+ Add to Library
+ Add to Library

C4 4

—¿Quién rayos eres tú y qué haces en mi casa? –preguntó Esteban Alcázar al ver a Daniel sentado en los muebles de una de las salas. Daniel se puso en pie de inmediato.

Lo sabía, sabía que sentarse en la sala era una mala idea, pero Jorge había insistido en que lo esperara aquí, y ahora uno de los señoritos de la casa le estaba reprochando, y él no tenía ninguna excusa, aunque sólo se había atrevido a apoyarse en la punta de uno de los muebles.

—Ah… hola…

—¡Qué hola ni qué mierdas! –exclamó Esteban mirándolo de arriba abajo. Sus zapatos, sus jeans, su camiseta, todo, gritaba: ¡soy pobre! –Si estás buscando trabajo, la servidumbre entra por la otra puerta, ¡y no se sienta en los muebles! ¡Qué asco!

—¿Qué te da asco? –preguntó Jorge entrando, y detrás de él, Diana. Daniel se sonrojó de inmediato, avergonzado de haber sido hallado en falta y ser regañado delante de ella. Notó que él había hablado en español, y de inmediato Esteban cambió su actitud.

Sabía que a los niños ricos no les gustaba tropezarse con gente como él, pero ya no podía hacer nada más que aguantarse la regañina.

Diana le sonrió y Daniel quiso esconderse detrás de un mueble, o algo. Y luego se sintió estúpido. ¿Por qué estaba actuando así? ¿Acaso nunca había visto chicas guapas en su vida?

Luego de la escena en la piscina, ambos habían entrado, y Maggie le había señalado la habitación que ocuparía. Su ropa ya estaba allí, así que se dio un baño (la habitación tenía baño privado) y luego bajó a la sala, pues Jorge quería hablar con él allí. Diana, al parecer, también se había dado un baño. Lucía el cabello suelto, negro y largo, muy hermoso, y una ropa y zapatos diferentes.

—Aprovecho que estamos todos aquí –empezó a decir Jorge y los invitó a sentarse. Cuando vio que Daniel permanecía de pie, le insistió para que tomara asiento. Daniel lo hizo sin dejar de mirar a Esteban, que le echó malos ojos—, para presentarles al nuevo miembro de la familia.

—¿Qué? –preguntaron Diana y Esteban al tiempo.

—Eso que oyeron –confirmó Jorge—. Desde ahora, Daniel es como alguien más de la familia.

—¿Lo recogiste en la calle, o qué? –rio Esteban. Daniel miraba a Jorge estupefacto. Nunca se hubiese imaginado algo así. ¿Esto lo había arreglado su madre con él?

—No, Esteban. No lo recogí de ninguna parte.

—¿Lo vas a… adoptar? –preguntó Diana, mirando a Daniel, y éste no le sostuvo la mirada.

—No, no lo haré.

—Entonces no es familia ni por sangre ni por ley. ¿Verdad?

—Aun así –siguió Jorge, mirando a su hijo con severidad—, quiero que traten a Daniel con consideración y respeto. Entrará a estudiar en la misma escuela que ustedes, y si es lo suficientemente listo –dijo ahora, mirando directamente a Daniel—, entrará también a la universidad con ustedes.

Daniel estaba anonadado. Se le había juntado navidad, acción de gracias, pascua y día de reyes. Todo junto ese día.

—¿Por qué? –preguntó Diana—. Debe haber una razón por la que quieras meter en tu casa a alguien que, sin ofender, es un desconocido, ¿no? –ella lo miraba, pero Daniel estaba concentrado en las líneas de sus manos. Muy interesantes ese día.

—Tal vez lo sea, pero las circunstancias lo han traído a esta casa, y yo he decidido acogerlo. Daniel –él lo miró—, tu madre siempre habló bien de ti, diciendo que eres un buen chico, listo y responsable. Espero que de ahora en adelante hagas honor a sus palabras y lo seas. Soy un padre muy dadivoso con mis hijos, pero ellos mismos te pueden decir que también soy severo cuando son irresponsables. No es así, ¿Esteban? –éste sólo sonrió con sarcasmo y miró a otro lado—. Qué dices, ¿aceptas apegarte a las normas de esta casa? –Daniel asintió, y con voz queda, contestó:

—Sí, señor.

