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C3 3

Diana vio a su padre subir a uno de los autos acompañado de una mujer y el chico estatua de la piscina. Elevó una ceja preguntándose por qué su padre tenía ese tipo de atenciones con un par de personas que de lejos se notaba no eran de su círculo social.

—¿Se fueron? –preguntó Marissa acercándose. Diana no la miró.

—Papá los lleva en su coche. Esto es muy raro.

—¿Raro por qué? Tu padre es un hombre considerado.

—No con todo el mundo. Ese chico… creí que venía aquí por un empleo, pero ahora veo que vino tal vez con su madre, y… no sé qué pensar de todo.

—No te preocupes demasiado por cosas como esta. A menos que estés pensando que, ya que tu padre enviudó, está buscando nueva esposa –Diana miró a su mejor amiga con ojos grandes de terror.

—¿Crees que sea eso?

—Yo, que abrí mi enorme boca y empeoré la situación. No me prestes atención. A lo mejor no es nada—. Marissa le dio la espalda y Diana la siguió haciéndole preguntas. No quería que otra mujer viniera y le robara el poco tiempo que tenía con su padre. Él la había mandado traer del internado sólo para pasar tiempo juntos, ¿ahora se iba a buscar una esposa? No, no y no.

El auto de Jorge se detuvo frente a un edificio bastante viejo, pero limpio. Sandra lo condujo hasta el ascensor y fueron hablando acerca del trabajo actual de ella, los estudios de Daniel y muchas cosas igual de triviales. Daniel no decía nada, sólo los escuchaba hablar.

Era notorio que entre los dos había confianza, Jorge bromeaba con su madre y ella reía encantada. En más de una ocasión había torcido el gesto, pues suponía que su madre se estaba riendo tal vez mucho. Demasiado.

—Me voy a mi habitación –dijo él cuando llegaron al pequeño apartamento y los dejó solos. Jorge miró a Sandra interrogante.

—Tal vez está celoso de ti. Hasta ahora, toda mi atención fue siempre para él.

—¿Quieres decir que no has tenido novio desde que él nació? –Sandra se sonrojó.

—Bueno… No.

—¿Por qué no? ¿Todos los hombres que conociste fueron prejuiciosos y no quisieron a una mujer que ya tenía un hijo?

—En parte fue eso. Y en parte… no quería imponerle a mi hijo un padrastro.

—Eso es una excusa, Sandra. Si te hubieses enamorado, habrías tenido tal vez que pedirle perdón a Daniel, pero te habrías casado—. Sandra hizo una mueca aceptando que aquello era verdad. Le señaló a Jorge un mueble y ambos se sentaron en él.

—Nunca me enamoré.

—¿Ni siquiera de su padre? –Sandra sonrió triste.

—Ya sé a dónde quieres ir preguntando eso. No quiero hablar de él.

—¿Sabe él quién es su progenitor, por lo menos?

—No, no lo sabe; y si llegaras a averiguarlo, por favor, nunca se lo digas.

—¿Averiguarlo? –preguntó Jorge mirándola con sospecha—. ¿Es decir que es alguien a quien yo podría conocer? Se mueve en mis círculos, ¿Sandra? –Ella agitó su cabeza con fuerza.

—Nunca se lo digas. No quiero que tengan relación. Sacrifiqué muchas cosas con tal de evitarlo. Por favor…

—Está bien, está bien. A menos que sea un asesino o un mafioso, no veo por qué tanta precaución, pero te haré caso—. Sandra lo miró agradecida, y él se le acercó más—. Pero ten en cuenta que, tarde o temprano, él descubrirá la verdad. No se pueden esconder las cosas para siempre.

—Yo espero que en este caso sí.

—Había olvidado lo terca que eres—. Ella sonrió.

