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C4 3

David observó a Marissa huir casi con la misma premura con la que había salido anoche del bar, y Hugh sólo lo miró sonriendo, como pidiéndole que disculpara la mala educación de su hija.

No podía creer su suerte. Él había tenido el “buen” tino de cruzarse en el camino de la hija del que sería su jefe más importante. La hija de Hugh Hamilton.

Qué raro era el destino.

Había entrado a trabajar aquí hoy porque sus profesores en la universidad lo habían recomendado expresamente a él para una necesidad muy particular que tenía este importante hombre de negocios.

Hugh Hamilton era muy conocido; su empresa era muy conocida. De él se sabía que iba rozando los sesenta y que era activo, saludable para su edad, viudo desde hacía muchísimo tiempo, y con decisiones muy acertadas en cuanto a dinero se refería. Se había entrevistado con él en un sitio privado unas semanas antes y habían hablado largamente de sus capacidades, aunque también de su falta de experiencia en el campo laboral en el que ahora entraría. Pero su falta de experiencia había sido más bien el aliciente que Hugh necesitaba para contratarlo. Había dicho algo como: “necesito mentes frescas, despejadas y actualizadas”, y lo había contratado.

Ahora, antes de esta reunión, habían estado caminando por todo el edificio mientras hablaban, y le había contado algunos detalles más exactos acerca de lo que de él esperaba. Le había pedido que asistiera a la reunión y allí la había visto, a Marissa, la hermosa mujer que anoche no lo recordó, y que ahora deseaba cualquier cosa menos pisar el mismo suelo que él. Bueno, no se podía ir; necesitaba este empleo, quería este empleo.

Ivanov, el ejecutivo que se había quedado más tiempo que los demás, lo miraba con cierto recelo, pero no le importaba mucho.

Tenía un don, y era saber qué clase de ser humano era una persona con sólo verla una vez, y este hombre, que usaba un traje hecho a medida de un paño que de seguro no podía mojarse porque se echaba a perder, y que en su muñeca izquierda llevaba un Rolex de oro, tenía en la mirada la petulancia de alguien que se sabe superior.

Hizo una mueca concentrándose de nuevo en Hugh. La única opinión que le importaba ya estaba dada. Sólo quedaba trabajar y demostrar sus capacidades.

—David –Lo volvió a llamar el señor Hamilton, y él lo miró de nuevo. Viktor salió de la sala de juntas dándose cuenta de que a nadie le importaba lo que él pensara—. No prestes atención a lo que digan o dejen de decir –dijo el jefe—. Yo te necesito—, puso una mano en su hombro, mientras, por una puerta privada entraba a su propio despacho, más grande y más lujoso aún—. De ahora en adelante, deberás ser mis ojos y mis oídos. Todo lo que suceda en H&H y que a ti te parezca medianamente fuera de lugar me lo harás saber; si desconfías de alguien, si alguien no te gusta… necesito tu mente y tus intuiciones.

—¿Y qué pasa con su mente y sus intuiciones, señor? –preguntó él a su vez.

—Ah, estoy paranoico, así que estoy teniendo demasiadas intuiciones últimamente, no puedo confiar en ellas—. David lo miró inexpresivo, lo que le provocó risa a Hugh—. No me falles –le pidió, y acto seguido, abrió un cajón de su escritorio para sacar de él los papeles de su contrato laboral, y David se sentó en frente suyo para ojearlos y firmarlo.

Luego de salir de su despacho, una bonita secretaria le había indicado la pequeña y estrecha oficina en la que habría de trabajar. Por lo menos tenía oficina y no un cubículo como los demás. Le dieron un tour por las diferentes dependencias, y le hablaron de los beneficios y privilegios que tenía como empleado directo de H&H. Hubo un intercambio de papeles y documentos con el encargado de recursos humanos, y David salió de allí con su nuevo carné de empleado.

Miró en derredor las diferentes oficinas. ¿Cuál sería la de Marissa?

¿Y a él que le importaba?, pensó de inmediato. ¿Acaso a ella le importaba él? Había salido de la sala como si alguien le fuera a contagiar la peste bubónica.

Oh, había tenido una muy buena primera impresión de ella hace un año, renunciando a un hombre para que otra mujer fuera feliz y todo ese cuento. Luego, se había asegurado de quedar grabada a fuego en su mente al desnudarse ante él, y ahora salía como el correcaminos cada vez que estaban en la misma estancia. Sip. Geeeenial.

