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C3 2

—Cuántos currículums. Ayer apenas si pude hacer un par de entrevistas –dijo Allegra, mirando las más de diez carpetas con la información de muchos hombres solteros apiladas sobre el escritorio de madera.

Edna no la miró fijamente. Aquellas carpetas las había hurtado en complicidad con una secretaria del departamento de personal de la Automotriz Chrystal. Pero aquello era probablemente un delito federal y moriría en el infierno si Allegra se daba cuenta.

—Sí, quizá tengas más suerte esta vez.

Había sido su nana desde que había nacido; En aquella época Edna tenía 14 años, pero los Whitehurst acudían a ella cuando la niña hacía sus berrinches tan graves que ni la señora ni el señor podían controlarla. Cuando los Whitehurst murieron en aquél terrible accidente de avión, ella ya estaba trabajando de interna en la mansión, y se convirtió en la aya de Allegra, que apenas tenía doce años, y que nunca más volvió a hacer un berrinche.

Ahora miraba a “su niña” estudiar uno a uno los expedientes con información de hombres solteros. Había puesto un clasificado bastante sucinto donde solicitaba a joven soltero, de buen parecer para relación corta. Contrario a lo que se podría haber esperado, muy pocos hombres habían respondido a la solicitud, y Edna dudaba que Allegra tuviera la presencia de ánimo para volver a poner el clasificado en el diario, así que le dio un empujoncito al destino robando las carpetas desechadas por la Chrystal.

Junto con Pamela, la secretaria, habían elegido cuidadosamente a los que afirmaban ser solteros, menores de cuarenta y que, según la foto, eran guapos.

—Me tomé el trabajo de llamarlos, ya están elegidos según los criterios de búsqueda. Ninguno es casado, la mayoría tiene algún estudio decente, son jóvenes y de aquí, de Detroit.

—¿Los citaste?

—Sí, estarán llegando a partir de las nueve de la mañana.

—Edna, son las 8:30. ¡Podías habérmelo dicho antes!

—Te lo estoy diciendo.

—¿Cómo me veo?

—Aceptable.

—Edna…

—Odio esa peluca roja. Tú no eres pelirroja, eres rubia.

—Para mi mal.

—Tonta. Además de rubia, tonta.

—He aparecido un par de veces en las noticias de sociedad; a pesar de que evito a los periodistas, eso ha sido inevitable. No quiero que alguien sepa que soy Allegra Whitehurst, la famosa heredera incapaz de conseguir un novio por el medio habitual. Sería un escándalo, y la junta directiva de la Chystal me acabaría. No, gracias.

—Eres la socia mayoritaria, no pueden acabar contigo o acabarían con la gallina de los huevos de oro.

—Aun así, prefiero evitar problemas –Se detuvo cuando escuchó el timbre—. Ese debe ser uno de los aspirantes.

—Ya me meto en mi rol de secretaria.

—Recuerda la llamada del Señor Thormockton a los cinco minutos.

—No te preocupes, no estarás demasiado tiempo a solas con esos. Si quieres hago subir a Boinet—. Allegra asintió inmediatamente. Boinet era el chofer y guardaespaldas de Allegra. Un cincuentón que negaba a toda costa el haber trabajado para la Interpol, calvo y malencarado, pero que adoraba a Allegra.

Dio unos pasos y miró en derredor la oficina improvisada. Apenas habían puesto un escritorio y unas cuantas sillas. Un cuadro aquí y allí, una maceta y cortinas para el ventanal. Si fuera ella, sospecharía de tanta clandestinidad, pero estaba entrevistando a desesperados, que seguramente no se fijarían demasiado en la falta de detalles y su peluca roja.

Se había cumplido el plazo y no había conseguido a nadie que pudiera ser presentado ante Thomas como su novio, así que había recurrido al juego sucio. ¿Por qué tendría ella que jugar limpio ante alguien como él? Primero muerta que perder.

El día anterior había entrevistado a un par de hombres, pero uno la miraba con demasiada lascivia y otro tenía los dientes amarillos de fumar. De ninguna manera Thomas se creería que ese era su novio. Podría haber contratado a un modelo y zanjar el asunto, pero ese modelo la usaría para ganar fama, y tendría que salir más seguido en los diarios y noticieros, además, ante todo, necesitaba confidencialidad.

