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C2 2

—¿Qué sucede, Maggie? –le preguntó Jorge Alcázar a su ama de llaves, que había intentado al menos tres veces formar una frase, pero no le era posible.

—Es que… es… quiero decir…

—Me estás preocupando, mujer.

—Es que ella está aquí.

—¿Ella quién?

—¡Sandra! ¡Sandra Santos! ¿La recuerda? Hace casi veinte años ya que se fue, ¿la recuerda? ¡Y está aquí! ¡Pide verse con usted! ¿La recuerda?

Por supuesto que la recordaba, pensó Jorge poniéndose en pie y saliendo de su despacho privado y caminando veloz hacia la sala, donde esperaba la mujer que hacía exactamente veinte años había cruzado esa puerta y nunca más había vuelto a ver.

Cuando la vio, se detuvo en seco. Ella estaba preciosa, definitivamente preciosa. Veinte años mayor, con la madurez pintada en sus facciones, y una que otra cana en su cabello negro, pero su mirada era la misma, y los hoyuelos en sus mejillas no se habían borrado cuando sonreía. Seguía siendo la misma.

Caminó a ella, y sin detenerse mucho, la abrazó. Ella se echó a reír.

—Parece que te complace verme –dijo ella, y él adoró su voz. Ah, sólo la había tenido en su casa por unos cuantos meses, pero nunca imaginó que ese corto lapso bastaría para quedar marcada a fuego en su corazón.

Nunca la había olvidado. Se había casado, había tenido dos hijos. Había enviudado, pero nunca había sido capaz de olvidar a Sandra Santos.

Y eso que nunca le dio siquiera un beso.

—Mujer, me hace tan feliz tenerte de nuevo en mi casa –ella se separó de él y miró el suelo.

—He oído mucho de ti últimamente. Parece que eres un exitoso hombre de negocios.

—Los medios hablan más de la cuenta.

—Pero es verdad, ¿no? –Jorge tomó sus manos y las miró. Sintió una opresión en el pecho al ver que no eran las manos cuidadas de una señora, no. Eran las manos trabajadoras de una mujer pobre.

—¿Y qué ha sido de ti? ¡Te he buscado tanto!

—¿De veras me buscabas?

—¡Pero parecía que te hubiese tragado la tierra! –Sandra se echó a reír otra vez, un poco tímida.

—No me estaba escondiendo, ni mucho menos.

—Ven –le dijo él. Le tomó la mano y la llevó hasta una pequeña sala donde tendrían privacidad para hablar. La condujo hasta un fino sofá, y Sandra se sintió un poco inquieta por sentarse en unos muebles que antes estuvieron prohibidos para ella.

—No me puedo tardar mucho –dijo ella mirando en derredor un poco inquieta.

—No nos vemos desde hace muchos años. ¿Te vas a ir al cabo de sólo unos minutos? –ella elevó un hombro excusándose.

—Vengo a hacer el cobro de una promesa que nos hicimos hace muchos años –Jorge la miró a los ojos y recordó. ¿Ella estaba en una situación desesperada ahora? Con disimulo, analizó su ropa. Su calzado no estaba demasiado viejo, pero definitivamente no era fino. Y su bolso era también bastante corriente. Tenía un poco de polvo pegado a los pies, lo que indicaba que había hecho gran parte del camino hasta aquí andando.

—¿Estás en una situación desesperada? –ella asintió.

—Voy a morir, Jorge—. Él se quedó quieto de repente. Los ojos de Sandra se humedecieron.

—No estás de broma, ¿verdad? –ella negó sacudiendo su cabeza. Jorge guardó silencio por unos segundos tratando de encajar esa noticia. Se rascó suavemente el cuello y la miró de nuevo

—Te… te ayudaré con los gastos médicos, pero… ¿Por qué no viniste antes? ¿Has esperado a que sea grave para acudir a mí?

—Lo descubrí hace sólo unos meses.

