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C1 Amelia

Los lunes, para mí, eran como pulsar el botón de reinicio en mi vida rutinaria, anestesiante y eternamente monótona. Cada día comenzaba con el mismo ciclo sin fin: el despertador viejo y estropeado sobre la mesita de noche, que sonaba a las seis y media, treinta minutos antes de lo necesario.

Después me encontraba en el baño hasta las siete, y no precisamente porque me llevara media hora ducharme. A veces, hasta me quedaba dormido ahí.

A continuación, me vestía con algo medianamente decente y me cepillaba el pelo rubio hasta dejarlo reluciente, antes de bajar a desayunar con Nana, mi abuela. Nos comunicábamos en lenguaje de señas, porque ella era sorda. Le daba un beso de despedida y me iba al colegio.

El colegio tenía su propia secuencia de eventos, al igual que mi rutina matutina. Lo primero era bajarme del autobús, y a mis dieciocho años, aún me mezclaba con los novatos porque el único coche que tenía, el Chevy antiguo de mi abuela, me había fallado en segundo año.

Nada más llegar al colegio, me enfrentaba a los gritos, empujones y codazos de otros estudiantes que parecían ignorar mi existencia, hasta que alcanzaba mi casillero.

Al abrirlo, podían suceder dos cosas. Una, que me encontrara con una lluvia de brillantina o un muñeco sorpresa saltando hacia mi cara, cortesía de Jason Shitface Asshat Davenport.

Si eso no pasaba, probablemente solo vería mis cosas. Lo peor que podría descubrir, escondido entre ellas, sería una nota cruel sugiriendo que metiera la cabeza en el inodoro o que mejor me quitara la vida. Esas "amabilidades" solían venir de Kimberly Bitch Thot Slut Adams.

Afortunadamente, hoy llegué al colegio y mi casillero estaba exactamente como lo dejé el viernes pasado. Por lo visto, tanto Jason como Kimberly habían olvidado, por el momento, que existo.

Sí, claro. Como si eso pudiera suceder. No mientras fuéramos compañeros de clase.

Después de los incidentes con las taquillas, venían las clases. De las nueve que tenía cada día, compartía dos con Jason, y eso ya era un suplicio. El tipo no fallaba en dejar chicle masticado tanto en mi asiento como debajo de mi escritorio, o en dispararme bolitas de papel durante las lecciones. Era un milagro que los profesores no lo pillaran. O quizás sí lo hacían, pero les daba igual.

El siguiente paso en la rutina era la hora del almuerzo, donde me tocaba enfrentarme al habitual montón de algo que pretendía pasar por 'comida', una manzana, que se convertía en mi salvavidas para no morir de hambre, y un cartón de leche.

El martes era el único día que se salía de la norma, cuando el colegio tenía el detalle de ofrecer a sus agotados estudiantes un poco de pudín, ya que tacos, ni hablar. Lo llamaban 'Martes de Pudín'. Solo de pensarlo, me recorrían escalofríos.

Tras el almuerzo y el resto de las clases, tocaba encontrarme con Jason en el campo de deportes, tal y como me había mandado hacer todos los días después del colegio, para 'recuperar' sus tareas. Tenía que procesarlas, analizarlas, desglosarlas, descifrarlas, resolverlas, en fin, hacer lo que fuera y devolvérselas al día siguiente para que las entregara. Digo 'recuperar' porque, según él, sus tareas eran mi responsabilidad.

Una vez guardadas sus tareas en mi mochila, mi rol era sentarme a verlo practicar fútbol; era el mediocampista del equipo, hasta que terminara. Me convertía en el guardián de sus pertenencias, el portador de su agua, que debía entregarle cada vez que la pedía, manteniendo la cabeza gacha, por cierto, y el encargado de su toalla, incluso empapada en sudor.

De vez en cuando, y con toda la intención del mundo, mientras me asaba al sol viendo algo que no me interesaba lo más mínimo, el balón salía disparado de la nada directo a mi cara, o más a menudo, a mi pecho. Jason se apresuraba a recogerlo, mientras yo me quedaba en la grada, conteniendo el dolor del impacto. Al pasar corriendo a mi lado, balón en mano, soltaba alguna perla del tipo: "Lo siento, no vi pechos ahí", o "Vaya, no te había visto".