Alguien tocaba a la puerta. Se giró y vio a un hombre alto y de cabello castaño oscuro con los nudillos aún sobre la puerta de madera.

—Buenos días. Siga –dijo ella cordial.

—Gracias.

El hombre traía en su mano una carpeta, debía ser su CV, así que extendió la mano y él se la pasó.

—Duncan Richman. Cuéntame –buscó en su mente las preguntas que tenía en su lista mientras se sentaba en su silla de respaldo alto y él hacía lo mismo. Lo miró a los ojos, pero el hombre simplemente esperaba a que ella hablara. Eso la desconcertó. Siempre todos estaban ansiosos por decir algo brillante ante ella y quedar como Aristóteles, o mínimo, como Murphy— Te parecerá un poco extraña mi solicitud, pero verás, es un asunto urgente, y necesito, ante todo, confidencialidad.

—Bueno, me sorprendió un poco la urgencia de la cita, pero acerca de la confidencialidad, todo contrato tiene esa cláusula. No es nada del otro mundo.

—Sí, claro que sí. Contéstame a esta pregunta: ¿Qué es para ti la lealtad?

Lo vio fruncir un poco el ceño, como si la pregunta lo sorprendiera, pero igual contestó:

—Es un término bastante comprometedor. Por eso creo que hay que tener cuidado con a quién se le jura. Puedo serle todo lo leal que me pida, pero por encima de todo, me soy leal a mí mismo, y a mis principios.

—Vaya, parece que lo tiene muy claro –contestó ella. Nunca esperó quedar sorprendida con las respuestas de sus aspirantes a novio. De algún modo, pensaba que al contestar un clasificado así, eran todos unos descerebrados, o en su defecto, desesperados. —¿Tiene familia, Sr. Richman?

—Sí, vivo con mi madre y mis tres hermanos menores. Yo los mantengo.

—Pero en este momento usted está desempleado, ¿no?

—No exactamente. Puede que no tenga un empleo fijo, pero me gano la vida y me da para sostenerlos.

Allegra miró entonces más detenidamente su CV. Tenía un MBI en Finanzas de la universidad de Detroit, lo acababa de terminar; sólo tenía 27 años, y ahora que se fijaba… la foto no le hacía justicia. Era guapo, pero guapo de los de verdad.

—Ah…

—Si me permite decirle, señorita…

—Warbrook

—Srta. Warbrook, puede que no tenga experiencia, pero aprendo rápido, soy observador y me desenvuelvo bien en cualquier medio. Puede pedirme lo que quiera, sólo necesitaré unas pocas pautas, y le prometo que mi trabajo será completamente satisfactorio –Allegra no había dejado de mirar sus labios mientras hablaba, tenía labios carnosos, una barba que parecía tener que ser cortada a diario, y ojos del color de las nueces tostadas.

—Satisfactorio— repitió ella, aunque aquello de la falta de experiencia la dejó un poco confundida. ¿Acaso era virgen?

—Sólo necesito una oportunidad.

Ella asintió. Éste parecía tener cerebro además de belleza física, y quizá lo de ser virgen fuera un punto a favor. Pensó entonces que tal vez con un Armani, o un Dior quedaría como un actor de cine en su mejor momento, y Thomas moriría de envidia.

—Muy bien. Creo que eso es…

—Srta. Warbrook, el Sr. Thormockton la solicita en la línea dos.

—Lo siento, Edna, dile al Sr. Thormockton que en este momento me encuentro sumamente ocupada, que yo devuelvo luego su llamada.

Edna la miró alzando sus cejas en una pregunta. Ella le sonrió. Había encontrado a su novio ideal.

—Bien, supongo que aquí están todos sus datos –dijo, señalando la carpeta.

—Sí, señora.

—Entonces no hay riesgo de que los pierda. Yo personalmente lo estaré llamando. Muchas gracias, Sr. Richman.

Se pusieron en pie y caminaron juntos hasta la salida.