David entró a su oficina para encontrarse con el objeto de sus pensamientos detrás de su silla giratoria. Ella se retorcía los nudillos de los dedos y tenía en el rostro una expresión que era entre suplicante y aterrada.

—Vaya, señorita Hamilton…

—Mira, siento mucho lo de anoche –empezó a decir ella con voz vacilante—, yo…

—¿Lo de anoche?

—Sí, verás… no fue intencionado. En realidad, no te recordaba. No recordaba tu cara o tu nombre… no fue adrede—. Él hubiera preferido escuchar que había sido grosera y lo había ignorado con toda intención. Miró el escritorio en medio de los dos, vacío; sólo un iMac reposaba en una esquina.

—Tranquila, no es nada. Pasa a menudo.

Marissa no se dejó engañar por ese tono tranquilo.

—¿Lo contarás? –Él la miró fijamente—. ¿A mi padre? ¿A alguien? ¿Lo contarás? –Se asustó un poco cuando lo vio apretar los dientes y un músculo le latió en la mejilla.

—No soy un chismoso, señorita –gruño él, y Marissa se dio cuenta de su paso en falso. Respiró profundo un par de veces.

—Perdóneme.

—No hay nada que perdonar. Estese tranquila. Ese mal trance quedará tan enterrado como un muerto. Nadie lo sabrá jamás.

Ella debía sentirse más tranquila. Realmente, debía. Pero por alguna razón, verlo molesto la inquietaba.

—Creo que nunca le agradecí… lo que hizo por mí esa vez.

—Sí, claro. Se habría arrepentido terriblemente después—. Ella asintió con la angustiante sensación de que cada vez que abría la boca empeoraba las cosas. Dio unos pasos hacia adelante, pasó por su lado y llegó a la puerta. No se atrevía a salir. Había algo tranquilizador en la presencia de este hombre; aunque ahora se limitaba a llamarla “señorita Hamilton”, como si fuera un desconocido.

Técnicamente lo era, ¿no?

Se demoró un poquito más en la puerta y lo observó sentarse en la silla giratoria y encender el iMac.

—Puedo… Puedo preguntar ¿cómo consiguió este empleo?

Él la miró fijamente con sus ojos café verdoso, como sopesando si responderle o no. Al final se decidió y habló:

—Acabo de terminar un máster en economía. Obtuve muy buenas notas, y mi proyecto final fue laureado. Su padre necesitaba a alguien como yo, y en vez de buscar entre sus amigos y conocidos, fue a mi facultad. Mis profesores me recomendaron.

Y fin de la historia, notó Marissa. Él había contado aquello como si más bien lo recitara. Sin embargo, sólo asintió, buscando inconscientemente el modo de permanecer más tiempo en esa pequeña oficina.

—Debió ser muy brillante —dijo. Él la miró otra vez. No había vanidad en su mirada, ni afectación, o jactancia.

—Soy muy bueno en lo que hago, señorita Hamilton—. Y con esa enigmática frase suspendida en el aire, se concentró en su trabajo ignorándola de un modo pasmoso.

Marissa entró a su oficina entumecida mentalmente. Soy muy bueno en lo que hago. Estaba segura de que no se refería sólo al trabajo, había soltado la frase con toda intención, recordándole lo que había pasado hacía un año. Aunque realmente no había pasado nada, y había sido gracias a él, y ahora se comportaba como si todo fuera culpa de ella.

Su secretaria interrumpió sus pensamientos cuando le habló por el teléfono para recordarle una llamada que tenía por hacer.

Concéntrate en el trabajo, se dijo, tú también eres buena en lo que haces.

Marissa conducía su Audi camino a las oficinas de H&H, pero se detuvo frente a un local para comprar un café y unos bizcochos para desayunar en la oficina. Podía dejarle la tarea a su secretaria, pero aún era temprano, y ella podía hacer el trabajo sin problemas.

Sí, claro.

A la salida del local, de camino a su auto, alguien pensó que su bolso era muy bonito y lo haló con fuerza de su brazo. Marissa no lo soltó, y empezó a gritar a todo pulmón. El café que llevaba en la mano se derramó en medio de los dos mojándolos a ambos con el líquido caliente. El hombre empezó a arrastrarla tirando del bolso, incluso utilizó sus pies y enormes zapatos para convencerla de que soltara. Marissa no se quedó atrás y con sus tacones empezó a atacar sus canillas.

