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C2 1

El restaurante no era tal. Era más bien un sitio de comidas rápidas y de dudosa presentación. Sus muebles viejos eran, sin embargo, acogedores.

Marissa entró mirando en derredor, hasta que vio al objeto de su búsqueda: Johanna Harris.

Ella era bonita. Su largo cabello oscuro estaba recogido en una cola de caballo y llevaba una gorra amarilla con el logo del restaurante. La camiseta blanca, que hacía parte del uniforme, se ajustaba a su figura de forma graciosa. Ella era hermosa y curvilínea, y estaba trabajando aquí, tal vez de mesera, tras haber renunciado a su empleo en la empresa de Simon.

Miró otra vez en derredor tomando aire y reafirmando su decisión de hacer lo que había venido hacer. Ella tardó un poco en notarla, pues revisaba unos papeles que parecían ser facturas y cuentas con un compañero uniformado con gorra amarilla y camiseta blanca al igual que ella. Parecían muy concentrados, pero al fin la notaron. El sitio estaba prácticamente solo, y ella resaltaba en el lugar como un parche de lentejuelas en un saco de sarga.

Johanna salió de detrás del mostrador luego de susurrarle algo a su compañero y salió a su encuentro.

—Señorita Marissa –la saludó, mirándola aprensivamente. Tal vez pensaba que le iba a hacer alguna especie de escándalo. Qué poco la conocía.

—Hola, Johanna… no estaba segura de poder encontrarte. ¿Podemos hablar?

—Bueno, ahora estoy algo ocupada…

—Te esperaré. No tengas prisa.

Johanna la miró con una pizca de desconfianza, y Marissa no la culpaba; encontrarse con la mujer cuyo novio habías besado, y que te había capturado infraganti en el acto, despertaba ciertos resquemores. Sin embargo, Johanna asintió y volvió detrás del mostrador, junto con su compañero, y siguió ocupándose de los papeles que antes tenía en las manos.

Marissa se sentó en una de las sillas desocupadas, y había muchas, pues ya había pasado la hora del almuerzo. Imaginó que lo que hacían ahora era organizar las cuentas.

Minutos después Johanna regresó, mientras el otro ponía en orden algo detrás del mostrador.

—¿Quiere que vayamos a algún lugar?

—No, para lo que tengo que decirte, este sitio es tan bueno como cualquiera—. Ante eso, Johanna no dijo nada, sólo lanzó una mirada a su compañero detrás de ella y se sentó en la silla frente a Marissa. Ésta la observó por un momento. En un principio pensó que ella empezaría disculpándose por haberse enamorado de su novio, haberlo besado y puesto así en peligro su relación, pero ella simplemente la miró con una serenidad envidiable.

—Vengo sólo a hacerte una pregunta.

—Dígame.

—¿Amas a Simon? –La tomó por sorpresa, pues la miró fijamente abriendo bien sus ojos marrones.

—Señorita Marissa… no creo que…

—Sí o no. Es una respuesta sencilla. Dímelo—. La chica guardó silencio tercamente, y Marissa siguió—: Si él no fuera el hombre rico y poderoso que es, si tan sólo fuera… —miró en derredor para inspirarse— no sé, como ese chico de allá, tu compañero de trabajo aquí. Si Simon no hubiese estado comprometido para casarse, ¿tú… estarías con él?

Johanna cerró sus ojos.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Contesta, por favor.

—¿Qué ganará con eso?

—Si gano o no gano algo, es asunto mío; sólo te pido que contestes a una simple pregunta.

—Es que no es tan simple, ¿ve? Porque, de todos modos, Simon es lo que es—. “Simon”, notó Marissa. No el señor, ni el joven Simon—. Es el presidente de una importante corporación –siguió Johanna—, lo que lo hace rico y poderoso, y está comprometido con una mujer que aparte de ser igual de rica a él es hermosa… y una buena persona.

—Si él no estuviera prometido… —insistió ella tercamente.

—Pero lo está—. Johanna golpeó la mesa, como si zanjara la cuestión. Marissa vio brillar sus ojos. En ellos había angustia… y desesperación; había perdido la serenidad de hacía unos momentos.