—¿Qué tienes, mujer? Estoy seguro de que si te llevo a los mejores médicos del país te curarás. ¿Qué digo los mejores del país? ¡Iré hasta el fin del mundo buscando la cura a tu enfermedad! –él se había levantado para sentarse en el mismo mueble que ella y tomó sus manos. Las lágrimas de Sandra rodaron por sus mejillas.

—Ya no se puede hacer nada por mí.

—No digas eso. ¿Qué es? ¿Qué tienes? ¡Yo te veo muy bien!

—No vine aquí por mí. Ya, como te dije, no hay nada que se pueda hacer. Vengo por mi hijo—. Jorge la miró un tanto sorprendido. Miró la sala en derredor como esperando que algún chiquillo saliera de detrás de un mueble, pero no había nadie.

—¿Tienes un hijo? –ella asintió.

—Es la luz de mi vida, Jorge. Y cuando yo muera, él se va a quedar solo. Tengo mucho miedo por él.

—¿Tuviste un hijo? ¿Quién…? —ella tomó sus manos y las acercó a su rostro para besarlas, impidiendo que terminara su pregunta: ¿quién es el padre?

—Me lo prometiste. Me prometiste que cuando estuviera en una situación complicada, no importa lo desesperado que fuera, me pediste que acudiera a ti. Ahora estoy aquí, y te ruego, no, te suplico, que, por favor, cuando yo me vaya, cuando yo no esté, cuides de mi hijo.

Jorge estaba en shock. Demasiados sentimientos luchando en su cabeza y su corazón. ¿Ella se había casado? ¿No tenía el chico un padre, acaso? Imaginársela con un hijo, en cierta manera, era imaginársela en brazos de otro hombre.

Y luego se dio cuenta de cuán mezquino era eso. Él no sólo había estado en brazos de otra mujer, se había casado y tenido dos hijos. Sandra, por supuesto, también había hecho su vida.

—¡Qué calor hace! –exclamó Nina Pontini bajando del automóvil donde ella, Meredith, Marissa y Diana venían. El chofer de la mansión las había traído desde el club. Diana bajó del auto y esperó a que Marissa bajara para cerrar la puerta, se puso ambas manos en la cintura y miró en derredor con una sonrisa satisfecha.

Amaba tener a sus ex compañeras de estudio en casa. Casi le había suplicado a su padre que por favor les extendiera una invitación a las familias de sus amigas para que se les permitiera pasar el verano aquí con ella. Las echaba mucho de menos, aunque tenía que reconocer que, si le ofrecían volver al internado, ella preferiría estar en casa con su padre.

El verano apenas iniciaba, y había planeado una actividad para cada día. Aún quedaban unas horas de sol, así que a lo mejor se metían todas a la piscina a darse un chapuzón.

—Si no está el molesto de tu hermano, consideraré meterme a la piscina –dijo Marissa admirando la luz del sol sobre el lago al frente de la mansión.

—Ten cuidado, Diana –intervino Meredith—. Si Esteban aparece, Marissa lo matará.

—Seré hija única, entonces, y seré feliz –Marissa y Nina rieron, pero de repente Nina se quedó en silencio y señaló hacia un lugar. Las otras tres adolescentes miraron a la dirección en que Nina apuntaba, y se quedaron un poco sorprendidas.

Había un chico allí, uno rubio, alto y un poco delgado. Estaba tan quieto mirando las aguas de la piscina que parecía una estatua.

—¿Trabaja aquí? –preguntó Nina, dando unos pasos para acercarse y verlo mejor—. ¿O es un primo perdido tuyo, Diana?

—Tal vez es sólo alguien que viene por el puesto de jardinero –supuso Diana mirando al chico. Éste movió su cabeza y las miró a ellas. Las cuatro retrocedieron y se escondieron detrás de un muro, riendo y cuchicheando acerca del desconocido.

Jorge Alcázar respiró profundo y se puso en pie. Sandra lo miraba esperando a que él dijera algo. Llevaba un rato en silencio, y ella empezaba a sentirse inquieta.