—¿Tendrá parte en la herencia? –preguntó Esteban de repente.

—Mis hijos son tú y Diana, Esteban.

—Ah, bueno –contestó el adolescente poniéndose en pie, como si eso hubiese sido lo único que le importara—. No es más que un recogido, entonces. Bien. No tengo que preocuparme. No hay mucha diferencia entre tú y un criado, ¿verdad? –Daniel lo miró sin decir nada, pero sí que se le ocurrían un par de cosas para echarle en cara.

Sólo en diez minutos lo había conocido hasta el fondo, pero por respeto a Jorge se mordió la lengua.

Esteban salió de la sala, y Jorge no hizo nada por detenerlo. Cuando se quedaron los tres, miró a Diana esperando que ella tuviera un mejor comportamiento. Ella le sonrió tranquilizándolo.

—Parece que no te resfriaste –le dijo a Daniel, y éste la miró un poco sorprendido.

—Ah… no. Soy fuerte.

—Eso parece. Me alegra. ¿Le diste la habitación de invitados, papá?

—Sí. ¿Estás conforme, Daniel? ¿Quieres cambiar algo de tu habitación? –su nueva habitación era tan grande como toda su antigua casa. Tenía su propio baño, su propio ordenador y un mueble que podría llenar de libros de gusto personal. Sonrió.

—No le cambiaría nada.

—Bien, me alegra.

—No sé si me presenté antes –dijo ella extendiéndole la mano—; yo soy Diana. Es un gusto conocerte—. Él extendió la suya y se la estrechó, extrañamente feliz de poder tomarla. Por lo general, los sirvientes no le daban la mano a los señores de la casa. Tal vez, por una vez en su vida, él ya no estaba por debajo de nadie.

—No te vayas, Daniel –le pidió Jorge cuando Diana salió también y los dejó solos. Daniel volvió a sentarse en el borde del mueble, y Jorge se preguntó si acaso se sentía más cómodo así. También Sandra se sentaba de esa manera en los muebles de esta casa. Era como si temiesen que los pillaran en falta por usar los muebles de la sala—. Quiero dejar algunas cosas claras antes de que empieces tu vida aquí—. Siguió.

Daniel tragó saliva y esperó. Cuando Jorge vio que el chico no lo atacaba a preguntas, sonrió.

—Es verdad todo lo que dije, por si dudabas.

—No dudo, señor.

—Para ti, soy Jorge. Tal vez te cueste un poco, pero llámame por mi nombre—. Daniel asintió, pero no dijo nada. Jorge respiró profundo y se puso en pie—. Hice un trato con tu madre –siguió, y caminó hacia un mueble donde habían dispuestas diferentes botellas de licor y se sirvió un poco—. Ella me pidió que cuidara de ti hasta que te hicieras mayor. Faltan unos pocos años para eso, pero yo quiero proponerte otra cosa –Daniel lo miró atento—. Quiero que trabajes para mí. Por tu madre, sé que estás acostumbrado a estudiar y trabajar al tiempo. No quiero que te desempeñes en las tareas que antes hacías, ni que estés holgazán en tu tiempo libre. Quiero ver de qué eres capaz.

—¿Dónde trabajaría?

—En mi empresa. Soy el presidente y socio mayoritario del Grupo Empresarial Alcázar. Una de mis dependencias son las tiendas Awsome—. Daniel elevó sus cejas admirado. Conocía las tiendas, aunque sólo una vez había entrado allí para comprarle un perfume a su madre—. Quiero que me prometas que de aquí en adelante me obedecerás en todo. No importa qué. Por muy absurdo que te parezca, por raro o impositivo, me obedecerás.

—Espero no tener que matar a nadie –Jorge sonrió.

—No, no tendrás que matar a nadie, ni alguna otra cosa que parezca o sea ilegal. Sólo serán tareas que necesito que desempeñes. Y una de esas tareas empieza hoy. Necesito que ayudes a Esteban a entrar a Harvard.

—¿Qué?

