+ Add to Library
+ Add to Library

C3 2

Raphael marcó el número de su padre con ademán furioso. Al otro lado le contestó Richard Branagan, que en el momento se hallaba en Australia por alguna reunión de negocios.

—Qué agradable oír tu voz, hijo, pero dime a qué debo el placer –murmuró Richard Branagan con voz sonriente. Se hallaba en un almuerzo de trabajo, y tardaría unos cuantos días más en Sídney; Raphael lo sabía, así que le extrañaba su llamada.

—Papá, necesito que reconsideres tu intención de casarme con Heather Calahan –le contestó él con voz pausada, a pesar de la urgencia que sentía, al tiempo que se movía por su sala con movimientos felinos.

—Raph…

—No, hablo en serio. Esa mujer es una lunática. Hoy mismo tuvo un accidente tan grave por ir a exceso de velocidad.

—Vaya, ¿se encuentra bien?

—El último parte médico dice que está fuera de peligro, pero…

—Raph, sabes que, si no fuera realmente importante para nosotros, jamás te habría hecho semejante imposición.

—Reconsidéralo. Hazlo por mí. Nunca he hecho nada que vaya en contra de los intereses de la empresa, pero esta vez no es un socio el que te lo pide, ¡es tu hijo! Esa mujer es una amenaza, tendrías que escuchar lo que se dice de ella…

—No me digas que estás prestando oídos a las habladurías de la gente.

—No son simples habladurías. De cualquier manera, su reputación no es la mejor, y no quiero eso para mí, y no creo que tú quieras eso para tu único hijo –Richard respiró profundo y guardó silencio por espacio de medio minuto. Al otro lado de la línea, Raphael esperaba el veredicto.

—Está bien, pero a cambio te pido otra cosa.

—Dilo.

—Seis meses. Quédate seis meses a su lado.

—Pero…

—Verifica por ti mismo que lo que dicen las habladurías es cierto. Si es de tan mala reputación como dicen, no te será difícil hallar una prueba que al fin me convenza, ¿no?

—No, supongo que no –rezongó Raphael.

—Ya sé que me estoy metiendo demasiado en tu vida, hijo, pero todo tendrá su recompensa –Raphael guardó un rencoroso silencio, y luego de otro minuto más, colgó.

Casi estrella el teléfono contra la pared, pero se contuvo y lo soltó con suavidad sobre el mueble. No era alguien iracundo, pero todo lo que tuviera que ver con la pelirroja lo exasperaba tanto que le iba a dar una úlcera. La maldita mujer le estaba causando demasiados problemas, y aún no era su esposa.

¿Por qué, en primer lugar, había permitido que su padre dictara sus acciones en el campo personal?

Ah, recordó, porque casarse con Heather Calahan no era un asunto personal, sino más bien laboral. Así lo veía su padre, y así se suponía que debía verlo él. Tenía sólo veintiséis años, y aún no era del todo independiente. Para poder llevarle la contraria en cualquier cosa, debía estar en una mejor posición en el mundo de las finanzas, y no era así.

Por otro lado, Richard había sido un buen padre, tenía que admitirlo, y cuando le explicó por qué era necesario unirse en matrimonio con la Calahan, lo había hecho prometiendo retirarse al fin de los negocios, e irse a vivir junto a su esposa en una bonita casa de campo a pasar los últimos años que le quedaran de vida, y él deseaba aquello casi tanto como uno niño desea la navidad. Pero le estaba pidiendo demasiado en nombre del amor filial.

En aquel tiempo no conocía bien a Heather Calahan, ni había oído acerca de sus locas salidas, o sus amigos de dudosas costumbres. Vio una fotografía suya y simplemente le pareció hermosa. Si por lo menos era una joven que se sabía conducir, que lo aceptaría como marido a pesar de que los Branagan no eran de renombre, él se conformaría. Ya desde adolescente había sabido que no podría elegir esposa por su cuenta; Heather Calahan era, por lo menos, guapa.