—Y yo, lo insistente que puedes ser tú –él la miró sonriendo, feliz de tenerla cerca otra vez. Ella era hermosa aún para estar cerca de los cuarenta. Su cuerpo seguía siendo delgado, aunque no tanto como antes, y no había perdido su gracia al caminar, ni esa distinción en sus gestos. Haber sido una empleada toda la vida no le había hecho apocarse, y eso le hacía sentirse orgulloso de ella.

—Háblame de tus hijos –pidió ella, y Jorge sonrió de medio lado.

—Bueno, son dos. Esteban y Diana. Esteban es el mayor y tiene la misma edad de Daniel; y Diana, sólo quince. Es mi princesa.

—Me imagino. ¿Se llevan bien? –preguntó ella con una sonrisa—. Esteban y Diana –aclaró.

—Para nada. Viven como el perro y el gato.

—Ah, vaya.

—Ella estuvo los últimos años en un internado, pero hice que volviera a casa. No quiero que mi hija crezca más tiempo lejos. Me estoy haciendo viejo, ¿sabes? Es una buena chica. Tal vez un poco como todas; odia las matemáticas, pero le encantan las artes plásticas. He descubierto que tiene don para la pintura.

—Qué bien. ¿Y Esteban?

—Ah, él… no lo sé. Sólo es bastante pendenciero, me contesta siempre de mala forma, le va muy regular en la escuela, y está todo el día de pelea con su hermana. No sé qué hacer con él.

—Tenle paciencia. Tal vez sólo es cuestión de tiempo.

—Sí, tal vez.

—Y Laylah… ¿te llevabas bien con ella? –él respiró profundo sabiendo que tarde o temprano tendría que contestar a esta pregunta.

—Sí. Realmente sí. No éramos muy cariñosos el uno con el otro, y tampoco discutíamos. Éramos buenos amigos, supongo. Ella adoraba a los niños, fue fiel y cumplió perfectamente con su papel de esposa… Realmente no tengo nada que reprocharle, excepto que se haya accidentado de esa manera dejándole a Diana un terrible trauma.

—Vaya.

—Fueron tiempos difíciles –siguió él—, Esteban entró en crisis, y empeoró su comportamiento. Diana se apegó más a mí, y así siguen las cosas.

—Pero lo superarán. Son jóvenes todavía.

—Eso espero. Esteban a veces me saca de mis casillas.

—Sólo es un adolescente.

—Pero necesito que crezca rápido—. Él la miró en silencio por un momento. Sonrió y dijo—: ¿Quieres ir a cenar? –ella lo miró un tanto sorprendida.

—A… ¿ahora?

—Sí –él miró su reloj—. ¿Te parece bien si paso por ti a las siete?

—Yo…

—No puedes decir que no. Me prometiste que saldrías conmigo… a menos que ya tengas un compromiso previo.

—Pues no, pero…

—¿Crees que Daniel se disgustará?

—Tal vez –farfulló ella.

—Entonces dile que tú y yo estamos saliendo. Es un adolescente, y si es listo, no le quedará difícil creerlo –Sandra se echó a reír.

—Está bien. Pasa por mí a las siete—. Él sonrió y se puso en pie. Se despidió de ella y se fue sin agregar nada más. Sandra, nerviosa, se encaminó a la habitación de su hijo. Lo encontró con un libro en las manos, recostado en su cama y concentrado leyendo.

—Esta noche saldré con Jorge –dijo ella, y él se movió para mirarla.

—Entonces, ¿son novios? –Sandra se puso roja.

—Mmm… creo que sí.

—¿Te hace feliz? –preguntó él. Sandra asintió lentamente. Daniel la miró entrecerrando sus ojos—. No habrás hecho un trato macabro con él donde él te pasa dinero, o cuida de mí y tú estás con él, ¿no?

—¡Claro que no! Daniel, ¡por favor!

—¿No hay nada detrás de estas atenciones?

—¡No!

—¿Entonces un amigo al que no veías hace veinte años te propone salir y tú vas? –Sandra cerró sus ojos.