—No te pido gran cosa –dijo ella, con voz casi suplicante—. Él es un buen chico, ¿sabes? Quiere estudiar, ser alguien. Y es muy inteligente. Pero sólo tiene diecisiete años. Te prometo que es muy responsable y no te dará qué hacer. Sólo dale la oportunidad de tener un techo seguro hasta que se haga mayor y pueda valerse por sí mismo sin que deje la escuela. Es todo lo que te pido—. Jorge se giró a mirarla.

—Tengo un hijo de su edad…

—No te estoy pidiendo que lo tomes como hijo, ¡ni mucho menos! –lo interrumpió ella—. ¡Un trabajo aquí estará bien! Él se desempeña muy bien en todo, y sabrá ganarse el pan—. Jorge sonrió.

—Parece que es un chico perfecto.

—Ya sé que una madre siempre habla bien de sus hijos, pero mi Daniel… es el mejor hijo del mundo.

—Daniel, ¿eh? –Sandra sonrió.

—Sí, le puse el nombre de mi padre. Hay unos cuantos Daniel entre los americanos.

—Sí, no es un nombre del todo raro. ¿Qué hay del padre? ¿No querrá él hacerse responsable de su hijo? –Sandra hizo una mueca y miró a otro lado.

—Él ni siquiera sabe que Daniel existe.

—¿Cómo es eso? ¿Huyó? –Ella se echó a reír.

—No tuvo ocasión de huir. Nunca se lo dije.

—¿Por qué? –ella hizo una mueca esquivando el tema. Se puso en pie y caminó a él.

—Ya sé que estoy siendo muy impositiva. Dirás que estoy abusando de una promesa que me hiciste hace muchos años y que tal vez ya no tenga validez. Ya no tengo nada de mí que quieras y yo pueda ofrecerte a cambio de esto, Jorge, pero estoy segura de que no te arrepentirás de este acto de bondad que tengas hacia mi hijo. Está mal que lo diga yo, pero mi Daniel es tan buen chico… Ha sido mi consuelo en estos duros años, mi mejor amigo, y en muchas ocasiones, hasta mi profesor—. Jorge extendió una mano a ella y le retiró el cabello de la frente.

—No digas que no hay nada en ti que yo quiera –susurró él—. Siempre ha habido algo de ti que he anhelado toda mi vida –Sandra cerró sus ojos.

—Pero ya no soy la joven de antes.

—Ah, siempre has sido mi vida. Cometí un terrible error al dejarte ir. Me he arrepentido de ello cada día de estos pasados veinte años, Sandra—. Ella lo miró a los ojos. ¿La iba a besar? ¿Al fin? Luego de veinte años, ¿sabría al fin lo que era un beso de Jorge Alcázar?

Los años también habían pasado sobre él. Tenía el cabello encanecido y menos abundante. Ahora debía tener más de cincuenta años, casi sesenta, pero él aún se veía fuerte y lleno de vida. Seguía siendo el hombre por el que una mujer podía suspirar.

Pero Jorge no la besó, sólo dio unos pasos alejándose y sonrió.

—Tengo que conocer a ese dechado de virtudes, ¿no? –Sandra sonrió un poco decepcionada y asintió—. ¿Lo traerás aquí?

—Vino conmigo –susurró ella—. Le pedí que me esperara afuera.

—¿Cómo, con el calor que hace? –Sandra se encogió de hombros.

—No estaba segura de que quisieras conocerlo, y no quería molestarte—. Jorge la miró censurándola por eso, y llamó a Maggie, que apareció casi de inmediato.

—Un joven vino con Sandra…

—Ah, ¿el que está de pie frente a la piscina?

—Seguramente. Hazlo venir, Maggie, por favor.

—Claro –Maggie salió y Jorge miró a Sandra, que no parecía muy nerviosa, sólo lo miraba con los ojos llenos de esperanza.