Duncan miró en la sala contigua los otros hombres esperando. Sí, aquello había vuelto a pasar. “Ya lo estaremos llamando”, era lo que siempre decían, y tras él, había una cola de gente con más experiencia y mejores títulos optando por el mismo puesto. Tuvo una inspiración. De alguna manera, a la Srta. Warbrook parecía importarle mucho los principios tales como la lealtad más que los títulos, ya que de eso no habían hablado mucho durante la entrevista, así que se volvió a ella y, mirándola a los ojos, que eran de un desconcertante tono azul violeta, dijo:

—Espero impaciente su llamada, señorita. Y tenga la seguridad que, aunque nunca he trabajado para una compañía como la suya, sé muy bien lo que es la confidencialidad y la lealtad. En mí podrá descansar sus asuntos más privados, pues no tengo por costumbre ventilar los temas de mi trabajo.

Allegra lo miró fijamente. Este le gustaba, pero, aun así, debía ser precavida.

—¿Aunque haya un momento en que lo personal se mezcle con el trabajo?

—Eso puede pasar, no lo niego, pero es donde entra en juego la lealtad, ¿no?

Él le sonrió, y Allegra no fue capaz de contestar nada. Lo vio simplemente dar media vuelta e irse.

Edna se puso en pie y se dirigió a ella.

—¿Y bien? ¿Este sí? ¿Hago que los demás se vayan?

—Sí, diles. No quiero seguir con este asunto tan sórdido un minuto más.

—Ay, cariño. Lo sórdido apenas empieza, ¿no habías caído en cuenta?

Sí, pensó Allegra, pero evocando la figura del tal Duncan Richman, con su metro ochenta y uno, y cabello oscuro, no le molestaría ser besada por él en alguna ocasión… sobre todo si eso sucedía frente a Thomas Matheson.

Duncan llegó directo al taller de Octavio Martínez, un latino que había llegado a Detroit hacía más de veinte años y había iniciado un taller de mecánica junto a sus hijos al lado de una gasolinera. Los talleres mecánicos no eran muy populares en la época, y los propietarios de automóviles preferían chatarrizar el vehículo antes que repararlo, pero como repararlo llevaba menos tiempo y alargaba la vida del auto, se había ido popularizando el trabajo.

Ahora el viejo Octavio tenía trabajando allí a su hijo Martín, al mismo Duncan y a otro par más.

Duncan llegó y se internó enseguida en el baño para cambiarse su traje de sarga marrón por el mono azul que tenía estampado detrás el nombre del taller. Todo el tiempo, durante la entrevista, había estado escondiendo sus dedos chatos de uñas cortas y ennegrecidas. No tenía dinero para pagar una manicura cada vez que tenía entrevista, y esta vez, tampoco había tenido tiempo.

—¿Qué tal te fue? –preguntó Martín saliendo de debajo de un Ford Anglia rojo sangre.

—Lo de siempre: “ya lo llamaremos”; “me gusta su CV, estaremos en contacto”; en fin.

—¿Esta vez quién te entrevistó?

—Una mujer.

—Ah, estás fuera. Seguro el puesto te lo quita una mujer con menos experiencia, pero con más necesidad. Solidaridad de género, que le llaman.

—Yo tengo necesidad.

—Pero no eres mujer. Saliste temprano.

—Eso nunca toma mucho tiempo. ¿Dónde está mi Chevrolet?

—En su rincón de siempre, no me digas que le vas a dedicar más tiempo a esa chatarra.

—No, ahora no, o tu padre me despediría. Pero ya está casi a punto. Cuando me veas desplazarme en mi nave, no me digas nada.

—Sí, claro.

Martín desapareció de nuevo bajo el Ford Anglia. Tenía treinta años, una mujer y una hija; vivía en el edificio frente al suyo, y parecía muy contento con su vida. Hasta ahora, podía llamarse su mejor amigo, pues era con él con quien salía a beber cerveza y jugar bolos o billar de vez en cuando, y, además, era quien mejor lo conocía, luego de la misma Kathleen.

—¿Qué tal la mujer que te entrevistó?

Duncan hizo memoria mientras destapaba el capó de un automóvil que hacía cola para ser reparado.

—Pelirroja teñida. Alta, muy delgada…

—¿Pelirroja teñida?

—No parecía muy natural.

—Creí que era alguna matrona gorda y con bigote.

—No, esta no era mayor que yo. Rezumaba dinero.

—¿Por qué lo dices?