—En el pasado él y yo… nos gustábamos. Pero había ese problema de las diferencias sociales; no se pudo.

—Y ahora que están mayores, ¿las diferencias sociales no importan?

—Algún día lo comprenderás. Algún día entenderás lo raro, destructivo y hermoso que puede ser el amor.

—Raro, destructivo, hermoso… Me parece que no quiero experimentar esa emoción.

—El amor no es una emoción. Es un ser vivo, y un superviviente, además; por más que intentes matarlo, si él no lo hace por sí mismo, no morirá –Daniel sonrió.

—Estás enamorada—. Sandra se cruzó de brazos y esquivó su mirada—. Pero… ¿no te parece que es un poco mayor para ti? Casi es un anciano.

—No soy una adolescente, ¿sabes?

—Mmmm… ¿hay algo de lo que deba preocuparme? Pasado, historial con la policía…

—Nada –rio Sandra—. Está limpio. Y pronto entenderás que es un buen hombre, uno del que puedes aprender mucho.

—No sé, tengo sentimientos encontrados al respecto –suspiró él sentándose en la cama y haciendo a un lado el libro. Miró a su madre fijamente y siguió—: me parece a mí que no es muy listo, si te dejó ir hace veinte años—. Sandra sonrió halagada por las palabras de su hijo.

—En el refrigerador está tu cena. Ya sabes qué hacer –dijo ella saliendo. Él volvió a tomar su libro y a recostarse en su cama.

—Sí, ya sé qué hacer –contestó él, sospechando que le aguardaban muchas cenas solo en casa.

Las semanas empezaron a pasar, y se hizo muy normal ver a Jorge a menudo en casa. Ellos salían bastante, y a veces, llegaban un poco tarde en la noche.

No le decía nada, y mucho menos le reprochaba, al fin que su madre tenía derecho a ser feliz, aunque a él no le hiciera mucha gracia; después de todo, era su madre.

Pero una noche ella no regresó.

Se dio cuenta porque le entró sueño y él no se dormía hasta que ella llegara. Había estado entretenido haciendo deberes, pero miró el reloj y se dio cuenta de que eran las dos de la mañana ya.

Ella no tenía un teléfono móvil, era demasiado costoso, así que no tenía cómo llamarla.

Pero Jorge sí, pensó, y estaba seguro de que tenían su número en algún lado de la casa.

Iba a tomar el teléfono cuando éste timbró. La voz de Jorge lo sorprendió un poco.

—Ya te iba a llamar –le dijo Daniel, un poco molesto—. ¿Dónde está mi madre?

—Daniel…

—Mira, comprendo que ya son adultos y todo eso, pero mi mamá…

—Sandra se fue, Daniel –le interrumpió Jorge. Daniel separó un poco el auricular de su oreja y lo miró.

—¿Se fue? ¿A dónde se fue? ¿De qué hablas?

—Estaba con ella y… simplemente, se fue. Ella ha muerto, Daniel—. Daniel sintió su corazón latir más lentamente, y su piel empezó a sentir un cosquilleo—. La traje al hospital en cuanto pude –siguió Jorge, y Daniel notó que estaba evitando llorar—, pero ya no había nada que hacer. Lo siento. Lo siento.

—¿Qué le hiciste a mi madre?

—Te juro que…

—¡¡Qué le hiciste!! –gritó.

—¡Nada! –contestó Jorge—. ¡Ella ya estaba enferma! Una afección en el corazón. Los médicos se lo dijeron, le dijeron que no le quedaba mucho tiempo.

—Estás mintiendo –susurró Daniel—. Estás mintiendo, tienes que estar mintiendo.

—Espera un momento en casa, mandaré por ti…

—¿En qué hospital están?

—Espera en casa –insistió Jorge—. Mandaré por ti—. Él cortó la llamada, y Daniel no tuvo más remedio que esperar a que Jorge hiciera lo que había dicho.