Hasta no ver el chico, no diría nada. Sabía de sobra que los adolescentes a esa edad podían ser muy problemáticos. Su hijo era uno de ellos, y le había sacado todas las canas que ahora tenía. Si Daniel era la mitad de malo, buscaría el modo de ayudarlo sin tener que tener demasiado contacto con él. Una mensualidad estaría bien hasta que se hiciera mayor.

—Es increíble que tu padre te deje tener novio –dijo Nina, totalmente desnuda y considerando ponerse un bikini de dos piezas bastante revelador, u otro más revelador aún. Marissa estaba en ropa interior, al igual que Diana; la única que hacía algo por cubrirse era Meredith, envuelta en una toalla y detrás de un biombo.

—No es un “novio” –contestó Marissa—. Es mi prometido, Simon.

—Lo conoces, ¿por lo menos?

—Claro, el otro día fue a casa para ser presentado.

—¿Es guapo? –preguntó de nuevo Nina. Marissa sonrió.

—Sí, lo es.

—Parece que te gusta.

—Un poco. Va a ser mi esposo, ¿no? Tiene que gustarme.

—Yo espero que papá no haga eso conmigo –rezongó Diana—. Si me impone un esposo, así como hicieron contigo, me suicidaré.

—No digas estupideces –la regañó Marissa—. Si te suicidas, te mato –Diana se echó a reír. Se asomó por la ventana y miró hacia la piscina, encontrando que aún estaba el chico de antes allí, de pie, en exactamente la misma posición.

—¿Será normal? –se preguntó Diana, pero Marissa la escuchó y se acercó a mirar.

—Sigue allí –comentó ella al verlo.

—Mira, ni se mueve, ni camina, ni nada. Con este sol, y él ahí.

—¿Sigue allí el bomboncito de la piscina? –preguntó Nina, acercándose a ellas.

—Nina –reprochó Meredith—, ¿Es necesario que te expreses así del chico?

—Que sólo tenga quince años no me impide admirar al sexo masculino.

—Estábamos muy lejos cuando lo vimos, ¿por qué dices que es un bomboncito? –se rio Diana—. Puede que tenga ojos dispares, o una horrible cicatriz que le deforme la cara.

—No seas tonta. Tengo un radar interno para detectar chicos guapos –las tres rieron, y Meredith al fin sintió curiosidad por ir a ver.

Al momento, vieron que Maggie se acercaba a él y luego se iban juntos. Estuvieron atentas y notaron que caminaban hacia el interior de la mansión.

Diana se preguntó entonces si de verdad sería un nuevo empleado. Al parecer, las vacaciones de Nina se iban a poner interesantes.

Daniel llevaba por lo menos una hora de pie bajo el sol y frente al resplandor de la piscina.

No pasaba nada, estaba acostumbrado a esto.

Sabía que no podría entrar a la mansión hasta que se le diera orden. Con los ricos, las cosas eran siempre muy previsibles.

Sandra, su madre, le había pedido que esperara aquí hasta que lo hicieran llamar. El comportamiento de ella había sido muy extraño, pues, por más preguntas que le hiciera, ella no explicaba claramente qué era lo que venían a buscar aquí. Hacía años que había dejado de ser una sirvienta y ahora trabajaba como dama de compañía de una anciana rica y excéntrica. En este trabajo no tenía ya que lavar platos o baños, sólo estar pendiente de esta mujer malhumorada, enferma y sola, darle su medicina y de vez en cuando, leerle, conversar con ella, ser su aya.

Él no quería esto. Él quería algo más, pero aún era considerado un niño, y muy pocos lo tenían en cuenta. Desde los trece años trabajaba y estudiaba al tiempo, ayudaba a su madre en los quehaceres, sacaba las mejores notas en la escuela y ya se estaba preparando para concursar por una beca en alguna universidad y estudiar una carrera. Pero esto eran sólo planes, pues por muy becado que estuviera, su madre estaría sola, y ella estaba un poco delicada de salud; últimamente no se estaba sintiendo bien, así que se preocupaba al no tener a alguien que cuidara de ella en caso de que enfermara.