—Es un estudiante muy regular. Es listo, pero indisciplinado. Si le ayudas a entrar, tú también estás dentro.

—Señor… ni siquiera estoy seguro de que pueda entrar yo, ¿cómo puedo ayudar a otro?

—Por eso deberás esforzarte y dar lo mejor de ti.

—¿Y por qué Harvard? ¿Por qué no otra universidad?

—Porque Harvard es la mejor. Por eso. ¿Aceptas el trato? –Daniel lo miró arrugando su frente. Como si pudiera decir que no, pensó.

—Y si logramos entrar a Harvard, y nos graduamos… ¿seré libre? ¿O tendré una enorme deuda que pagarle a usted? –Jorge sonrió otra vez. El chico no era fácil de pelar.

—Sí. Tendrás una deuda que deberás pagar con más trabajo.

—Me lo imaginé.

—Pero ya no serán trabajos de baja categoría, eso te lo garantizo.

—¿Cuándo se considerará saldada esa deuda?

—Cuando yo lo diga, y no antes.

—¿Y si decide que seré su esclavo toda la vida?

—Te estoy dando la oportunidad de tu vida: vives en una mansión, quizá estudies en una de las mejores universidades del planeta, y tendrás empleo garantizado luego de que te gradúes. ¿Llamas a eso esclavitud? ¿Sabes cuántos desearían estar en tu lugar ahora?

—Tengo ambiciones, pero las ambiciones no serían eso si no consigo lo que quiero por mí mismo.

—Ah, no te equivoques, no te regalaré nada. Todo tendrás que pagarlo. Pero ya que veo que estás inquieto con respecto a tu libertad, tu trato terminará el día que yo muera y alguien con la sangre Alcázar pueda liderar mis empresas.

—Eso pueden hacerlo Diana o Esteban.

—Tal vez. ¿Trato? –preguntó Jorge extendiendo su mano. Daniel lo miró por un segundo. Por un lado, pensó que este anciano estaba haciendo un trato con un adolescente. Esto no era legal en ningún estado, que él supiera. Y, por otro lado, él tenía razón, era la oportunidad de su vida. Había estado muy preocupado por su futuro antes. Ahora tal vez no sería fácil, pero tenía opciones.

—Trato –respondió él tomando la mano y estrechándola. Jorge lo miró y sonrió entre orgulloso y aliviado. Todo iba por buen camino.

Daniel caminó por unos pasillos y dio con una habitación de juegos increíble. Había de todo allí, cada cosa electrónica con la que él nunca había soñado, cada juguete, cada aparato.

Caminó mirando todo un poco anonadado. ¿Quién disfrutaba de estas cosas?

—Todo es mío –dijo Esteban desde un rincón. Daniel se giró a mirarlo, y lo encontró apoltronado en el sofá de la sala—. Por si te estabas preguntando.

—No me preguntaba de quién era, sino quién lo disfrutaba.

—¿No es lo mismo?

—No desde mi punto de vista –Esteban lo miró de arriba abajo. Se puso en pie y dio unos pasos acercándose a él y mirándolo con sospecha. Era un chico alto y de espaldas anchas. Llevaba unos pantalones entubados azul celeste, y una camiseta sin mangas de líneas blanco y negro. El cabello negro y abundante lo peinaba con gel hacia arriba y Daniel notó que llevaba un aro negro en la ceja. Él, en cambio, llevaba un simple pantalón de mezclilla azul oscuro y una camiseta polo de franjas blancas y rojas. Nada de accesorios en ninguna parte, y el cabello lo llevaba sin geles ni cremas en un corte clásico.

—¿Quién eres, realmente? –preguntó Esteban cruzándose de brazos y elevando el mentón.

—Mi nombre es Daniel Santos.

—No pregunté cuál es tu nombre, sino quién eres. ¿Por qué papá se compadeció de ti y te trajo aquí? –Daniel esquivó su mirada inquisitiva. Él no tenía esa respuesta. Estaba bien que el anciano hubiese querido un poco a su madre, pero hasta él pensaba que todo lo que le acababa de ofrecer era demasiado.

—Sólo soy un chico pobre, con eso debería bastarte.

