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C1 Introducción

Mientras caía del edificio, solo un pensamiento ocupaba su mente.

"Si la reencarnación existe, espero no volver a nacer jamás. La vida es demasiado atroz para repetirla".

Su cabeza impactó contra el suelo, despedazándose en incontables fragmentos. Era la muerte perfecta para alguien que anhelaba pasar inadvertida y ser olvidada.

Como en una pesadilla, abrió los ojos y se encontró de nuevo, diez años atrás. Regresó al día de su boda con el duque que estaba destinado a abandonarla y amar a otra, al príncipe obsesionado con lo ajeno y a la bruja que se hacía pasar por santa.

"¡Algún dios allá arriba debe estar burlándose de mí, cierto?! ¡Dije que no quería volver a vivir! ¿Qué significa todo esto?"

Devuelta al pasado, Natalia tiene dos opciones: huir o enfrentarse.

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Lo que habría sido una vida desperdiciada en los suburbios cambió cuando le extendieron una mano. El príncipe era encantador y bondadoso, y él habría dado su vida por él. No obstante, la traición fue como un balde de agua helada y un puñal clavado en la espalda. Jamás aceptaría una mano extendida, pero no podía rechazar una espada afilada en su cuello. Ella no era una caballera en armadura resplandeciente, pero sí la redención que él necesitaba y, quisiera o no, él daría su vida por ella.

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"Padre, ¿hay alguna posibilidad de no casarme con el duque?"

¡PAH!

La bofetada era previsible, la verdad sea dicha. ¿Cómo podría la hija de un marqués oponerse al decreto del rey o al de su propio padre? Al final, ella no era más que una pieza de ajedrez para los hombres de su vida, cada uno de ellos.

Mientras que el rey buscaba afianzar la posición de su hijo predilecto como príncipe heredero, su padre actuaba para salvar su propia piel. Ofrecer a una hija en matrimonio era un precio pequeño si con ello se ganaba el favor del príncipe heredero.

Y Natalia, pues, no se mostró impresionada. Se palpó la mejilla, sintiendo cómo el dolor punzante se acentuaba al tocarla. Con un suave toque de sus dedos resplandecientes, la marca y el dolor se esfumaron. Si había algo por lo que estaba agradecida, era por la conveniencia de la magia.

"¿Aceptas, Natalia Adamantine, tomar a Fredrich Kristen como tu legítimo esposo? ¿Para amarlo y servirle por el resto de tus días?"

Por un instante, se sintió tentada a rechazar la propuesta. Miradas fulminantes de todos los presentes se clavaron en ella, especialmente desde su lado y frente a ella. No podía negarse; no saldría con vida de allí. Pero no era su muerte lo que le importaba, sino el temor a revivir aquel día y morir una y otra vez.

"Sí, acepto", dijo con una sonrisa radiante.

"Entonces, en este día y ante Dios, quedan proclamados marido y mujer."

'Marido y mujer, qué ironía. Ni siquiera compartiremos el mismo carruaje de vuelta.'

El Ducado de Kristen había sido el hogar de los Kristen por generaciones. Gobernado por hombres despiadados que se creían superiores a Dios mismo, desafiaban las órdenes del rey y hacían lo que les venía en gana en el reino, respaldados por su poderoso ejército. Para ganar su apoyo, el rey tuvo que ofrecer el sacrificio más idóneo: la estrella más brillante de la capital, la dama Natalia Adamantine.

El Reino de Ducroft estaba cimentado en la magia. La magia se usaba para casi todo, convirtiéndose en una suerte de religión. El dios más venerado en el reino era el primer mago, aquel que había trascendido la mortalidad. Gracias a su legado, los habitantes de Ducroft manejaban la magia con mayor facilidad que otros, beneficiados también por la proximidad del reino al Bosque de la Condenación.

El territorio más cercano al bosque, responsable de enfrentar las criaturas que emergían de aquel averno, era el Ducado de Kristen. Situado a una gran distancia de la capital, el viaje en carruaje era inviable por lo prolongado, por lo que se optó por un círculo de teletransportación. Tras un breve cambio de paisaje, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraban en el ducado.

Para la antigua Natalia, aquel lugar era un escenario de pesadillas aterradoras. Y para la Natalia renacida, nada había cambiado. Se cernía una atmósfera espeluznante, con nubes oscuras que lo envolvían durante todo el año. Las imponentes torres del castillo solo intensificaban esa sensación, alimentando innumerables rumores sobre el "Castillo en el Borde".

Si había algo que detestaba aún más que el castillo en sí, era que se hubiera convertido en el refugio de monstruos. Dragones se posaban sobre las torres, las hadas revoloteaban entrando y saliendo, atormentando a quien osara cruzar su mirada. Cada día que Natalia pasaba en ese castillo era un verdadero infierno. Sin embargo, había algo positivo allí.