¿Qué podría hacer?

No comprendía del todo lo que venían a hacer aquí, pero esperaba que fuera algo que ayudara a Sandra a estar mejor, a trabajar menos, a sentirse bien.

En los ojos de su madre hubo siempre una tristeza que él nunca pudo borrar, a pesar de que se consideraba un buen hijo. Por más que se había esforzado, y aunque en muchas ocasiones la hizo sonreír con sus logros, sus chistes y payasadas, muy en el fondo había algo que la entristecía o la preocupaba, y más últimamente.

—¿Eres el hijo de Sandra Santos? –preguntó la mujer que les había abierto la puerta cuando llegaron aquí. Daniel asintió en silencio—. Sígueme –pidió ella, y él hizo caso.

El interior de la mansión estaba increíblemente fresco. No parecía verano aquí dentro. Los muebles, como en toda casa de ricos, era de una exquisita fineza y buen gusto. Las paredes eran algunas cubiertas en madera, otras forradas de papel tapiz color marfil. Los marcos de las puertas y las ventanas eran también en madera, y había cuadros de reconocidos pintores colgados en las paredes. El piso de parquet brillaba, quizá por el trabajo de cera y pulido que se hacía constantemente sobre él.

Sonrió cuando se dio cuenta de que era incapaz de admirar una casa sin asociarlo al trabajo de la servidumbre.

La mujer lo condujo hasta una sala en la que estaba de pie su madre, y un hombre alto y canoso que debía ser el señor de la casa. Él se detuvo y la miró a ella fijamente, pues tenía los ojos humedecidos como si hubiese estado llorando.

Si a ella le había tocado suplicar por un trabajo aquí, lo mejor sería irse y no regresar, se dijo.

—Así que tú eres Daniel –dijo el hombre, y Daniel asintió con un movimiento de cabeza—. Me han hablado muy bien de ti.

—En cambio –dijo Daniel, con cautela—, de usted yo no sé nada—. El hombre sonrió, y Sandra le abrió los ojos a su hijo para que se comportara.

—Mi nombre es Jorge Alcázar.

—Jorge es un buen amigo –explicó Sandra, mirándolo significativamente para que no hiciera preguntas impertinentes y fuera amable. Daniel arrugó un poco su frente.

—Un amigo, ¿eh? Entiendo.

—¿Qué entiendes? –preguntó ella, desconfiada.

—Tu madre trabajó para mí hace veinte años –explicó Jorge, sonriente—. No nos habíamos vuelto a ver, pero le debo unos cuantos favores.

Entonces no eres mi padre, quiso decir Daniel, pero se mordió la lengua; hacía mucho tiempo que había hecho las cuentas y que sabía que su madre le había mentido con respecto a su padre. No podía haber sido un novio que huyó cuando la supo embarazada, de ser así, ¿por qué su reticencia en revelar su nombre? Se lo había preguntado miles de veces cuando era niño, deseoso de poder tener por lo menos en su mente la imagen creada por él mismo de su padre, pero eso había sido hasta que ella le había pedido que, si en verdad la amaba, no le volviese a preguntar eso.

Se había hecho adolescente, y si bien no le volvió a preguntar, no dejó de indagar, hacer conjeturas.

Todo lo que sabía hasta ahora era que debía ser un señor, rico, y probablemente de esos que abusaban de sus criadas. Se había imaginado la historia. Su madre era joven y guapa, él la engatusó tal vez, o en el peor de los casos, la abusó, la embarazó, y entonces ella huyó. O quizá él la despidió, quién sabe.

Él se parecía a su padre, de eso no le quedaba duda. Había visto unas cuantas fotografías de sus abuelos y bisabuelos y ninguno era rubio ni de ojos claros, así que debió heredar los suyos por la línea paterna.

Y hasta allí llegaban sus conclusiones.