—¿Lo amas? –Johanna gruñó y maldijo por lo bajo—. ¿Lo amas, Johanna? –los ojos de Johanna se humedecieron, guardando un terco silencio. Marissa suspiró—. He liberado a Simon de la promesa que me hizo –dijo. Johanna la miró cautelosa—. He hablado con mi padre también. Simon y yo ya no estamos prometidos –eso fue una sorpresa para ella, que abrió grandes sus ojos—. Pero él es tan caballeroso y correcto –rio Marissa— que se cree obligado a continuar con su papel. Sé que no lo hace sólo por lealtad, aunque hay mucho de eso… Lo hace porque cree que perdió toda posibilidad contigo. Cree que lo odias, y que eres incapaz de perdonarlo.

—Eso no es así. Yo…

—¿Lo amas?

Johanna cerró sus ojos, sacudió su cabeza, como si quisiera despejarse y luego dijo:

—Con todo mi ser. Cada día que pasa, con cada latido de mi estúpido corazón—. Marissa sonrió. Justo la repuesta que quería.

—Entonces perdónalo.

—¿Qué?

—No es un hombre infiel. Se enamoró de ti porque… porque esas cosas pasan. Admitió que planeaba terminar su relación conmigo en cuanto nos viésemos, pero yo… bueno, llegué de sorpresa y pasó lo que ya sabes—. Marissa apretó sus labios antes de seguir—: Sé que te quiere de verdad. Habría tenido que enfrentar a su familia por estar contigo, pero estaba dispuesto, y lo único que lo separa de ti ahora es la creencia de que estás tan disgustada con él que no lo perdonarás –ante eso, Johanna se mordió los labios—. Ahora mismo está en su casa –siguió Marissa—. Ve por él –y como reafirmando sus palabras, puso sobre la mesa un juego de llaves. Johanna las miró con avaricia y empezaron a brillarle los ojos de pura anticipación. Se puso en pie lista para salir corriendo, pero enseguida la miró, otra vez con la desconfianza pintada en el rostro.

—Un momento… ¿Por qué hace esto? –Marissa sonrió de medio lado.

—Porque si me casara con él, estaría haciendo infelices a tres buenas personas. Y no nos lo merecemos. En cambio, si me retiro del cuadro, por lo menos dos de esas personas serán felices, y vale la pena—. Marissa también se había puesto de pie. Johanna notó una vez más su estatura, su elegancia, su belleza. Y ahora, comprobaba, su corazón.

—Si él no me acepta, su renuncia habrá sido en balde.

—Él te aceptará… y no se puede renunciar a algo de lo que no eres dueña.

Johanna miró hacia la salida como aturdida. Marissa pudo seguir fácilmente su tren de pensamientos. Simon, una vida con él, una posibilidad. Johanna la miró otra vez con su mirada tan transparente.

—¿Qué… qué puedo decirle?

—¿Gracias? –sugirió Marissa.

—No. Cualquier cosa que diga ahora… serán meras palabras. Algún día se lo podré agradecer como es debido.

Marissa se encogió de hombros.

— Sólo hazlo feliz, de lo contrario, tendrás en mí algo peor que una enemiga.

Johanna la miró fijamente con un nuevo respeto, sin embargo, sonrió, como si no esperara menos de ella. Tomó las llaves que le había ofrecido Marissa y se quitó la gorra dejándola en el mostrador. Dijo algo rápidamente a su compañero de trabajo mientras se arreglaba el cabello y salió de allí disparada a encontrarse con su hombre.

Marissa sintió el suelo hundirse bajo sus pies. Literalmente. Las mesas, las sillas, los cuadros oscilaban. Manoteó buscando un apoyo, pero no lograba asirse de nada. Oh, Dios, iba a caer al suelo.

No lo hizo. Unos brazos sorprendentemente fuertes la sostuvieron y la llevaron de vuelta a su silla. Le ofrecía algo de tomar, pero ella sólo negaba. Sentía náuseas. ¿Ahora… por qué esa debilidad? ¿Por qué estaba a punto de desmayarse?

—Respire profundo, por la nariz –dijo una voz grave a su lado. Ella obedeció—. Eso es. No se mueva—. Como si pudiera.

Marissa mantuvo sus ojos cerrados y recostó la cabeza en el espaldar de la silla. Escuchó a alguien hablar a lo lejos, pero no prestó atención. Se alarmó un poco cuando sintió las cortinas metálicas del restaurante cerrarse. Dentro todo había quedado oscuro.

