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C1 1

Perspectiva de Ella

Antes de sumergirme en la historia que es mi vida, permítanme presentarme. Soy Ella, tengo 17 años y en mes y medio cumpliré los 18. Mis ojos son marrones, un poco más grandes que los de la mayoría, lo que me otorga algunos puntos extra en belleza para compensar el tener un color tan común. Mi piel es tan blanca como la nieve y mi figura es esbelta, casi etérea. Pero si hay algo que realmente adoro de mí, es mi cabello: dorado, abundante y rizado, una característica que sin duda me hace resaltar. Por eso suelo llevarlo recogido en un moño y oculto bajo un gorro, porque llamar la atención es lo último que deseo. ¿La razón? Bueno...

Ya no puedo posponerlo más, es hora de contarles mi desdichada historia.

Empecemos por mis padres. Mi madre falleció al darme a luz hace 17 años, así que no sé mucho de ella, solo su nombre, Sara, y que era humana. No tengo fotos suyas, por lo que ignoro si me parezco a ella en algo.

Crecer sin madre fue complicado, pero no lo comprendí hasta hace 10 meses, cuando mi único progenitor, mi padre, murió. Él era un hombre lobo mestizo; sus padres eran la unión de una madre humana y un padre hombre lobo, resultando en su condición híbrida. Los mestizos pueden heredar algunas o todas las características de un hombre lobo de pura cepa, aunque cada individuo es único. Algunos pueden transformarse a voluntad, otros solo durante la luna llena y hay quienes solo poseen el gen de rápida curación, sin capacidad de transformación.

Mi padre tenía su propio lobo, pero solo podía transformarse una vez al mes, con la luna llena. Yo, por mi parte, estaba en una situación complicada. El único rastro de mi herencia lupina era mi capacidad de curación, y ni siquiera era buena. A un hombre lobo puro o a un mestizo con lobo, les lleva horas sanar un hueso roto; a mí, un día entero. En cuanto a los genes de hombre lobo, digamos que no tuve suerte.

Como pueden imaginar, ser mestizo en una manada de lobos no te sitúa precisamente en la cima de la jerarquía. Todo lo contrario, rara vez un mestizo alcanza un rango de beta. Nos relegan a tareas menores que ningún lobo puro desearía: vigilar el perímetro, combatir en batallas o servir en la casa de la manada.

Mis padres vivían en el mundo humano antes de mi nacimiento. Mi padre, al poder transformarse solo unas horas al mes, no corría peligro de revelar su naturaleza. Así, logró vivir entre humanos junto a mi madre, trabajando como chef en un restaurante, hasta que yo llegué al mundo.

Tras la muerte de mi madre, mi padre, solo con un bebé, decidió buscar una manada a la que pertenecer, pues no quería enfrentar la soledad. Así encontró a la Manada de los Grises, nombrada en honor a su alfa, Grey. Como mestizo, mi padre solo recibió los trabajos menos deseados y terminó sirviendo en la casa de la manada, donde residían el alfa y el beta, y donde se celebraban todas las reuniones y ceremonias.

Él, junto con otros sirvientes, se encargaba de cocinar, limpiar, lavar platos y cumplir cualquier otra orden del alfa o beta. Yo, como su hija sin lobo y con escasas habilidades curativas, no tenía esperanzas de ser algo más que una sirvienta. Me criaron en la casa de la manada y me educaron en la escuela de la manada hasta los 10 años. Fue entonces cuando el alfa Grey decretó que todos los hijos de los sirvientes se convertirían en sirvientes a tiempo completo al cumplir los 10 años, prohibiéndoles continuar su educación con el resto de la manada. Según él, no merecíamos más, ya que no necesitábamos aprender nada más allá de leer, escribir y hacer cálculos simples.

Fue en ese momento cuando me di cuenta de cuánto lo odiaba. Desde entonces, he pasado los últimos 7 años de mi vida siendo solo una sirvienta, soñando con el día en que cumpla los 18 y pueda huir de este infierno. Siempre me mantuve al margen, incluso entre los otros sirvientes. Mi objetivo era pasar desapercibida, así nadie notaría mi ausencia cuando me marchara, al menos por un tiempo.

Antes de enterarme de que mi padre fallecería tras cumplir yo los 17 años, él no figuraba en mis planes de huida. Incluso, planeaba huir de él también. No es que lo odiara en aquel entonces, pero tampoco es que lo amara, especialmente cuando no me daba razones para hacerlo. No sé si fue la ausencia de mi madre o si siempre fue así, pero lo cierto es que era un hombre de una frialdad extrema. Jamás le vi mostrar un ápice de amor, cariño o dulzura hacia mí. Nunca me consoló cuando me sentía enferma, sola o frustrada por el destino que me había sido impuesto. En mis 17 años, las veces que se dirigió a mí se contaban con los dedos de una mano. Y cuando se marchaba a cumplir alguna misión que le encomendaba el alfa Grey, jamás me revelaba su destino ni la duración de su ausencia. Solo se limitaba a decirme que había recibido órdenes del alfa y que no regresaría hasta haberlas cumplido.

Esa fue la última vez que lo vi antes de que me llegara la noticia de su muerte, tres semanas más tarde. ¿Cómo murió? ¿Dónde? No me proporcionaron más detalles aparte de su fallecimiento. Como podrás imaginar, su muerte no me desgarró el alma, así que los pormenores de su deceso no me inquietaron. Aunque, seis meses más tarde, terminé descubriendo la verdad sobre su final, pero eso ya es adelantarme en la historia.

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