Puso el auricular en su soporte y se dio cuenta de que había empezado a temblar. Poco a poco las palabras de Jorge empezaron a filtrarse en su conciencia. Ella estaba enferma ya, no le quedaba mucho tiempo.

Sí, él había notado que ella tenía un aspecto más cansado. Luego de ir a ver a Jorge a su mansión, ella había renunciado a su anterior trabajo, le había dicho que tenía dinero ahorrado como para tomarse un descanso, y él vio confirmada su sospecha de que Jorge le estaba pasando dinero, pero ahora sabía que no era por eso. Ella ya sabía que iba a morir.

Se sintió decepcionado, solo, un poquito abandonado.

Ella no le había dicho nada. No le confió su dificultad más grande. Estaba enferma y él nunca lo supo.

No fue capaz de llorar. Un chofer llamó a su puerta y lo metió en un auto. Fue a ver el cuerpo de su madre. Vio cómo Jorge, con ojos rojos, se encargaba de todo, de la funeraria, de su entierro, y él no fue capaz de hacer nada, de sentir nada.

Le habían mentido. Lo habían excluido de esta verdad, y se sintió inútil, incapaz; de todo, menos un hombre de verdad.

Diana iba en el asiento de atrás de uno de los autos de la familia bastante triste. El verano se había acabado, y con él, sus vacaciones con sus amigas. Ahora estaba de nuevo sola en esa enorme casa con el idiota de su hermano, y un papá que últimamente se ausentaba mucho.

Le abrieron la puerta y ella bajó sin muchos ánimos de entrar. ¿Para qué? Iba a estar todo solo…

Y entonces vio al chico estatua.

Estaba otra vez frente a la piscina, pero ahora no estaba de pie, sino sentado en el suelo, vestido de negro, abrazando sus rodillas, y mirando las aguas tranquilas.

Se estuvo allí mirándolo por espacio de un minuto, pero él no se movió.

Era un poco raro.

Resignada, entró a la mansión y se encaminó a su habitación. Cuando Maggie le preguntó si le apetecía algo de comer, estuvo a punto de preguntarle quién era el chico de la piscina, pero se contuvo. ¿Qué le importaba a ella quién era él?

Entró a su habitación y sacó de uno de los armarios un cuaderno grande de dibujo. Le encantaba dibujar. Además, había descubierto algo que se llamaba memoria fotográfica, y ella la tenía, sobre todo, para recordar formas y colores. Rostros, figuras, paisajes. Ella sólo necesitaba un vistazo para luego plasmarlo. Y lo hacía bien.

Se detuvo cuando se dio cuenta de que había dibujado la escena que acababa de ver, el chico de negro frente a la piscina.

Miró hacia la ventana y se dio cuenta de que había empezado a llover. El cielo estaba oscuro por los nubarrones, y las gotas, grandes y pesadas, caían con violencia contra el techo, los cristales de la ventana y el suelo.

Se levantó y miró hacia la piscina. El chico seguía allí, bajo la lluvia. ¿No le importaba coger un resfriado? ¿O era ella que estaba alucinando?

Salió de la habitación y bajó buscando a su padre en su despacho, esperando encontrarlo en casa. Jorge estaba sentado en el sofá de su despacho privado, vestido de negro también, con una mirada triste y distante.

—Papá –le preguntó ella acercándose—, ¿quién es el chico que desde hace rato está frente a la piscina? –Jorge elevó la mirada a ella—. Lo he visto aquí ya dos veces, y… ¿Es normal? Quiero decir, está allí, bajo esta lluvia, sin importarle si atrapa un resfriado.

Jorge soltó el aire en algo que se parecía demasiado a un suspiro.

—Es Daniel –contestó.

—¿De qué lo conoces?

—Es… el hijo de una amiga.