—¿Qué sucede?

—Estoy cerrando el sitio –contestó la misma voz de antes—. Usted no se siente bien. Déjeme acompañarla hasta su auto—. Le tendió una mano para que se apoyara, pero la rechazó. Se puso en pie sólo para volver a sentir ese vaivén. El hombre volvió a sostenerla. Esta vez se apoyó en su hombro sin ningún reparo.

—No sé qué me sucede.

—Se le pasará –aseguró el hombre.

Él le pasó la mano por la cintura para que se apoyara. Marissa se sentía tonta y débil, pero a la vez, agradecida. Salieron por la puerta de personal, y se encaminaron a su lujoso auto aparcado justo frente al restaurante. Marissa lo miró sintiéndose incapaz de conducir hasta su casa. El hombre pareció leerle el pensamiento, porque dijo:

—Tal vez deba llamarle un taxi.

—¿Un taxi? Ni loca.

—Pero no podrá conducir así.

—No. Tampoco quiero dejar mi auto aquí…

—Entonces… Si me permite, yo puedo llevarla hasta su casa, o a donde tenga que ir.

Marissa lo miro a la cara por primera vez. Santa… madre. El hombre tenía estatura, cuerpo, y una cara hermosa… lo reconoció como el compañero de trabajo de Johanna, sólo que… de cerca y sin esa gorra amarilla era guapo… guapo de verdad.

—Mi nombre es David –se presentó él, pero Marissa seguía en el limbo—. Puede confiar en mí, aunque no me conozca. Aunque bueno, sabe dónde trabajo y que soy amigo de Johanna, si quiere volver a encontrarme.

Ella asintió, aunque a duras penas había escuchado un tercio de lo que dijera. Haciendo un esfuerzo, analizó sus sentimientos en ese momento; se sentía profundamente triste por lo que acababa de hacer. Ok, era lo más correcto, pero eso no indicaba que tenía que hacerla feliz, y realmente, estaba cansada de ser siempre ella la que saliera perdiendo en todo, sobre todo en estos temas sentimentales. Enamorarse era un tremendo problema.

Miró al hombre que la sostenía, y extrañamente, no sintió desconfianza. Ninguna alarma dentro que le previniera, ningún olorcito que le indicara que se alejara; por el contrario, inspiraba cierta seguridad.

Él no había mirado su escote, o sus piernas, o su costoso bolso, simplemente la trataba como a alguien que necesitaba ayuda.

Eso no le pasaba muy a menudo con los hombres. Ni con las mujeres, si era sincera. Siempre había llamado mucho la atención. Era rubia natural, de esas rubias de cabello largo y abundante; su cutis siempre lo comparaban con la piel de un melocotón, suave, terso, bronceado, y sus ojos eran azul pálido. La típica belleza americana, sólo que ella había heredado los genes suizos de su madre.

Su ropa siempre iba orientada a resaltar su figura sin parecer vulgar, y la blusa azul celeste que llevaba ese día, sin duda alguna, le resaltaba los ojos… y este hombre la miraba como si… como si nada.

No debía alterarla, no importaba. Era el compañero de trabajo de Johanna, por Dios, ¿por qué esperaba que se desmayara al verla? La que estaba a punto de desmayarse era ella.

David la condujo suavemente a su auto. Marissa le entregó la llave y él desactivó la alarma. Junto con ese sonido, Marissa tuvo una extraña consciencia. Su vida había cambiado, tan cierto como que le estaba permitiendo a ese extraño conducir su auto hasta su casa. Su vida no volvería a ser la misma que hasta el momento; había cambiado irrevocablemente y para siempre.

David nunca había conducido un auto como ese.

Miró a la dueña a su lado.

Del mismo modo, nunca había pasado tanto tiempo al lado de una mujer como esa. Se sentía como en la dimensión desconocida. Como si en cualquier momento fuera a despertar para seguir siendo el encargado de un restaurante en su barrio.

Sonrió. Esto era un simple paréntesis en su realidad. Después de todo, seguía siendo el encargado de un restaurante en su barrio.

Se detuvo en un semáforo y vio a dos hombres en una esquina admirar el auto, luego, a la chica digna de una portada de revista asomada a la ventanilla. Inmediatamente, y como era de esperarse, los hombres movieron la cabeza para tratar de ver al afortunado, afortunadísimo, que iba al volante. Ah, sí. El dudoso afortunado era él, aunque sólo estaba haciendo las veces de chófer. David sonrió y metió el cambio con soltura cuando el semáforo pasó a verde.