De repente, y sin previo aviso, el ladronzuelo de bolsos fue despedido a varios metros de distancia. El hombre se puso en pie, miró en dirección a ella con horror, y sin perder tiempo, salió de allí corriendo. Marissa se puso en pie con la ayuda de alguien. A su alrededor, empezaba a congregarse un grupo de gente que le preguntaba si estaba bien. Miró abajo. Sus rodillas estaban destrozadas, las piernas y los tobillos raspados por el pavimento. Pero su bolso estaba a salvo, apretado contra su regazo.

—¿Qué es eso tan valioso que tienes allí que no lo podías soltar? —Marissa miró directamente al dueño de esa voz. Ya no la sorprendía. Al parecer, alguien, en algún lugar, había decretado que David Brandon sería su salvador.

—Casi nada –contestó, molesta—. Sólo mis documentos, las llaves del auto y mis tarjetas de crédito. Ah, y unos papeles muy importantes de la oficina.

Marissa empezó a cojear hasta su auto. Se recostó en él mirando el daño en la piel de sus rodillas y tranquilizando a todos asegurando que estaba bien. Alguien le ofreció curarla, y ella rechazó diciendo que en las oficinas donde trabajaba había un botiquín de primeros auxilios. Al verla morderse los dientes y tocarse una raspadura especialmente fea, David le extendió la mano pidiéndole las llaves.

—Si logramos entrar antes que el resto de personal de la empresa, evitaremos las preguntas y comentarios –dijo, y Marissa asintió pasándole las llaves de su auto. Iba a dar la vuelta para sentarse en la silla del copiloto, pero se vio alzada; David había decidido subirla él mismo al auto. Aunque no le pidió permiso, él fue sumamente cuidadoso con ella y sus heridas, luego le dio la vuelta al Audi y se puso al volante. El hecho de que él condujera su auto mientras ella iba herida a su lado, se estaba volviendo el leitmotiv de su vida.

—¿Qué pasó con el Mercedes? –preguntó él girando la llave.

—Lo cambié.

—Vaya—. Ella lo miró como esperando que él dijera algo más, pero David sólo maniobró para salir de nuevo a la calle.

Ya en las oficinas, la llevó hasta la enfermería sin decir palabras, la hizo sentar en la camilla; revolcó en algunos cajones que indicaban Primeros Auxilios y sacó unos tarros y algodones. No habían podido evitar que la recepcionista o el vigilante se dieran cuenta, pero el piso seguía un poco solo, así que aún disponían de un poco de privacidad.

—¿Qué vas a hacer?

—Curarte—. David sacudió su cabeza como si la pregunta hubiese sido muy tonta, empapó el algodón con una sustancia negra, y empezó a aplicarla sobre los raspones. Marissa lo observaba evitando quejarse.

—Parece que debo contratar un guardaespaldas—. Él volvió a negar.

—Sólo debes tener más cuidado. Tuviste suerte de que ese delincuente no fuera armado. Podía haber sacado una navaja, o algo peor… —Hizo una mueca dedicándose a la herida en el tobillo.

Marissa lo observaba atentamente, con la tentación de tocar su cabello. Él estaba arrodillado en el piso atendiendo sus heridas… Ah, sí, qué romántico.

La puerta se abrió abruptamente y Hugh Hamilton entró como una tromba.

—¿Qué es eso de que te atacaron y estás herida? –David dejó su labor de enfermero y se puso en pie.

—Hola, papá. No es nada serio, ya David se está ocupando…

—Niña, por Dios, no vuelvas a darme un susto de esos—. Dijo alzando poco a poco la voz hasta casi convertirla en un grito—. En primer lugar, ¿qué hacías tú sola por la calle?

—Fui por un café. Y es temprano, nunca sospeché que los delincuentes madrugaran a trabajar.

—La ocasión es la que hace al ladrón y tú diste una muy bonita oportunidad. Por favor no me vuelvas a hacer eso, Marissa, ¡ten más cuidado! –Marissa se levantó y caminó cojeando hacia él.

—Estoy bien, papá. No te preocupes. –David vio al padre abrazarla aún con el terror en la mirada.

—Eres lo único que tengo, Marissa. Me volvería loco si te pasa algo… —Incómodo por presenciar esa escena, David empezó a retirarse, pero entonces Hugh lo detuvo con la mirada—. Parece que tengo que agradecerle el haber ayudado a mi hija –le dijo al cabo.

—No fue nada. Cualquiera lo hubiera hecho—. Hugh asintió, y mirando las piernas de su hija, dijo:

— Haz que te traten esas heridas en un hospital.

—No exageres. Ya David las atendió, y pronto estarán muy bien.