"Invoco a la madre de las hadas, la portadora de luz, Madaline."

Un suave resplandor verde emanó de sus manos. Con una mezcla de expectativa y emoción contenida, observó cómo una diminuta hada de blanco inmaculado se materializaba en su palma. No era más alta que un bolígrafo, y su figura era más propia de un duendecillo. Lucía una cabellera verde y larga, ojos profundos, una barbilla afilada y dos orejas puntiagudas.

La hada bostezó, levantándose de su lecho improvisado. Se frotó los ojos y, una vez que pudo ver con claridad, fijó su mirada en Natalia.

{Debes ser tú quien me ha despertado. ¿Qué deseas?}

"Una compañera."

{¿Cómo es que hablas el lenguaje de los fae? ¿Qué eres?}

"Soy......."

"Mi señora, es hora de entrar. Ya estoy abriendo el carruaje."

Natalia murmuró un conjuro y la hada en su mano se esfumó. Se acomodó el vestido y la puerta del carruaje se abrió. Delante de ella se desplegó una larga alfombra roja y, al pie de la escalinata, la esperaba su esposo.

La mirada de sus ojos rojo oscuro la apremiaba a darse prisa, con un dejo de desdén. Su apariencia era cautivadora, demasiado hermosa para ser real, con su cabellera rubia, ojos carmesí y piel pálida, en marcado contraste con la piel morena y el cabello rojo oscuro de ella. Tanto él como muchos otros la despreciaban por sus rasgos, menospreciándola hasta considerarla menos que humana. Natalia conocía bien la bestia que se ocultaba tras aquellos ojos rojos.

Descendió del carruaje y se acercó a él. No era por nada que se la consideraba la estrella más resplandeciente de la capital. Su porte y educación eran impecables, y su inteligencia y sabiduría eclipsaban a las demás damas de la alta sociedad. Su esposo solo la despreciaba porque había sido forzado a casarse con ella, mientras su corazón pertenecía a otra.

Se posicionó a dos pasos detrás de su marido, manteniendo la distancia que dictaba su rol de esposa. Él ascendió las escaleras, indiferente a la incomodidad que ella padecía por el voluminoso vestido de novia. Ella exhaló un suspiro y lo siguió, esforzándose por mantener su ritmo. Revivir tal jornada era una clara señal de que el destino se cebaba con ella.

"Reciba mi más cordial bienvenida al Ducado de Kristen, mi señora. Mi nombre es Corren, el gran mayordomo. Estoy al frente de los asuntos domésticos, así que si requiere de algo, mi señora, no dude en solicitar mi asistencia. Se le ha asignado un mayordomo personal y le aseguro que recibirá un servicio insuperable. Él le instruirá acerca de las normas del ducado y asistirá en sus requerimientos cotidianos".

"Le agradezco, mayordomo Corren", dijo ella con una sonrisa al hombre que se inclinaba en reverencia. Su esposo ya se había esfumado en las profundidades del ducado, probablemente absorto en sus labores. Necesitaba tiempo para despojarse de sus afectos y asumir su compromiso matrimonial. ¡Ja! ¡Como si eso fuera posible!

Entretanto, los problemas ya empezaban a gestarse en aquel mismo instante. El mayordomo Corren proyectaba la imagen de un anciano prudente y bondadoso. Era un mayordomo principal competente, al servicio del ducado desde su juventud. Natalia había creído que, al menos, él se mostraría amable con ella, pero la desilusión fue instantánea. Qué desolador.

"Le presento a Wilbur, su mayordomo. Él la guiará hasta su aposento".

Wilbur, su mayordomo y verdugo personal. Un hombre que había crecido junto al duque y que aborrecía la idea de que su amigo no encontrara la felicidad en su matrimonio. De forma deliberada, omitía informarle sobre numerosas reglas del hogar, dejando que Natalia cayera en desgracias, consciente de que nadie le atribuiría la culpa. Después de todo, ella no era del agrado de nadie, por lo que su inocencia o culpabilidad resultaba irrelevante.

"Quedaré bajo su cuidado, mayordomo Wilbur", dijo ella con una sonrisa, ofreciéndole la mano. Él la aceptó y se la besó con cortesía. Además de guapo, usaba su atractivo para seducir a numerosas criadas, coaccionándolas luego para que mantuvieran el silencio. Hasta donde Natalia sabía, nunca había recibido castigo alguno. No era más que escoria, como todos los demás.

'Aunque no desbarate a nadie, no pienso dejarte salirte con la tuya. Pero primero, Madaline.'

Cuando se encontró sola en la vasta y agobiante estancia, llamó de nuevo a Madaline. Para poder subsistir en el ducado el tiempo necesario, requería de la ayuda de la hada madrina y de un plan bien definido.

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