Hago como si no me diera cuenta, pero en el interior estoy bailando y brincando tontamente. ¡Sí, sí! Triunfó el mal, hail Satán. Durante un par de segundos el silencio cae sobre nosotros, no da tiempo de que se vuelva incómodo porque André lo rompe.

—Así que eres popular —André se acomoda en el asiento, me pregunto si no le estorbaran ambos cascos.

—¿Yo? No, para nada.

―Parece que tú y Ruthy se conocen bien.

―Vengo desde que tengo diez y ella ha trabajado aquí toda su vida.

―¿Y el que te ha lanzado miradas desde que llegamos?

Señala a alguien detrás de mí. Sin pensar en las consecuencias giro la cabeza siguiendo la trayectoria de su dedo y el corazón me da un vuelco. Trago saliva, ¿cómo es posible que no halla notado a ese chico? Tiene cabello rubio rebelde, piel clara y una perforación en el labio inferior.

Y se llama Abel; un universitario que por alguna razón desconocida mandaron a hacer trabajo "social" en nuestra preparatoria. La teoría más aceptada es que se trata de un castigo porque lo atraparon fumando marihuana. Hasta donde sé, eso ameritaría expulsión, pero solo lo mandaron a ayudar a la profesora de Cálculo.

La mitad de las chicas de preparatoria quisieran acostarse con él, o eso es lo que he escuchado. Nuestras miradas se encuentran y jadeo. Aparto la vista y tarde me doy cuenta de que seguramente quedé como una acosadora. Me acomodo el cabello y digo lo primero que se me viene a la cabeza.

—¿Sabías que el orgasmo de un cerdo dura treinta minutos?

¿En serio? De todo lo que pude pensar, de todo lo que pudo salir de mis labios como que Noruega nombró caballero a un pingüino o que las huellas de la nariz de los perros son como las huellas dactilares en los humanos o que es imposible imaginar un nuevo color, tuve que decir lo

más idiota y poco elegante.

Buena noticia: Abel ya ni me interesa en este momento. Mala noticia: A pesar de ser morena, me

estoy sonrojando demasiado. Menos mal no soy blanca, ya parecería tomate.

—Bien por los cerdos...supongo —responde André, se rasca distraídamente la barbilla—. ¿Sabías que las cabras tienen acentos?

Uh, oh, volvemos con las cabras. Esa no me la sabía, al ver mi expresión de pasmada porque me contestó con otro dato curioso en lugar de escapar de la chica loca, continúa.

—¡Es en serio! —para enfatizar, habla más serio—. Acento del norte, del sur, costeño. Apuesto a que las cabras inglesas balan más bonito que las americanas.

¡Genial! Mi memoria está preparada para guardar ese dato inútil por toda la eternidad.

André echa un vistazo a su reloj, momento exacto en que siento algo caliente bajo mi nariz. Al tocarlo y ver una mancha roja en mi mano, entro en pánico.

―Prefiero memorizar el dato de las cabras que los nombres de presidentes ―digo mientras me pongo de pie―. Ya vuelvo.

Corro al sanitario, antes de entrar por la puerta, echo un vistazo hacia Abel quien guarda su computadora. Después vislumbro a André de espaldas a mí y me pregunto si no aprovechará para escapar. ¿El orgasmo de un cerdo? Vaya forma de hacer plática.

La puerta se atora y recibo un golpe en la cara. No es tan fuerte, pero definitivamente me sorprende y me enoja. Suelto una maldición y corro hacia el cubículo más cercano en busca de papel. Una vez que me sueno y me cercioro de que no hay más chorros de sangre saliendo por la nariz, voy al lavabo para limpiarme.

Pensé que sería más complicado parar el sangrado, primero sale espontáneamente y después me golpeo con la puerta. Lo bueno es que ni siquiera me duele. Aprovecho para lavarme la cara y echarme un poco de agua fresca en el cuello, últimamente ha hecho mucho calor. Será porque el verano se acerca.

Me sueno una última vez para evitar una penosa hemorragia frente a André, al ver que ni siquiera se mancha el papel, tiro todo a la basura y salgo.

En nuestra mesa ya están las dos malteadas de cajeta. Instintivamente miro hacia la mesa en donde estaba Abel y suspiro al ver que se ha ido. Muestro mi mejor sonrisa y llego hasta mi lugar.

―¿Y bien?