—Deberías usar ropa más cubierta, ¿ves lo que te pasa…? —Marissa torció los ojos sacudiendo su cabello mientras escuchaba el sermón. Salió de la cocina apoyada en su padre, haciéndole mimos para que se tranquilizara.

A la media mañana, ya el asunto era de conocimiento público. Algunos aduladores habían hecho llegar flores a la oficina de Marissa, como si estuviera de muerte en un hospital, y una de las secretarias se había encargado de traerle su café y ropa limpia. David se había encerrado en su pequeña oficina para no tener que seguir contestando a las preguntas curiosas de todos. Estaba tratando de ignorar los ruidos de afuera cuando tocaron a su puerta y ésta se abrió. Marissa entró con su falda un poco alzada para que no rozara las raspaduras de la rodilla.

—Eh… —sonrió y se rascó la cabeza—. Quería… agradecerte… como parece que es mi misión… por lo que hiciste allá afuera, y luego en la enfermería.

—De nada.

—No, no… me refiero a… Bueno, me preguntaba si ahora que sea la hora de almorzar, podías ir conmigo—. Eso no sonaba como una invitación, pensó David; entiéndase: el que invita paga, sino más bien como un tú pagas lo tuyo, yo lo mío. Y seguro que en cualquier restaurante que ella eligiera, el plato más económico costaría lo que toda su ropa entera. Y él no podía; estaba contando las monedas para que le alcanzara para movilizarse todo el mes. Además, su abuela había optado por empacarle el almuerzo mientras recibía su primera mensualidad y para que no gastara de más en los restaurantes circundantes, y el susodicho reposaba en la esquina más alejada del escritorio.

Sin embargo, rechazarla estaba fuera de toda opción, así que tendría que recurrir a un préstamo. Asintió simplemente, y se quedó mirando la puerta cuando ella salió. He aquí una clara muestra de por qué hombres como él no tenían permitido soñar con mujeres como ella. Era imposible.

Se salvó de pedirle prestado dinero a un amigo cuando, luego de una extensa reunión, fue obvio que no podría cumplir la cita a Marissa, pidió unos minutos y se encaminó a la oficina para comunicarle la situación. No quiso entusiasmarse mucho cuando la carita de ella reflejó decepción.

Cuando la reunión terminó, ya no había nadie en el piso.

Ya a esa hora tenía un hambre canina, así que fue hasta la pequeña cocina que había al lado de la enfermería y metió su almuerzo en el horno microondas para calentarlo; regresó a su oficina para sentarse y comer sin que nadie lo molestara y entonces, Marissa volvió a entrar.

—¿No fuiste a almorzar? –le preguntó al verla. Ella se mordió los labios.

—Decidí esperarte.

David la miró extrañado. ¿Por qué ese afán de comer con él? Ni que le debiera la vida—. Vaya, traes tu almuerzo de casa –comentó ella al ver su fiambrera—. Ingenioso.

—Sí -contestó David en tono seco-. Bastante.

—Qué buena idea—. Tomó su teléfono e hizo una llamada a un restaurante, al que pidió comida como para el almuerzo y la cena juntas –En veinte minutos –anunció ella, cortando la llamada y sonriendo.

—¿Almorzarás aquí?

—Oh, perdón… ¿Te molesta?

—No lo digo por eso.

—Bueno, es que… íbamos a salir, pero tu reunión se alargó y… esto es una especie de compensación.

—Marissa, no me debes nada. No tienes que hacer nada para agradecerme el haberte salvado de ese ladrón –Marissa lo miró mordiéndose el lado interior de su labio. Al verla así, David se recostó en su silla, respiró profundo y volvió a tapar su comida para que no se le enfriara mientras llegaba el pedido de ella. ¿Qué estaba haciendo? ¿Era tonto acaso? Antes, durante todo el año pasado, había deseado un momento así con ella. Ahora tenía la ocasión y él no hacía sino rechazarla—. Está bien, comamos juntos –dijo sonriendo un poco avergonzado de sí mismo y Marissa correspondió a su sonrisa con otra aún más hermosa.

Empezó a curiosear en su oficina. Él casi no había tenido tiempo para decorar, o poner demasiados objetos personales, sólo una fotografía donde aparecían él y Michaela, y que ella le había insistido para que la llevara. Marissa se acercó mirándola, y señalándola, preguntó:

—¿Es tu novia?

—Más bien mi hermana –respondió él—, y sólo tiene diecisiete.

—Ah… Yo no tengo hermanos –contestó ella—. Mamá murió cuando yo tenía dos años, así que no le dio tiempo de darme hermanos.