—No sé si serás pobre de ahora en adelante. ¿Ya te dijeron de cuánto será tu asignación? –Daniel lo miró confundido.

—¿Asignación?

—Diana y yo tenemos una. Podemos comprar todo lo que queramos mientras no nos salgamos del límite. Igual, no podemos. ¿Cuál es tu monto?

—No tengo uno—. Esteban sonrió.

—Entonces sí eres pobre. No puedes usar lo que hay aquí –advirtió Esteban mirando en derredor con ojos entornados—. Todo es mío. Nadie entra, excepto para limpiar. Ni siquiera la tonta de mi hermana viene aquí, así como yo no entro a su estudio.

—¿Estudio?

—Quiere ser pintora. Cree que tiene el don.

—¿Tú no lo crees?

—Ella es una estúpida, no tiene ningún don—. Daniel apretó la mandíbula, molesto. Dio la media vuelta para salir; de todos modos, no le gustaba estar en presencia de semejante capullo.

—Tampoco te acerques cuando vengan mis amigos, o amigas—. Daniel se giró a mirarlo.

—Ya. ¿Algo más?

—Mmmm –Esteban miró el techo, como buscando alguna otra prohibición—. No mastiques con la boca abierta, no me hables si no te lo he pedido, no te subas al mismo auto con nosotros cuando vayamos a la escuela, no digas por ahí que vives en mi casa, y tampoco se te ocurra enamorarte de Marissa; ella es mía.

—¿Marissa?

—Lo único bueno que tiene mi hermana. Es su mejor amiga.

—Ah. ¿Algo más? –Esteban le echó malos ojos, tal vez comprendiendo que se estaban burlando de él.

—No te pases de listo.

—Bien. Hasta luego, entonces—. Salió del salón, y Esteban no le quitó la mirada de encima hasta que desapareció. No le gustaba este palurdo. No le gustaba nada, pero tenía que tragarse su presencia, pues hasta que no se hiciera con el control de la empresa, no podría mandar en esta casa.

Le urgía ser el señor.

Daniel siguió deambulando por la casa memorizando los pasillos y preguntándose qué habría detrás de cada puerta cerrada. En una sala, encontró un retrato familiar grande donde estaban Jorge, Esteban, Diana, y una pelirroja que debía ser la madre. Ninguno de sus hijos había heredado su cabello, Esteban tal vez tenía su color de piel, mientras que la de Diana era más como la de su padre.

Parecía ser una familia normal. No se les veía ni felices ni desdichados.

Observó a la mujer pelirroja e hizo una mueca cuando pensó que tal vez la que hubiese estado pintada allí podría haber sido su madre. No había conocido toda la historia, pero si era cierto que Jorge y ella se gustaban cuando eran jóvenes, ella pudo haber sido la señora de esta casa.

Ya no había vuelta atrás, se dijo. Las cosas habían resultado muy diferentes.

Se giró y encontró en una esquina de aquella sala un hermoso piano de cola color caoba tal como el resto del mobiliario de la sala. Se acercó y se sentó en el sillín sonriendo. De niño, su madre le había comprado un juguete de piano, que traía demos de canciones populares e infantiles. Había sido, con mucho, uno de los mejores regalos que le había dado, y de los más caros. Luego había crecido y lo fue dejando un poco olvidado, pues se habría visto muy raro que lo vieran tocando en un pequeño piano de sólo dos octavas y con figuras de colores.

Destapó las teclas y probó con la melodía que más le había gustado: “Danny Boy”.

Ah, precioso, pensó cerrando sus ojos, mientras sus dedos probaban con las teclas acertadas.

Sólo tocaba con una mano, pues no tenía ni idea de cómo acompañar. Tal vez podía preguntarle a Jorge si podía usar el piano. Encontraría en la biblioteca partituras y aprendería a leerlas, y así, podría mejorar su técnica.

Tal vez venirse a vivir a una mansión no era tan malo.

Se detuvo preguntándose si esto era egoísta. Para poder estar aquí, había sido necesario que su madre muriera.

Ni mil pianos finos palearían su dolor por su pérdida.