Cuestiono señalando hacia la malteada.

―Te estaba esperando para probarla.

Qué persona tan agradable y educada. Alzo la copa y doy un sorbo al popote. André imita mis movimientos y observo atentamente su expresión. Hace un gesto como si la estuviera saboreando. No se ve muy convencido.

―¡Oh, vamos! ―arquea una ceja―. Admite que es la bebida de los dioses.

—No creo —vuelve a sorber del popote—. La bebida de los dioses es el café negro.

Volteo los ojos al tiempo que hago un gesto de indignación. Me gusta lo amargo, como la cerveza oscura, por ejemplo, pero no se compara con mi poderosísima malteada. Nos lanzamos a un debate de bebidas, comida y licores. Ganó el tequila; algo tenemos en común.

Dado que siento que este hombre me causa cierto grado de intriga, le pregunto la razón por la que estaba en el puente. No es de aquí, me lo ha dejado claro, apenas llegó.

―Ayudo a un ingeniero en la planta.

Eso explica el por qué venía de la zona industrial.

―¿Qué estudias?

―Hace un mes me gradué en Ingeniería Industrial ―se encoge de hombros―. Necesito experiencia, así que tomé lo que salió. No pagan tan mal ¿Y tú? Por un momento me quedo anonada. No creí que fuera tan grande. Se ve mayor que yo, pero pensé que era universitario. ¿Tendrá veintitrés? De pronto me da vergüenza admitir que apenas entraré a la universidad.

―Me graduaré de preparatoria ―explico apartando la mirada―. Iré a Mazca en agosto.

―¡Mazca es de las mejores! ―abre los ojos en genuina sorpresa―. Yo nunca pude entrar. ¿Qué estudiarás?

―Fisioterapia.

Salgo del sanitario, una mujer con su hija van entrando; les detengo la puerta. Pobre señora, la niña va pataleando y golpeando. Antes no está gritando o llorando. Me agradece con una sonrisa. A veces, hay situaciones con los niños que me hacen no querer tener hijos. Como la vez que un niño hizo berrinche en el centro comercial porque quería un juguete, pero no se lo compraron. En su enojo, se soltó de la mano de su madre y corrió en línea recta. Chocó con un bote de basura y se cayó; miren que no pude aguantar la risa y escupí el agua de sandía que estaba tomando.

Me encuentro con André en la entrada del local, antes de salir me despido de Ruthy; no sé porqué, pero me guiña el ojo. Oh, no. Que ni crea que André es mi nuevo ligue, por dios. No es mi tipo además que solo está conmigo porque quiso evitar mi inminente suicidio. Me pregunto qué dirá Ruthy si se lo cuento; seguro se ríe.

Ya sé que mi suerte es mala, por eso quien se junta conmigo está destinado al éxito; es casi como si se chupara mi buena suerte. No me incomoda, sirve que al menos le pasan cosas buenas a la gente.

Pero volviendo al tema, definitivamente no esperaba resbalarme en la banqueta y terminar panza abajo. Sentí un dolor en el codo izquierdo, pero fue más fuerte el dolor de mi orgullo mullido. Incluso patiné un poco, por los mil demonios, seguro me vi como un pinguino resbalando sobre su panza.

—¡Brisa! —grita André mientras me ayuda a levantarme—. ¿Estás bien? Ahora que hago recuento de los daños, creo que sólo me duele un poco el codo y mi panza. De ahí en fuera, mi dignidad es la que está grave. Necesita una ambulancia, tendrá que permanecer en cuidados intensivos, espero que tenga remedio.

—Todo bien —veo a una pareja voltear para enterarse del chisme y a un niño que se carcajea—. Mi vanidad ha fallecido, pero mi espíritu sigue en pie.

André está por reir, pero algo lo detiene, sigo su mirada y veo qué ocurrió. Tengo una herida en el interior del brazo derecho. Ah, caray, ¿y eso de donde salió? No sangra mucho, pero se ve profunda. En serio, ¿cómo mierda me hice eso? ¿Y por qué no me duele? Ay, santa papaya, casi pareciera protagonista de película de acción. Aunque sin el cuerpazo y la belleza indescriptible, claro.

—Esa herida no se ve bien —mi acompañante saca un pañuelo del interior de uno de sus bolsillos—. ¿Qué tal si se infecta? Tenemos que ir al hospital.