Pero una conversación había bastado para comprender que Heather no era ni de cerca la mujer que él había pensado. Era malhablada, malhumorada, intolerante y sumamente irrespetuosa con sus padres. Y era esa la mujer con la que pretendía casarlo su padre.

Afortunadamente, había conseguido que cediera un poco. Aquel plazo alcanzaría de sobra para demostrarle a Richard Branagan que había muchas otras mujeres más idóneas para optar por el puesto de esposa del heredero. Actualmente no había ninguna mujer que le gustara, o le llamara la atención, fuera de las ocasionales amigas con las que salía y tenía sexo. No era un romántico, no estaba esperando el amor. No esperaba casarse enamorado. Había aprendido, con los matrimonios tanto de su abuelo, como de su padre, que la unión matrimonial eran una transacción más; un contrato a largo plazo que reportaba buenas ganancias, buenos contactos…

Pero Heather Calahan era más bien un castigo inmerecido.

Seis meses, se dijo, y ni un día más.

— ¿Qué es toda esa cosa de amnesia y yo-no-sé-qué-más? –vociferó Phillip Calahan al médico que le explicaba lo que había arrojado los últimos estudios hechos a Heather.

—Es muy raro que ocurra, pero en el caso de Heather parece ser un asunto bastante serio.

— ¡No es ninguna amnesia! –Volvió a gritar Phillip—. Es sólo otra de sus tretas para evadir la responsabilidad de sus actos. ¿Sabe cuánto me costó acallar todo este asunto? Afortunadamente, los pelagatos con los que iba en el coche eran unos “don nadie” que no reclamarán. Pero de no ser así, ¡la muy estúpida habría tenido que ir a la mismísima cárcel!

—Lo entendemos, pero el equipo médico ha determinado que la amnesia que sufre la paciente no es fingida. Lo único que podemos recomendar es que la lleven a casa y le dejen descansar. Quizá con el tiempo empiece a recordar cosas, y vuelva a ser la misma Heather de antes.

Georgina le lanzó una mirada a Phillip, que éste ignoró olímpicamente. No necesitaba mirarla para saber lo que estaba pensando: ninguno de los dos quería en realidad que Heather volviese a ser la misma, y aquello era duro de admitir, aun a sí mismos.

Samantha tenía los ojos cerrados. Había aprovechado la oscuridad de su habitación para explorar su cuerpo, y no había lugar a dudas; ese no era el suyo.

Recordaba perfectamente la forma y la sensación del cuerpo con el que había pasado los últimos ochenta años y no era para nada esbelto, ni de formas firmes.

Ahora tenía senos redonditos cuyos pezones apuntaban justo al frente, no hacia abajo; piernas largas, abdomen plano y cintura estrecha. Parecía una modelo de revista.

Y el cabello, ¡por Dios! Había visto su color antes de que apagaran las luces, y lo tenía de un rojo encendido, abundante y largo, muy largo.

No se había mirado a un espejo aún, pero intuía que no era fea. Quizá tenía ojos redondos, o tal vez almendrados. Tal vez tenía pestañas pálidas, o más bien oscuras y rizadas. Intuían que sus labios eran carnosos y firmes, pero no lo sabía a ciencia cierta, y su nariz, decididamente, era fileña. Tenía el cuello esbelto y largo, y se le pintaban un poco los huesos de la clavícula. Su piel era tan suave como pétalos de rosas, e igualmente tersa.

¿Quién era la pobre jovencita cuyo cuerpo ella estaba usurpando?

Y era real; si las teorías que decían que el dolor te despertaba de los sueños eran ciertas, ella no estaba soñando, pues habían venido innumerables enfermeras a pinchar su cuerpo con agujas y no había despertado de lo que debía ser un sueño muy extraño.

¿Cuánto tiempo estaría allí de ocupante?

No es que tuviera muchas ansias por volver a su cuerpo anciano, enfermo, que había perdido estatura con el paso de los años, se había puesto más bien redondo y sus senos habían pasado a ser un par de molestias colgando de su pecho, pero no podía dejar de pensar en que aquello era realmente antinatural.