—No pares –dijo alguien a su espalda, y él se giró. Diana se acercaba con una radiante sonrisa y se sentaba en el lado izquierdo del sillín. Lo miró con sus ojos chocolates muy grandes—. Yo te acompaño y tú haces la melodía. ¿Vale?

—No. No tengo ganas.

—Vamos. Hace unos minutos lo estabas haciendo muy bien. Me sé esa canción, toquémosla.

—¿Tocas piano? –ella le mostró su blanca sonrisa, y con pericia, puso ambas manos sobre el teclado demostrándole que sabía manejarlo.

—Tengo don para las artes –sonrió ella mirando el teclado y elevando un hombro—. Sé dibujar, sé tocar el piano, y me gusta escribir.

—¿Qué escribes?

—De todo un poco –volvió a reír ella. Y Daniel la miró sorprendido cuando ella empezó la canción que antes él había tocado, pero de una manera mucho más profesional y segura. Pero claro, los niños ricos tenían la obligación de aprender a tocar al menos un instrumento musical, así, su gusto por la música se afinaba y podían hablar y alardear ante sus amigos con propiedad. Lo sabía de primera mano.

—Es una letra un poco triste, ¿no te parece? –preguntó ella, y Daniel asintió—. Tal vez alguien algún día te la dedique a ti, Danny boy—. Daniel se echó a reír.

—Mamá me decía Dan. Decía que Danny es más de chica.

—Ok, Dan boy. Las gaitas están sonando –él se echó a reír de nuevo identificando la letra de la canción y la miró con el corazón vibrando en su pecho. Estudió el teclado, y apoyó los dedos siguiendo la melodía mientras ella hacía el acompañamiento.

Las notas llenaron la sala, dulces y melancólicas. Diana lo esperaba cuando él de pronto fallaba en una nota, y él empezó a preguntarse si tal vez alguien lo esperaría a él tal como la persona que cantaba esa canción irlandesa esperaba al Danny boy. ¡Sería tan hermoso ser amado de esa manera!

Por el momento, ya había una persona fallecida que lo amaba y lo esperaba en el más allá.

—Aaah, ¡te gusta la música! –exclamó Diana cuando hubieron terminado, como si de repente hubiese encontrado un tesoro. Luego su sonrisa se tornó más bien triste y bajó la mirada—. Esteban dice que tocar es una pérdida de tiempo. Lo mismo que mi gusto por la pintura.

—Al parecer, Esteban dice muchas tonterías –Diana lo miró directo a los ojos con infinito agradecimiento y un poco sonrojada, pues no había esperado que este chico se pusiera de su parte. Volvió a dedicarse al piano y él la observó mientras ambos guardaban silencio, que era llenado por las dulces notas de la misma canción, que al parecer se había quedado en el corazón de ambos.

—La cena está lista –dijo Maggie, haciéndose oír por encima de los acordes. Diana abandonó el piano y se puso en pie.

—Vamos, papá odia que lo hagamos esperar.

—¿Yo? ¿En la mesa?

—¿No dijo papá que eres de la familia? Los miembros de esta familia cenan en la misma mesa. No es así, ¿Maggie?

—Hay un asiento dispuesto para ti –dijo Maggie asintiendo. Diana lo miró, y con la cabeza le señaló la puerta para que echara a andar. Daniel sonrió y la siguió.

Se sentó al lado de Esteban en la mesa, que estaba a la izquierda de Jorge y al frente de Diana. Él lo miró como si no debiese estar allí, pero no le prestó atención. Miró a estas personas preguntándose si de veras esta sería una familia para él de aquí en adelante.

Tal vez no debía soñar demasiado, pero tal como había aprendido en su corta vida, debía aprovechar y disfrutar siempre el presente, pues no sabías cuando la vida te volvería a cambiar.

Miró a Diana, que hablaba animadamente de cualquier cosa y pensó que definitivamente le gustaría vivir más momentos hermosos con ella. No sabía por qué, pero mirarla se había convertido en un placer. Y apenas la acababa de conocer

Report
Share
Comments
|
Setting
Background
Font
18
Nunito
Merriweather
Libre Baskerville
Gentium Book Basic
Roboto
Rubik
Nunito
Page with
1000
Line-Height