Su vida no se componía de coches de cientos de miles de dólares, ni de chicas más caras aún. Su vida era más bien levantarse a las cinco de la mañana para abrir un restaurante, desocuparse a la media tarde para salir corriendo a la universidad; regresar a casa luego de las nueve, besar a su abuela, a su hermana, contar una que otra anécdota de su día para que no se sintieran excluidas de su vida, y marchar a la cama a dormir, para poder levantarse despejado al día siguiente otra vez.

Sí, esa era su vida.

Pagar las cuentas del arriendo, los servicios, la alimentación, la universidad, el colegio de Michaela, las medicinas de Agatha, su abuela. Ah, y no cuentes que tu hermana era una adolescente de dieciséis años que requería ropa, zapatos y maquillaje, pues estaba en esa edad; accesorios para el cabello, esmalte para las uñas… Michaela era una niña buena, y para nada exigente. Pero él quería que tuviera una adolescencia normal, como las demás chicas de su escuela.

Miró de nuevo a la despampanante mujer a su lado. Jamás, jamás en la vida, lograría mantener a una mujer de “Alto Mantenimiento” como ella. Jamás. Estaba seguro de que sólo su bolso costaba lo que su salario mensual.

Él era más bien de la clase obrera, en un país que, si bien era originario del sueño americano, no siempre se realizaba entre los que soñaban. Él tenía los pies sobre la tierra. Él era más sensato.

Marissa bajó de su Mercedes blanco aún algo mareada. Pensó en que a lo mejor todo ese ir y venir de los objetos que se suponía estaban quietos se debía a no haber comido nada desde el día anterior.

Cúlpame.

No lo había hecho porque simplemente no le había dado hambre.

Cuando pensó en subir hasta su pent-house ubicado en el veinteavo piso le volvió a dar mareo. Afortunadamente, allí estaba su salvador para sostenerla.

—La acompañaré arriba—. Wow, sip. Esa no era una sugerencia, simplemente la declaración de un hecho.

Mientras salían del parqueadero privado, Marissa miró de nuevo al hombre a su lado y esta vez se fijó un poco más. Le llevaba más o menos una cabeza, era de hombros anchos, aunque algo delgado. Tenía los ojos cafés con pintas verdes, el cabello castaño largo al cuello y la piel más clara que la suya. Oh, sí, el hombre era atractivo.

Y ella se estaba sintiendo atraída, atraída en el sentido animal. El tipo estaba bueno, ella tenía el corazón roto… qué… destrozado, y aquí estaba, al lado de un hombre que probablemente jamás volvería a ver.

Nunca había sido partidaria del sexo frívolo. Desde la escuela, la mayoría de sus compañeras habían sido unas promiscuas de primera y nunca estuvo de acuerdo con esa filosofía de vida. Ella sólo se había entregado a un hombre, y éste, probablemente, ahora estaba en los brazos de otra. Bueno, ella misma lo había empujado allí. Pero ahora era diferente. Después de pasar toda una vida comprometida con un hombre, ahora se hallaba con que no tenía para quien reservarse, no tenía a nadie a quien guardarle fidelidad, y este hombre estaba aquí, y estaba más bueno que una lluvia en el desierto, y ella tenía unas ganas terribles de empezar a portarse mal.

Hizo girar su llave en la cerradura, fingió otro pequeño mareo y con eso lo obligó a entrar con ella. Ante todo, era un caballero, y parecía que de veras le interesaba que estuviera bien. Bueno, ella sabía un modo en que podía hacerla sentir mucho mejor, ya iba a ver.

Caminó hasta una de las habitaciones del primer piso, mientras su salvador (¿cómo era que se llamaba?) miraba en derredor como embobado con su mobiliario; sí, sí, que se distrajera. Dejó la puerta abierta y empezó a desnudarse. Ella era hermosa, lo sabía. Un hombre sexualmente sano nunca la rechazaría; menos uno como él, que seguramente nunca había tenido la oportunidad de estar con una mujer como ella. Tenía la victoria asegurada.