¿Quién le había hecho esto?

La imagen de una espesa niebla se vino a su mente, pero de igual manera desapareció.

¿De veras era aquello una segunda oportunidad que le estaba dando la vida?

“Hazlo bien esta vez”, había dicho una voz.

¿Hacer bien qué?

Está bien, su vida como Samantha Jones había sido cuando poco, patética. Una vida estéril, sin amor, sin familia, nada. ¿Le estaba dando alguna deidad la oportunidad de comenzar de nuevo?

Sintió una punzada en su cabeza.

Si bien no tenía los dolores de Samantha, los de la pelirroja no eran pocos. Al parecer, venía de un grave accidente, de donde casi se mata. La rubia que había declarado ser su madre así se lo había dicho, y al parecer, era ella misma quien conducía cuando se produjo la colisión.

Tal vez había perdido el control del coche. Tal vez habían fallado los frenos.

Ella no sabía conducir, de todas formas; toda su vida se había transportado en el sistema público, así que no tenía modo de saber en qué había fallado.

Miró hacia la ventana, y vio que el sol ya se asomaba. No había podido quedarse dormida en toda la noche, ni aun con los sedantes ni los analgésicos para el dolor que le habían aplicado las enfermeras.

Estaba un poco asustada. Se sentía cometiendo un delito realmente grave. ¿Pero qué podía hacer? No había sido ella quien decidiera despertar allí. Ella, de hecho, lo que había deseado era morir para dejar de tener que soportarse a sí misma.

—Vaya, parece que has madrugado –dijo la enfermera que entró con una nueva ronda de inyecciones y pastillas—. Te darán el alta mañana, no tendrás que estar aquí mucho tiempo.

—Estoy familiarizada con los hospitales –murmuró Samantha.

La enfermera la miró un poco confundida. No era propio de una joven sana como ella estarlo, pero no dijo nada.

La mañana se fue pasando, y a eso de las diez, volvió la mujer rubia a visitarla. Su madre.

Después de medio siglo, volvía a tener madre.

— ¿De verdad no me reconoces? –le preguntó, y Samantha meneó la cabeza. Ella era realmente hermosa, con sus ojos gris pálido y un cutis envidiable. Las líneas de expresión eran realmente pocas, y su tono rubio no dejaba a la vista las canas—. Mi nombre es Georgina, soy tu madre; y tú eres Heather, mi única hija. Los médicos dicen que la amnesia puede ser temporal, así que tal vez pronto recuerdes… todo.

Heather. El nombre de la chica era Heather. ¿Y ella? ¿Quién era ella ahora? ¿Samantha? ¿Heather?

Miró de nuevo a su madre, analizándola. Ahora que estaba despierta, ella no le acariciaba las mejillas con el dorso de sus dedos, ni le alisaba el cabello con manos delicadas. ¿Qué pasaba allí?

—Tú… estabas conmigo cuando desperté.

—Ah… sí… estabas un poco asustada. No es para menos, luego de lo sucedido.

— ¿Qué sucedió?

—Bueno, chocaste contra otro coche.

— ¿Perdí los frenos? ¿Qué pasó? –Georgina apretó los labios, rehusándose a contestar, y afortunadamente para ella, en el momento entró Phillip.

—He hablado con tus médicos, saldrás mañana mismo de aquí –dijo el padre con voz autoritaria—. Ya contraté a un par de enfermeras para que cuiden de ti y te obliguen, si es necesario, a tomarte tus medicinas… —miró severo a Heather y continuó—: quiero que sepas que no estoy para nada contento con tu última locura. ¡Casi te matas!

—Phillip –intentó tranquilizarlo Georgina.