—La ropa, la ropa que usaba parecía tejida por ángeles. Y su perfume…

—Vaya, ¿te fijaste en el perfume?

—Era imposible no hacerlo.

—¿Muy fuerte?

—No, muy bueno.

—Ah. Lástima.

—¿Lástima qué?

—Que no la vayas a volver a ver. A menos que, por cosas de la vida, su carro se vare aquí frente nuestro y tengas que ir a socorrerla —Duncan se echó a reír. Sí, claro. Eso nunca iba a pasar.

La llamada llegó en la tarde. Era simplemente para decirle que lo esperaban en un salón de hotel, y que se solicitaba su presencia allí a las nueve de la noche. Debía llevar su mejor traje. Su mejor traje había sido usado esa mañana en la entrevista, pero entonces Kathleen hizo maravillas con él y lo dejó como nuevo.

—¿No te parece sospechoso que te hagan ir a un hotel a las nueve de la noche? –preguntó ella mientras le revisaba el nudo de la corbata.

—Bueno, sí. Pero es un salón, no una habitación. Además, puede que sea una reunión de nuevos empleados para una conferencia de iniciación, algunas empresas lo hacen. ¿Quién sabe?

—Sí, lo hacen, pero nunca a las nueve de la noche.

—No te preocupes, estaré bien.

Llegó al Hilton con quince minutos de anticipación, a pesar de que había tenido que tomar el metro. Al llegar, la secretaria, Edna, lo abordó inmediatamente.

—Es puntual, perfecto. Venga, acompáñeme. –Duncan la siguió un poco intrigado. La mujer parecía llevar prisa.

—¿Podría decirme para qué soy necesario aquí?

—Ya mi jefa se lo dirá. ¿Qué talla es en camisa?

—M. ¿dónde se encuentran los demás?

—En el salón. ¿Y en pantalones?

—M. ¿Para qué necesita mis medidas?

—¿Calzado?

—9. Repito, para qué…

—No esperará presentarse con esa ropa, ¿no? ¡Es una reunión muy importante!

—No pensé que viniera tan mal presentado, y que su empresa vistiera a sus empleados.

—Esto es una excepción. Ya oíste, Chloe, alista la ropa.

—Sí, señora –dijo una jovencita rubia y delgada, que desapareció de inmediato.

Duncan tomó uno de los ascensores junto con la mujer, que tomó un teléfono celular e hizo varias llamadas anunciando que él ya estaba allí. Las puertas se abrieron y se encaminaron a una habitación. Duncan empezó a ponerse nervioso, pero dentro había mucha gente, y todos, al verlos, se les abalanzaron. Uno empezó a quitarle el saco, otra la corbata, lo hicieron sentarse y entonces le quitaron los zapatos.

—¿Qué está pasando aquí?

—Lo que le dije, es una reunión importante y necesitamos que luzca lo mejor posible.

—¡Pero esa es mi ropa!

—No se preocupe, no le va a pasar nada –dijo un hombre bastante amanerado— y créame, nadie quiere quedarse con eso.

Duncan lo miró ceñudo, pero cuando vio que le pasaban una fina camisa, y luego un traje que debía ser de diseñador, no dijo nada. Se sentía tan bien, tan perfecto bajo los dedos…

—¡Por Dios! ¿¿Qué es esto?? –Gritó el amanerado.

—¿Qué pasa, Giaccomo?

—¡Sus uñas, mira qué horror! ¡No! Dile a Allegra que no serán suficientes quince minutos, necesito por lo menos dos horas para dejar esos dedos…

—No tenemos tanto tiempo. Tienen que ser quince minutos, Giaccomo.

—Nunca me habían retado tanto en mi vida. ¡¡Chloe!! –la misma rubia del lobby apareció. —Trae cloro, thinner, o lo que sea para aclarar esas uñas ya.

Duncan nunca se había sentido tan humillado. Pero se dejó atender. Luego de exactos quince minutos, Salía un nuevo Duncan… uno mejor vestido.

—Me siento en un programa concurso.

—También yo –contestó Edna, y se encaminaron al salón donde se daba una fiesta. Duncan se preguntaba qué diablos le esperaba al otro lado que fuera tan importante como para hacerle cambiar de ropa; lo único que conservaba suyo en aquel momento eran los bóxers y las medias.

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