David quedó un tanto sorprendido por tanta elegancia. Los muebles, los adornos, el piso de parquet, tan abrillantado y encerado que parecía un espejo; el ventanal, que al estar en un veinteavo piso le daba una buena panorámica de la ciudad… era todo de primerísima calidad. Nunca había pisado un sitio así, y ahora se sentía un poco cohibido.

Se descubrió solo y caminó en busca de la chica para despedirse. Ya estaba a salvo en su casa, su labor como chófer y guardián había terminado. Era hora de volver a la vida real.

Se sorprendió terriblemente cuando la vio.

Santa… madre de los angelitos desnudos. La mujer estaba tal y como Dios la trajo al mundo, totalmente desnuda, excepto por sus sandalias de tacón alto y una cadena de oro en el cuello. La boca se le secó, y el corazón se le saltó un latido. Era hermosa más allá de toda lógica, la ganadora de la lotería genética. Sus senos eran redondos, pequeños, pero hermosos, firmes. Era increíble que tuviera una cintura tan estrecha y un abdomen totalmente plano, ¿acaso no comía? y un ombligo que… no, él no iba a mirar allí, él no… Vaya por Dios.

No se dio cuenta de que ella se le había acercado, y ahora rodeaba su cintura con sus brazos y le besuqueaba el cuello. Él no estaba muerto, por Dios, y hacía rato no estaba con una mujer; ya sabes, los compromisos, el trabajo, el estudio, la familia…

En un acto de caballerosidad, intentó retirarla, pero al poner sus manos en su desnuda piel, su determinación flaqueó. ¿Por qué no? Ella era exquisita, y se estaba ofreciendo en bandeja de plata.

Pero ésta era una mujer que acababa de renunciar al hombre que amaba y se lo había entregado, por no llamarlo de otra manera, a Johanna, su compañera y vecina. Acababa de verla empujar al hombre con el que había estado comprometida toda la vida a los brazos de otra en un acto de terrible bondad y valentía. Era posible que ahora quisiera reafirmar su feminidad y atractivo entregándose a un desconocido. Pero él no la quería así.

Por Dios, ¿qué estaba pensando? Ella era hermosa, e increíblemente sexy, y sus inquietas manos ahora mismo estaban explorando su pecho, bueno, una, porque la otra iba directa a su…

—No.

Le tomó ambas manos e intentó mirarla a los ojos. Ella no hizo caso, y forcejeó para liberarse y volver a acariciarlo, pero entonces él se alejó un paso negando con su cabeza.

—Eres hermosa, sexy, e irresistible, créeme. No necesitas hacer esto para reafirmarlo.

—¿Y qué importa si quiero hacerlo?

—No, Marissa.

Oh, Dios, él sabía su nombre, pensó Marissa, y fue como si del techo le cayera un balde de agua fría. De algún modo, eso hizo todo aquello más… personal. De esta manera, este episodio no podía pasar por “anónimo”.

—No debo ser tan sexy –dijo entre dientes—, si un hombre joven, hermoso y sano como tú me rechaza.

—Sé por qué quieres hacerlo, y créeme, las razones son equivocadas.

A ella se le empañaron los ojos. Negó sacudiendo su rubio cabello y volvió a la carga, tocando, frotando, acariciando. David soltó un siseo.

—Marissa, eso sólo será un alivio temporal… mañana te sentirás terrible. Créeme—. Ella lo alejó de un empujón con toda su frustración a flor de piel. Un simple encargado de restaurante la rechazaba. ¿Qué más le faltaba por experimentar?

Sin importarle ya nada, caminó hasta la cama y se tiró en el colchón boca abajo sin preocuparse por cubrirse. Tenía la garganta cerrada y se dio cuenta de que no podía llorar por la misma vergüenza y la ira; se sentía fea, descolorida e indigna.

—¿Podrías irte? –le pidió, cubriéndose el rostro con el brazo para que él no la viera. David se rascó la cabeza mirando a otro lado. Caramba, ser un caballero era taaan difícil. Se acercó lentamente a ella. Tomó una esquina del edredón y la cubrió—. No te necesito –insistió ella—. Vete.

Él asintió, arrepintiéndose tal vez de haber dejado ir esta oportunidad. Le venía bien, pensó ella. Ojalá tuviera pesadillas con ella por un buen tiempo, por idiota.

Cuando él se fue, y se escuchó la puerta principal al cerrarse, Marissa al fin pudo llorar.

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