—No, mujer, ella tiene que ponerse a sí misma los límites, y si no lo hace ella, ¡con mucho gusto lo haré yo! Desde ahora, todas tus salidas están restringidas. Si no voy yo, o tu madre, o cualquiera que yo diga, no saldrás de la mansión. Reduciré un cincuenta por ciento tus ingresos, y definitivamente no saldrás de noche a fiestas ni a ningún otro lugar. Desde hoy estarás custodiada por uno de mis hombres que será tu sombra ¡hasta en el baño! Casi me cuestas la asociación con los Bran…

—Phillip, ¡por favor! –exclamó Georgina con voz aguda. Miró a Heather esperando la consabida cólera por todos y cada uno de los dictámenes, pero ella miraba a su padre con expresión tranquila.

— ¿Eres rico? –le preguntó, y eso dejó totalmente fuera de base a Phillip, que miró a Georgina interrogante. Ésta no pudo evitar la risa, que parecía más bien un ataque de histeria.

Phillip se acercó a la cama y miró de pies a cabeza a su hija, su pecho estaba un poco agitado, y en su rostro tenía una expresión de confusión.

—A mí no lograrás engañarme.

—Tú pareces difícil de engañar. Si esa astucia la aplicas en tus negocios, seguro que te va bien.

Phillip volvió a mirar a su mujer, parecía un poco sorprendido por las palabras empleadas por su hija, y porque, de hecho, aquello era un cumplido.

—Realmente te diste un buen golpe en la cabeza.

—Ah, bueno. Si el accidente fue tan grave, parece que es un milagro que esté viva –ella frunció el ceño como si cayera en cuenta de algo—. ¿Estuve muerta? –Phillip encontró aquella conversación demasiado extraña.

—Los médicos aseguran que sí.

—Claro, eso lo explica todo.

— ¿Qué, viste algún túnel? –preguntó Georgina— ¿O un camino de rosas?

—Voto por el túnel –murmuró Phillip.

—Nada. No recuerdo nada –contestó ella. Cuando era Samantha, había pasado de tener un día normal a sufrir luego un paro cardíaco, y ahora estaba aquí, pero eso no se lo podía contar a los que ahora aseguraban ser sus padres. Ahora se llamaba Heather. Tendría que practicar para responder cuando la llamaran por ese nombre, y comenzar a conocer la vida de la antigua ocupante del que ahora era su cuerpo.

No sabía cuánto duraría aquella anomalía, pero mientras durara, debía cuidar de aquel cuerpo, de aquella vida, y de aquellas personas que ahora la rodeaban.

Heather debía ser algo así como una princesa de cuentos de hadas.

Un batallón de sirvientes la ayudaron a salir de la ambulancia que habían contratado expresamente para que la llevara a casa, y luego, otro batallón la había ayudado a llegar hasta su habitación, que era un espacio enorme donde cabría diez veces su viejo apartamento.

Además, todo era del más exquisito gusto. Las paredes estaban forradas de fino papel tapiz, paneles de madera, y los muebles hacían juego con todo. Había pequeños y grandes jarrones con flores naturales, hermosas y frescas; y pinturas que de lejos se veían hechas por artistas reconocidos.

Su habitación en particular era bastante diferente a todo lo que ella había visto en su vida. Una parte de las paredes estaba pintada de negro, y la otra de violeta, y, sin embargo, no le daba un aspecto lúgubre, todo lo contrario, y eso se debía a los pequeños decorados blancos, a la cama, en parte blanca, en parte negra, a los espejos que reflejaban la luz que entraba por el enorme ventanal.

—Tú misma elegiste el decorado, hace tres años –le dijo Georgina como adivinando sus pensamientos mientras empujaba la silla de ruedas en la que había entrado a aquella enorme mansión. Había protestado un poco, siempre había odiado esas sillas, pero contra Phillip no era fácil luchar, y había tenido que hacer caso.

—Pues parece que tengo un gusto raro.

— ¿No te gusta? Podemos cambiarlo, si te apetece.

—No, mejor lo dejo así… ¿siempre haces todo lo que yo quiera? –Georgina la miró un poco boquiabierta al principio, luego cerró sus labios balbuceando alguna respuesta—. Perdona, no quise incomodarte con mi comentario—. Pero aquello fue peor, y Georgina volvió a quedar con la boca abierta. No era común ver a Heather pedir perdón por nada.