Después de la práctica, el autobús escolar ya se había marchado, así que no tuve más remedio que caminar a casa sola. Quince minutos de camino, en completa soledad. Jason insistía en que era fundamental para ayudarme a adelgazar, aunque apenas pesaba 40 kg.

En ocasiones, Adrian Goldfield, el defensor del equipo de fútbol, me ofrecía llevarme en su Ford azul, una oferta que jamás rechazaba. El interior de su coche era un pedacito de cielo, con sus asientos azules y el aire acondicionado, sin olvidar el aroma a lavanda que impregnaba todo, igual que él.

Al llegar a casa, siempre tenía que hacer los deberes de Jason antes de los míos. Luego venía la ducha nocturna y la cena con Nana, antes de acostarla a las ocho y entregarme al maratón de Netflix hasta la madrugada. De vez en cuando, Benson, quien fue mi mejor amigo, me llamaba o me contactaba por FaceTime, pero esas ocasiones eran cada vez más escasas desde que empezó a salir con Katie Henshaw.

Así es, este es el ciclo interminable y monótono de mi vida.

"Consigue una vida propia", podrías decir, pero déjame contarte un secreto: yo tenía una. Antes de la secundaria, cuando los chicos me idolatraban y todas las chicas querían ser mi amiga. Cuando la vida era perfecta y tenía a mis padres. Hasta aquel verano, justo antes de la secundaria, cuando un accidente de coche se los llevó y me vi forzada a vivir con mi abuela, la única pariente que tenía cerca.

Me encerré en mí misma, como un caracol al sentirse amenazado. Me transformé en alguien completamente distinto a quien era. Lo perdí todo: mis amigos, aunque Benson permaneció, mi popularidad, todo. Y en su lugar, capté la atención de Jason Davenport, aquel chico que en quinto grado estaba enamorado de mí.

Pero eso ya es agua pasada. A estas alturas, como estudiante de último año, me he acostumbrado. Sabiendo que pronto dejaré atrás este infierno y el condado de Wayne, sin tener que volver a ver esas caras llenas de odio, ya no me afecta tanto. Solo necesito concentrarme en mis estudios y obtener una beca. Y eso es precisamente lo que hice.

Hoy, que casualmente es martes, nos han entregado las calificaciones de los exámenes de la semana pasada. Como era de esperar, he obtenido sobresalientes en los cinco, casi sin sorpresas.

Era la hora del almuerzo. La fila en la cafetería había menguado bastante para cuando llegué. Sin demorarme, llegó mi turno.

Desvié la mirada con gesto de disgusto mientras la encargada del comedor depositaba aquel mejunje viscoso en un rincón del plato, pero sonreí al ver que ponía una manzana en su lugar correspondiente, junto al cartón de leche y, lo que más me gusta, un pequeño bol de pudin de chocolate.

Le dediqué una sonrisa que, como era de esperar, no me correspondió. Me aparté y emprendí el camino hacia la "mesa de los perdedores". Nadie la llamaba así oficialmente, pero todos los que se sentaban allí eran considerados perdedores, así que...

Se encontraba en el rincón más remoto de la cafetería, donde nada llamaba la atención y podías comer como un cerdo, embadurnándote de comida, y aún así a nadie le importaría.

La mesa de Jason estaba bastante lejos de la mía, una distancia prudencial, diría yo, pero de vez en cuando alzaba la vista de mi plato y lo veía mirándome con ojos de acero. Si sostenía su mirada, él desviaba la suya, con un tic nervioso en la mandíbula.

El único inconveniente para llegar a mi mesa era tener que pasar junto a la de Kimberly y luego la de él. No era tan sencillo como podría parecer, te lo aseguro.

Me estaba acercando a la mesa de Jason. Siguiendo sus órdenes, debía desviar la mirada al pasar, para evitar cualquier contacto visual. Así lo hice, enfocando mi atención en la mesa contigua.

Casi había dejado atrás su mesa, con la mente puesta únicamente en el pudin de chocolate que mis ansiosas manos estaban a punto de saborear, cuando de repente, sentí un golpe de zapato en la punta de mi pie y, en un instante, me vi cayendo hacia adelante, la bandeja de comida salió volando de mis manos y un jadeo inaudible se escapó de mi boca entreabierta.

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