Naaambree. Eso ya es exageración. Tampoco es para tanto, o sea está sangrando, pero se puede arreglar en casa. Ni que se me fuera a salir el corazón por ahí. Aparte, yo al hospital no voy ni aunque me paguen por ello, no me gustan los hospitales, solo me recuerdan el hecho de que...

—No hagas esa cara, sólo te curaran.

Ah, sí claro. ¿Qué me curaran? Mejor ni hablo.

—No exageres...—oh, mierda, hay un trozo de fierro en el suelo—. Me va a dar tétanos.

Terminé en la sala de espera del hospital con André como acompañante. Tuve que hablarle a mis padres para que vinieran pues se preocuparían al llegar y no verme. Mamá se puso histérica, traté de calmarla lo más posible, pero fue inútil. Después de todo, así es ella. Papá fue más civilizado y sólo dijo que llegaría en quince minutos.

André y yo esperamos pacientes. Un niño nos enseña su libro para colorear, incluso me ofrece un lápiz de color azul para que lo ayude, me excuso diciendo que me corté y no puedo, André tiene que encargarse de ello.

—¡Brisa! Me da gusto verte —un doctor de porte regio y cabello castaño se acerca—. Ha pasado mucho tiempo. ¿Qué tal te va? ¿Cómo...

—Hola, doctor Flores, igual me da gusto verlo —genial, lo que faltaba—. Me ha ido bien, hoy me enteré que fui aceptada en la Universidad de Mazca.

Por el rabillo del ojo alcanzo a ver que André deja de lado la ardua tarea de colorear sin salirse de la línea para centrarse en nosotros.

—Es una buena noticia —responde el doctor—. ¿Está segura de ir? O sólo aplicaste por curiosidad.

No bueno. Trato de no voltear los ojos en señal de irritación. ¿Qué clase de pregunta es esa?

—Fui aceptada, es lo importante.

—Tiene tiempo que no hablo con tus padres, ¿cómo están ellos?

El grito de mamá rompe la quietud de la sala de espera. Oh por dios, alguien sálveme de esta vergüenza. Se acerca corriendo y me envuelve en un abrazo que por poco me estrangula. Papá igual me abraza y le echa un vistazo a la herida, no dice gran cosa, más bien se pone a charlar con el doctor Flores. Son amigos desde la preparatoria, su amistad sobrepasó la distancia y hasta la fecha se llevan bien. Que nadie diga que los médicos y los filósofos no pueden congeniar. Aquí tenemos la prueba viviente.

Le presento a André a mamá. La expresión de impresión, desagrado e hipocresía no tarda en llegar. ¿Es en serio? El hecho de que sus brazos y cuello estén repletos de tatuajes no lo hacen una mala persona. Ya ni Ruthy se puso así y eso que ya es una señora grande del milenio pasado. Mamá le sonríe fríamente. Ugh, a veces me saca de quicio.

De igual manera, se acerca a platicar con el doctor Flores. Los tres están apartados, cerca de una enfermera y hablan animadamente.

—Señorita popular, esta vez no lo puedes negar.

—De popular no tengo nada —popular Joelle, popular las porristas, popular David y Fabrizio—. Ruthy me conoce desde niña, el tipo ese que decías que me miraba ni lo conozco y el doctor Flores...es gran amigo de mi papá.

Para evitarme preguntas incómodas, sale la enfermera y grita mi nombre. Me levanto de un brinco y entro a la sala. Mamá insiste en acompañarme y aunque trato de negarme, pierdo la pelea.

La enfermera me cura las heridas, un doctor viene a revisarme los reflejos y el codo, mamá parlotea como siempre y yo espero que este infierno termine. Me ponen la vacuna del tétanos, maldita aguja y maldito líquido que quema. Según todos, estaré bien, pues sí, yo también espero estar bien.

Cuando salimos, André ha desaparecido. Sólo queda mi padre que está sentado en una banca y sonríe el vernos. Mamá comunica lo que dijo el doctor, pagamos la cuenta y nos vamos. Cuando pregunto por André, papá hace un gesto despectivo con la mano.

—Dio una excusa tonta para irse, amigos como esos no te convienen, Bris.

Bueno, después de todo el espectáculo que montó mamá, no lo culpo por querer alejarse. André me ayudó mucho trayéndome al hospital y esperando. Además, no somos amigos, sólo dos personas que coincidieron en un puente.

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