—Estás… estás actuando bastante rara, ¿sabes? –Heather se quedó callada, y antes de decir nada más y empeorarlo, miró en derredor. No podía cambiar el decorado de aquella habitación. Cuando volviera la verdadera Heather seguro que se molestaría. Ella misma se molestaría si veía que habían cambiado sus cosas de lugar sin ella autorizarlo…

Su habitación… sus discos de Edith Piaff, sus libros… Tess…

Tendría que ir y verla, no podía llegar y decirle: soy Samantha, pero al menos necesitaba saber que estaba bien. Tess no tenía a nadie más en el mundo.

—Katie estará a cargo de tu cuidado todo el día –anunció Georgina, señalando a una joven de cabello corto y negro vestida de enfermera. La joven simplemente hizo un asentimiento con su cabeza—. Y John, de tu seguridad –continuó Georgina—. Ya lo dijo tu padre. No saldrás si no es con alguien autorizado por él.

—Soy algo así como una prisionera.

—No te quejes. Tú misma te lo has buscado.

—Qué curioso. Estoy pagando el castigo de algo que no… recuerdo.

—Pero que, sin embargo, hiciste—. Heather levantó la mirada hacia su madre.

— ¿Iré a la cárcel?

— ¡Claro que no!

—Pero iba conduciendo ebria, ¿no? Eso tiene cárcel.

—Tu padre convenció a la policía, no te preocupes por esas cosas. Le deben muchos favores… sólo debes cuidarte; si vuelve a suceder, esta vez no te salvarás—. Heather dejó escapar el aire.

— ¿Cuántos eran mis ingresos antes?

—Cerca de… sesenta mil dólares mensuales –a Heather le dio un ataque de tos.

— ¿Y tendré que vivir con la mitad? –preguntó con ironía cuando ya se repuso.

—Es un castigo que impuso tu padre, yo realmente…

—Insólito.

— ¿Harás un berrinche?

—Muchas familias viven con eso mismo… al año. ¿Lo sabías? –Georgina frunció el ceño mirándola de nuevo extrañada.

— ¿Cómo sabes eso? –Heather sólo sonrió, y Georgina no reconoció aquella sonrisa. No era, de ningún modo, la sonrisa de su hija, ni aquél era el brillo de sus ojos.

—Parece que soy una niña rica, malcriada y consentida. ¿Cómo has permitido eso?

— ¿Mi propia hija reclamándome por su mala crianza? ¿Qué más tengo que ver? –Heather apretó los labios.

—Lo siento. No pretendía ofenderte.

—No, sólo estás volviendo a ser la misma Heather, en desacuerdo conmigo todo el tiempo. Parecía tu deber en la vida llevarme la contraria.

— ¿Tan mal nos llevábamos?

—Te supliqué que no te fueras de casa esa noche. Teníamos una cena con Raphael, te pedí que te quedaras, pero no, te fuiste con tus amigos, y ¡mira todo lo que provocaste!

—No… no recuerdo nada de eso.

— ¡Pero lo hiciste! Y el no recordarlo no te excusa –Heather bajó la cabeza. No estaba acostumbrada a que le reprocharan cosas que había hecho; por lo general, era ella quien se reprochaba a sí misma. Sin embargo, reconocía la autoridad de una madre, y tendría que recordarse a sí misma que ella, a los ojos de todo el mundo, ya no era una venerable anciana, sino una joven loca que había puesto en riesgo su propia vida.

Respiró profundo y miró a Georgina fijamente.

Parecía ser una mujer de carácter débil, cuya hija era más fuerte que ella. Debía estar todo el tiempo muy agobiada. Tenía un marido exigente, una hija rebelde, una imagen que llevar… su aspecto pulcro no la engañaba, por dentro debía sentirse muy cansada, muy anciana.

Ella sabía lo que se sentía, así que movió su silla de ruedas hasta ponerse justo frente a ella, tendió una mano, y cuando Georgina no se la rechazó, le sonrió. Aquella mujer tenía un corazón noble, después de todo, y hambriento del amor y la aceptación tanto de su hija como de su marido.