—Ya. ¿Y qué hace aquí? ¿Qué hace allí, exactamente? Alguien debería ir y decirle que entre. Incluso llegué a pensar que es un poco anormal…

—No. Es normal. Es todo lo normal que un chico de su edad podría ser. Es sólo que… está muy triste.

—¿Por qué? –preguntó Diana sintiendo curiosidad.

—Acaba de perder a su madre –contestó Jorge, y Diana de inmediato empatizó con él.

—Vaya. Pobre.

Daniel no sintió que se había empapado, ni que estaba lloviendo, ni que todo alrededor se había vuelto un diluvio sino hasta que de repente el agua se detuvo. Miró arriba y encontró que alguien sostenía un paraguas para él, lo cual era inútil, pues ya estaba completamente empapado.

—Si sigues aquí bajo la lluvia –dijo la voz de una chica, aunque era de sospecharse, pues ella tenía el cabello largo hasta la cintura, y tenía todos los atributos de una mujer—, te vas a resfriar, ¿sabes?

Él no dijo nada, sólo miró de nuevo al frente, ignorándola.

—¿Sabes? –siguió ella—, tengo un grupo de amigas—. Daniel no la miró, aunque sí se preguntó qué tenía que ver eso con él—. Nos hacemos llamar las sin—madre. Todas perdimos a nuestra madre cuando éramos unas niñas—. Él frunció el ceño, pero siguió sin decir nada. La chica se sentó en el suelo mojado al lado de él, y no tardó en mojarse toda también. Llovía a cántaros, y el paraguas no era suficiente para los dos—. La madre de Marissa murió de cáncer cuando ella aún era un bebé –siguió diciendo ella—. La de Nina se fue con un hombre y la dejó con sus abuelos. La de Mer murió en el parto. Y la mía –ella suspiró—, murió en un accidente de coche—. Se estuvo en silencio por unos segundos—. Yo iba con ella –siguió, y al fin Daniel se giró a mirarla—. Recuerdo el momento como si acabara de suceder. Ella perdió el control del coche, y estaba lloviendo, como ahora. Nos salimos de la carretera… Sólo tenía siete años. Mi hermano dice que debí morir yo y no ella… Y le tengo terror a los autos.

Se estuvieron en silencio por espacio de un minuto, y Diana terminó casi tan empapada en agua como él. La lluvia no había amainado, por el contrario, ahora se escuchaban truenos a la distancia.

—No te digo que con el tiempo van a sanar tus heridas –siguió ella—. Eso es mentira, nunca sanan. Pero aprenderás a recordarla con alegría, y eso será bastante.

Recordarla con alegría, pensó Daniel.

Durante este par de días horribles, llenos de funerarias y cementerios, no había pensado en ella con alegría. Sentía ira, sentía decepción.

Ella había hecho muchas cosas a sus espaldas, como, por ejemplo, decidir que desde ahora viviría en esta casa y que Jorge Alcázar tendría su custodia; él era su adulto responsable y apenas se enteraba. Había estado enferma con una grave afección del corazón, pero no había considerado oportuno contarle lo que le pasaba a él, a su único hijo.

Tenía derecho a sentirse triste y traicionado.

Pero entonces la imagen de ella, abrazándolo y acunándolo en las épocas en que estuvo enfermo vino a él como un rayo de luz en medio de su cielo nublado. Su madre bromeaba con él, reían juntos a menudo y habían desarrollado un lenguaje sin palabras que les permitía comunicarse rápido y eficientemente. Siempre se habían dicho que el uno era el amor de la vida del otro, y así ninguno de los dos se había sentido solo, al menos por su parte. Le había hecho falta su padre, claro que sí, pero tenía a su madre, y sólo con ella se sentía más que afortunado.