—Lo siento—. Ella se alzó de hombros, como si aquello ya no tuviera importancia— Yo también perdí a mis padres –siguió él, y ella se giró a mirarle—. Un accidente.

—Terrible.

—Sí, lo fue. Mi hermana y yo pasamos a vivir con mi abuela materna… no fue fácil.

—No, eso nunca es fácil. Yo por lo menos estuve en un internado con mis amigas; papá viajaba constantemente. Pero no estaba sola, tenía a Simon, así que… —el volumen de su voz fue bajando—. Fue un gran amigo.

—¿Ya no se ven? –preguntó David. Ella lo miró como si tratara de dilucidar cuánto sabía él de esa historia. Era amigo de Johanna, recordó.

—Muy poco. Ahora él es un hombre casado. Y pues… yo también vivo ocupada en mis asuntos—. Se sentó en la única silla que había frente al escritorio de David—. Tú… conocías a Johanna, ¿verdad? Su esposa.

—Sí, éramos amigos y vecinos—. Marissa asintió como si confirmara algo—. Hace unos días me llamó para felicitarme por haber conseguido este empleo.

—Sí, ella se ve que es una buena persona.

—Lo es—. David tenía ganas de decirle: tú también lo eres, por haber renunciado a un hombre para que ella fuera feliz. Se contuvo, y en vez, la miró en silencio.

—¿Te duelen las heridas?

—Ah, un poco. La falda me roza. Tuve que subirla con un ganchito.

—No se ve mal.

—En parte, es mejor que no haya salido. No quisiera tener encima todas esas miradas curiosas.

—Sí, es verdad. Y Dios no quiera que algún reportero desocupado te capte con sus cámaras—. Ella negó sonriente.

—Los reporteros ven más excitante la vida de papá, créeme.

—Debe ser que no les has dado motivos para que se ocupen de ti.

—Quizá. Con esa rutina de “del trabajo a la casa, y de la casa al trabajo” no hay mucho que puedan tomar.

—Pero hace unas noches saliste a divertirte—. Marissa hizo una mueca recordando la noche.

—No fue divertido. Nina sí se divirtió, yo no.

—Nina es tu amiga, la que estaba a tu lado esa noche.

—Sí, ella siempre es difícil de olvidar –David sonrió mirándola fijamente, como diciéndole: Tú también eres difícil de olvidar, pero no hizo tal cosa.

Sin embargo, se encontró a sí mismo sonriendo. Era fácil hablar con ella, los temas de conversación simplemente fluían. Era una grata sorpresa.

David cambió de tema, y siguieron hablando. Minutos después llamaron a la puerta y el vigilante apareció con unas bolsas con comida. Marissa le pasó unos billetes y se concentró en destapar todo.

—¿Puedes con todo eso?

—No tienes idea de lo que puedo llegar a comer cuando estoy hambrienta… Además, tengo la esperanza de que me ayudes con algo—. Él sonrió y se puso de pie para ayudarla con las cajas de comida.

Pasaron un rato agradable, siempre charlando de todo, de la oficina, de algunas personas que trabajaban allí. David, a su vez, le contó por qué trabajaba en el bar, y la divertía con algunas anécdotas de su hermana.

—¿Cómo un hombre como Simon pudo fijarse en otra teniéndote a ti? –preguntó él cuando terminaron de comer, y vio cómo Marissa se fue sonrojando. Con mucha parsimonia, ella recogió las sobras de comida y las cajas en las que había venido.

—Yo estuve un año por fuera –respondió—, estudiando. Cuando regresé…

—Él estaba con Johanna.

—No fue su culpa…

—¿Estás justificando a tu novio infiel?

—No, claro que no. Pero no se puede decidir a quién se ama, ¿verdad? —. David sonreía de medio lado, sin dejar de mirarla.

—No, no se puede –contestó luego de unos segundos en silencio.

Sin saber cómo interpretar su sonrisa, Marissa recogió todo dejando la mesa de escritorio como si por allí no hubiese pasado un vendaval de comida.

David observaba sus movimientos, un poco impresionado porque ella no era nada de lo que se había imaginado. Había esperado una niña que contara cada caloría que consumía y que prefería pagar a otro que ensuciarse las manos con algo, y se había encontrado no sólo con que disfrutaba comiendo, sino que sin ascos limpió concienzudamente su escritorio hasta dejarlo más limpio que antes, tal vez.

Marissa estaba llena de contrastes, y eso le gustaba.

Y luego pensó que a él no tenía por qué gustarle nada. No era un camino muy seguro el que estaba tomando su mente.

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