—No lo recuerdo, pero… perdóname. Perdóname porque seguro que te he hecho llorar mucho –y justo en ese momento, Georgina se puso a llorar. Se inclinó sobre ella y la abrazó fuertemente.

—Eres mi hija, mi niña, mi bebé. Lo más hermoso que tengo. Te amo demasiado, y siempre he lamentado no poder influir sobre ti para que hagas las cosas como se supone que debes.

—Lo siento…

—Pero ha sido mi culpa, desde niña siempre busqué complacerte en todo y…

—Heather no te lo puso fácil –cuando Georgina la miró extrañada, se corrigió—. Yo… yo no te lo he puesto fácil. He sido una hija bastante difícil, por lo que veo.

—Vaya, no puedo creer que te esté escuchando admitirlo. Esto es todo un acontecimiento.

—Tú y yo habríamos sido unas excelentes amigas –murmuró Heather sonriente, y Georgina la miró un poco impactada.

—Bueno… —susurró—. ¿Quién dice que aún no podemos serlo? –Heather amplió su sonrisa, y esta vez Georgina sí la reconoció, era la sonrisa traviesa de siempre.

—Sí, ¿quién dice que no?

Rato después, Georgina salió de la habitación dejándola sola, y Heather aprovechó el momento de soledad y se levantó de su silla de ruedas para encaminarse al cuarto de baño.

Éste era enorme, y todo dentro era enorme también. Había una enorme bañera, una cascada que luego comprendió era la ducha, y un espejo doble que cubría toda la extensión de una pared. Al verse reflejada se quedó como de piedra.

Había intuido que era hermosa, pero aquello era poco. Era alta, y el mundo se veía diferente desde allá arriba, y el cabello rojo le llegaba a la cintura en suaves ondas. Sus ojos eran levemente entornados, grises, preciosos, atrapaban perfectamente la luz haciéndolos ver más pálidos. Nariz fileña y labios carnosos y rosados. No tenía pecas, y eso la decepcionó un poco. Pero bueno, ¿qué más podía pedir cuando antes era más bien bajita, de formas redondas, ojos marrones comunes y corrientes y de cabello oscuro? Ser tan llamativa era simplemente… raro.

Desabrochó la bata que llevaba puesta, y al verse sólo en bragas frente al espejo soltó una exclamación. ¿Esos senos eran reales? ¿Había una forma de saberlo? Rebosaban un poco sus manos, y eran redondos y respingones. Qué hermosa era la juventud. Los palpó y no sintió bolsas extrañas dentro, así que concluyó que eran naturales. Se sacó del todo la bata, y empezó a admirarse de medio lado. Ahora tenía un buen derrière, sin estrías ni celulitis. ¿Qué le habían echado en el biberón a esta mujer?

De pronto pensó que si ella, Samantha, hubiese tenido siempre este tipo de cuerpo, Ralph jamás se habría fijado en la rubia Cinthya. La habría tomado en sus brazos y la habría hecho suya al instante.

Se detuvo en sus pensamientos. Era raro para ella pensar así. ¿Se le estaba subiendo la vanidad a la cabeza?

Sintió la tentación de bajarse las bragas y seguir explorando, pero decidió que ya había fisgoneado y toqueteado demasiado el cuerpo de Heather. Tal vez ella nunca se enterara de lo que estaba sucediendo ahora, pero ella se preciaba de ser una mujer correcta y respetuosa de las cosas ajenas, así que volvió a anudarse la bata.

Caminó lentamente por la habitación y algo que notó fue la ausencia de libros. No había ninguno. Bueno, aquella era una casa enorme, seguramente estaban en otra habitación. No concebía que alguien pasara olímpicamente de lo que consideraba la única extensión de la mente y la imaginación.