Ella le había enseñado todo lo que sabía, y cuando él la superó en conocimientos, los papeles se intercambiaron. Fue a trabajar con ella siempre, así estuviera alguno de los dos enfermos o no. Comieron en la misma mesa y el mismo plato siempre, fueran finos, caseros, o comidas rápidas. Cuando era pequeño, ella le tomaba la mano para cruzar la calle. Cuando él se hizo mayor, le tomaba el brazo a ella para que se apoyara en él y no fuera a tropezar. Era su madre, y sólo se tenían el uno al otro, tenían que cuidarse entre sí.

—Yo… —empezó a decir él, con voz quebrada, pues el llanto, ese esquivo que no había acudido a él mientras la enterraba, aparecía por fin— acabo de perderla… —siguió— y ya la echo de menos—. Y dicho esto, se echó a llorar.

Era como si acabara de comprender que ahora estaba verdaderamente solo en la tierra. No tenía más familiares, no conocía a su padre, no tenía tíos, o primos lejanos. No había nadie a dónde ir.

De aquí en adelante, debía valerse por sí mismo, sufrir en silencio, alegrarse en silencio.

Ausencia, vacío. Esas palabras no llegaban a cubrir ni la mitad de lo que en este momento estaba sintiendo. Su madre había sido siempre la persona más importante en su vida, y ahora no estaba.

¿Ausencia? ¿Vacío? Súmale desconsuelo. Nadie le podría regresar a su madre.

Se preguntaba cómo era que el mundo alrededor seguía girando, cuando todo su universo se había derrumbado.

Ya no había nadie que cuidara de él, descubrió. La persona en la que antes se apoyaba, y se reía de sus aciertos y desventuras ya no estaría allí más.

Estaba solo.

—Lo sé –susurró ella, contestando a su queja y apoyando una mano delicada en su hombro—, pero sólo tú puedes hacer que ese dolor se convierta en fuerza. Fuerza para no rendirte y seguir adelante.

Daniel elevó a ella su cara y la miró al rostro por primera vez. Su belleza exterior concordaba perfectamente con la interior, se dio cuenta; y fue allí, en ese instante, en ese abrir y cerrar de ojos y sin saber realmente lo que estaba pasando, que se enamoró. De una vez y para siempre.

Ella sonrió, y Daniel, al ver que estaba empapada, sintió que despertaba de un trance. ¿Por qué estaba él aquí bajo la lluvia? ¿Por qué lloraba delante de ella como un niño pequeño, cuando no le faltaba mucho para convertirse en un adulto? ¿Cómo era posible que un hombre hecho y derecho como él mostrara tal falta de carácter y permitiera que una dama viniera a rescatarlo a él? ¿Cómo había permitido que ella viniera hasta él y se empapara también?

—Mi nombre es Diana –se presentó ella con la misma sonrisa de antes.

—Ah… yo… Daniel. Mi nombre es Daniel.

—¿Entramos?

—Sí, claro que sí.

Desde una de las ventanas de la casa, Jorge fue testigo de la escena. No alcanzó a sentir celos ni desconfianza. Una voz vino a él como si retumbara desde un lugar olvidado en su conciencia.

“Esta sangre está destinada a unirse”.

Fue como un golpe en su pecho. ¿Lo que había dicho esa loca a él y a Sandra hacía veinte años era verdad, acaso? Hicieran lo que hicieran, ¿los Santos y los Alcázar terminarían juntos?

No se había podido con Sandra y con él. ¿Repararía el Destino este error uniendo a sus hijos?

—No es posible –susurró no sabiendo si reír o molestarse. El chico era un pobretón, hijo bastardo, y tal vez sin ninguna habilidad, pero ya los veía unidos mucho más allá del matrimonio.

Los vio caminar bajo el paraguas hacia el interior de la casa. En un momento, les pudo ver el rostro y fue cuando descubrió que él la miraba con una luz que antes no había estado allí, y ella sonreía con desenfado, siendo que su hija odiaba a todos los chicos de su edad por causa de su hermano mayor. En ese momento, lo supo.

Esta sangre estaba destinada a unirse.

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