Este hombre aquí era un amigo, uno de la época en que él no había nacido, así que tampoco podía saber la verdad de su origen. ¿Y qué tipo de favores podía deberle una mujer humilde como su madre a un hombre tan imponente como este?

Había tenido que admirar su sagacidad. Con una sola frase, él había aclarado el tipo de relación que los había unido en el pasado y despejado toda duda con respecto al tema.

Jorge admiró al muchacho frente a él, era alto, un poco delgado para su gusto, el cabello castaño rubio le caía liso sobre la frente, aclarado por el sol, y tenía unos ojos impresionantemente verdes. No verde—avellana, ni verde—azulados. No, sólo verdes, como los de la hoja de un árbol en verano.

¿A quién se los había heredado? Y ese cabello rubio, ¿sería igual que el de su padre, quizá? ¿Quién era el padre de este chico, que, tenía que reconocer, era guapo, y tenía una apostura bastante imponente a pesar de ser sólo un niño de diecisiete años?

Lo había mirado a él como un ave rapaz por encontrar a su madre con los ojos humedecidos, como culpándolo de la desdicha de ésta. Y tal vez tenía razón.

—Tu madre sólo habla maravillas de ti –siguió diciendo Jorge—. ¿Estás a la altura de sus elogios? –Daniel no sonrió.

—No puedo evitar que mi madre me cubra de honores que quizá no tengo. Pero yo sí que puedo decir que ella es la mejor madre del mundo.

—Quizá, ¿eh? Quizá no tienes esos honores, pero quizá sí.

—Si soy buena o mala persona no me queda a mí decirlo. Eso tendría que descubrirlo por usted mismo.

—¡Daniel! –lo reprendió Sandra, y se detuvo cuando escuchó la risa de Jorge.

—Me gustas –dijo Jorge mirándolo con ojos brillantes, luego se dirigió a Sandra—. Definitivamente, tiene tu ingenio para contestar.

—Un error en su carácter que no he podido corregir.

—Déjalo. Siempre hay alguien que sabe apreciar este tipo de cosas—. Volvió a mirar a Daniel, que parecía incómodo por oírlos hablar así, como si él no estuviese presente—. Bien, puedes retirarte. ¿Maggie? –ella apareció en el umbral de la puerta—. Lleva a Daniel a la cocina y dale algo de beber. Debe tener mucha sed; estuvo esperando afuera.

—Claro, señor—. Daniel quiso quedarse allí y conversar con aquel hombre por un poco más de tiempo. ¿Qué seguía ahora? Se preguntó. ¿Sería su jefe? ¿Qué tipo de relación era esta, y qué favores le debía él a su madre?

Cuando Daniel se hubo ido, Sandra miró a Jorge expectante, pero éste no hizo esperar demasiado su respuesta.

—Haré lo que me pides –contestó él, y Sandra dejó salir el aire que había estado conteniendo—. Con una condición.

—¿Cuál? –preguntó ella de inmediato, y Jorge sonrió.

—Que tú y yo salgamos de vez en cuando –ella se sonrojó un poco y bajó la mirada.

—Pero… ya no soy la jovencita de antes… Y seguro que te criticarán tus amigos y…

—A estas alturas de la vida, ¿crees que eso me importa? –ella sonrió.

—No, supongo que no.

—Entonces, ¿salimos? –ella lo miró un poco tímida, pero luego de un leve titubeo, movió su cabeza afirmativamente. Jorge se acercó a ella y besó su frente con suma delicadeza—. Tal vez digas que es demasiado tarde –susurró él mirándola a los ojos—, pero planeo hacerte feliz.

—No es muy difícil hacer feliz a una mujer como yo.

—Aun así, me esforzaré—. Sandra sonrió, ya empezaba a ser feliz. No quiso pensar en que era muy poco tiempo el que le quedaba para estar juntos. La cercanía de la muerte le estaba enseñando que era mejor un poco de amor y felicidad que nada.

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