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C6 6

Perspectiva de Ella

Al caer la noche, cada centímetro de mi cuerpo era un grito de dolor. Alpha Grey cumplió su promesa. Durante dos horas, me torturó con distintos látigos, dejando marcas en mi espalda, pecho, trasero y muslos. Marcas rojas e inflamadas cubrían mi piel. Las más graves, veinte cortes en la espalda, castigo por mi tardanza. Mi entrepierna también sangraba, las repetidas violaciones habían desgarrado mis paredes internas.

Con esfuerzo, me levanté de la cama donde él roncaba, ajeno al mundo. Me vestí mordiéndome las mejillas por dentro, conteniendo gritos de dolor, en silencio para no despertarlo. Antes de partir, lo observé por última vez: dormía plácidamente, como un bebé saciado de leche materna. En silencio, deseé que alguien le arrancara las entrañas en la batalla del día siguiente.

Me dirigí a la cocina, sabiendo que el dolor me robaría el sueño. Había aprendido a preparar una infusión de hierbas que prevenía infecciones y aliviaba el dolor de las heridas. Esperé a que el agua se entibiara y llevé un cuenco a mi cuarto, un espacio diminuto en los niveles inferiores de la casa de la manada, apenas por encima de las mazmorras.

No tenía cama, solo dos catres apilados en el suelo junto a la pared. Uno había sido de mi padre; tras su muerte, lo coloqué sobre el mío, ya desgastado tras diecisiete años de uso.

Mi habitación era austera. Frente a los catres, una mesa de madera sostenía los libros que conservaba de la escuela, leídos una y otra vez para no olvidar lo aprendido y distraerme. Sin televisión, mi única ventana al mundo eran esos libros, ahora desgastados. Al lado, un armario sin puertas guardaba mis pocas pertenencias.

Coloqué el cuenco con agua de hierbas en el suelo y, con un gesto de dolor, me quité la camisa. Tomé una vieja camiseta del armario, la sumergí en el agua y la escurrí antes de aplicarla en mi espalda, sintiendo un leve alivio. Me acosté boca abajo, humedeciendo la tela de vez en cuando. El dolor persistía, pero era soportable, o quizás mi tolerancia había aumentado, pensé con amargura. Cuánto daría por dormir y despertar en un lugar distinto, donde todo fuera bello y los hombres no fueran unos desgraciados. Sí, hombres, en plural. He conocido suficientes ejemplares para juzgarlos a todos. Los hombres son cerdos vengativos, sin más.

Cerré los ojos y dejé que mi mente me alejara del dolor constante. Soñé con una casa de madera y un jardín de flores multicolores. Soñé con risas y felicidad, con seguridad y calidez, con un abrazo maternal que borraba todo mal de un soplo. Las lágrimas empaparon el catre mientras intentaba recordar su rostro, su aroma, su caricia. Mi llanto se intensificó. Si ella estuviera aquí, jamás habría permitido que me lastimaran. ¿Por qué tuvo que ser ella quien muriera? Soñaba con una vida diferente, si mi padre hubiera fallecido antes de mi nacimiento y mi madre hubiera sobrevivido. Viviríamos en el mundo humano, tal vez en la pobreza, pero juntas, y eso habría bastado. Me dormí anhelando el consuelo de su tacto y su voz cantándome para mitigar mi soledad y mi anhelo.

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