Se sentó en un mueble analizando sus opciones. No podía salir por orden de Phillip, y no quería meter a Heather en problemas, pero quería ir y comprobar que Tess estaba bien. También debía esperar a sentirse mejor de sus golpes y rozaduras causados por el accidente, pero en cuanto tuviera la oportunidad, iría a verla; no se estaría tranquila hasta comprobar por sí misma que estaba bien.

Llegó la tarde, y la enfermera que le habían asignado la ayudó a bañarse y a vestirse. Se tomó sus pastillas, almorzó en su habitación, y poco después, Georgina entró con un juego de tarjetas en la mano.

—Son tus nuevas tarjetas bancarias, las anteriores las perdiste en el accidente. Tu padre hizo la gestión para que te asignaran estas… Ya… ya arregló también lo del cambio en tu mesada. Lo siento, no pude convencerlo de lo contrario.

— ¡Tendré que sobrevivir con treinta mil dólares al mes! –exclamó Heather en un tono claramente sarcástico.

—Si te quejas así delante de tu padre, él estará feliz de rebajártela aún más.

—Entonces mejor me quedo callada—. Georgina le sonrió. Realmente su hija estaba cambiada, y esta le gustaba más, mucho más. Nunca antes había logrado concluir una conversación con ella en buenos términos, y ahora hasta bromeaban—. ¿Por qué no hay ningún libro en mi habitación? –preguntó ella de repente.

—Ah… porque… no te gusta leer.

— ¿Qué?

—No te gusta… pasaste la carrera a duras penas.

— ¿En serio? ¿Qué estudié?

—Negocios…

— ¿Y sin leer? ¿No me he leído una novela en mi vida?

—No que yo sepa.

—Inaudito.

—Pero puedes salir y comprar una biblioteca entera, si quieres. Tu padre tiene libros, pero no de ese tipo.

—Y tú… ¿no tienes uno que me puedas prestar por ahora? –Georgina se sonrojó—. ¿Estás ocultando algo?

—A tu padre no le gustan ese tipo de lecturas.

—Me vale un pimiento. Quiero leer un libro y lo leeré. Y si tú puedes prestarme uno, más te vale que lo sueltes—. Georgina volvió a reír.

—Estás irreconocible. Está bien, tengo un par que te pueden gustar, pero te recomiendo que salgas y compres los tuyos.

— ¿Salir? ¿Acaso no soy una prisionera?

—Puedes salir si lo haces acompañada por alguien de la casa.

— ¿De verdad?

—Así dijo tu padre.

—Qué bueno, porque me gustaría… hacer unas diligencias—. Georgina frunció el ceño.

— ¿Diligencias? Creí que lo habías olvidado todo.

—Sí, pero… quiero salir un momento.

—Heather, que no sea para comprar droga o algo peor—. Cuando Heather la miró pasmada, Georgina quiso morderse la lengua.

— ¿Soy una adicta?

—Bueno…

— ¡Dímelo!

—Tú nunca lo has admitido. Siempre lo has negado, así que…

—Debería tener los síntomas de la abstinencia, ¿no? ¡Pero estoy bien!

—Sí, eso es raro…

—Te prometo que no saldré a buscar… drogas. ¡Dios! ¡Ni siquiera sé dónde tendría que ir!

—Está bien, te creeré… pero no traiciones mi confianza, ¿de acuerdo? –Heather asintió sintiéndose un poco cabreada con la verdadera Heather. Esa niña lo tenía todo, una madre maravillosa, un cuerpo y un rostro estupendo, dinero, poder… y ¿estaba echando a perder su vida con drogas?

Realmente no se merece esta vida, pensó, pero al instante se sintió mezquina, ladrona.

No, de todos modos, esta no era su vida. Tarde o temprano tendría que volver.

Pero antes, tenía mucho que hacer. Cuando Heather volviera, todo se pondría patas arriba otra vez, así que no podía dejar pasar más el tiempo.

Report
Share
Comments
|
Setting
Background
Font
18
Nunito
Merriweather
Libre Baskerville
Gentium Book Basic
Roboto
Rubik
Nunito
Page with
1000
Line-Height