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C6 5

—¿Que hiciste qué? –gritó Edna Elliot abriendo grandes los ojos— ¡Cuando dijiste que ibas a casa de ese hombre, estaba segurísima de que lo hacías con Boinet! ¿Dónde estaba él de todos modos? ¿Cómo es que permitió que fueras sola a un sitio así?

—No fui sola, fui con Duncan –contestó Allegra con tranquilidad, recostándose en el diván que estaba a los pies de su enorme cama en su enorme habitación. —Además, todo el mundo exagera, el cine y la televisión exageran. La casa de Duncan es muy decente, muy normal.

—Me imagino.

—Son muy agradables. Tiene hermanos gemelos, ¿sabes? Son morenitos, así como él, encantadores.

—Allegra, ten cuidado.

—¿Cuidado con qué?

—Conoces a ese hombre desde ayer, y mírate hoy, ¡ya estás hablando de él como si fuera… como si fuera… ¡Superman!

—Bueno, tú lo viste. De verdad parece Superman.

—¿Entonces te atrae porque es guapo y porque tiene un cuerpo… bien?

—Claro que no. ¡Y no me atrae!

—Vamos, Allegra, te conozco desde que usabas pañales. ¡Claro que te atrae, a mí no me engañas!

Allegra se miró las uñas en silencio.

—De todos modos… él tiene claro que esto es pasajero. Y yo también. Así que no te preocupes.

Edna la miró meneando la cabeza, no le gustaba nada el camino que estaban tomando las cosas. Nunca esperó que el hombre que eligieran fuera a tener un mínimo de personalidad que terminara atrayendo a su jefa.

—Algo bueno hay en todo esto –dijo, dirigiéndose a la salida.

—Qué.

—Desde ayer en esta casa no se ha mencionado el nombre de Thomas Matheson, ni para bien ni para mal.

Allegra dejó salir el aire en un gesto poco femenino.

—Ese idiota… ya ni me acordaba de él.

—Seguro que ya tampoco te importa la dichosa apuesta.

—Ya perdió, de todos modos. Duncan es un hombre de palabra, y estará conmigo un tiempo.

—¿Te das cuenta de que, así dure uno o dos años, cuando terminen, Thomas lo tomará como tu derrota?

—¿Qué sugieres, que le proponga matrimonio a Duncan?

—Esta es una apuesta sin fin. Yo que tú, me andaría con cuidado.

Edna salió dejándola sola con sus dudas y pensamientos. Duncan había dejado claro que no esperaba que eso se alargara demasiado, y ahora ella caía en cuenta de que lo necesitaría por más tiempo. Cerró sus ojos. ¿A qué horas se había metido en semejante lío?

Duncan estiró las piernas y se miró los zapatos. Tenía a Kathleen enfrente con la mirada fija en él, muy poco convencida con las respuestas que le daba. Había tenido que mentirle. Si le decía que Allegra era una novia por contrato, pensaría muy mal de ella. Si le decía que para él eso no significaba nada, y que, al contrario, ella lo estaba ayudando a conseguir un buen trabajo, pensaría muy mal de él. Kathleen se ufanaba de tener una mente abierta y de ser moderna, pero mente abierta o no, era una madre que, como cualquiera, deseaba lo mejor para su hijo, y estaba seguro de que una mujer que ponía un clasificado buscando novio no entraba en esa categoría para ella.

—Entonces conociste a esta chica anoche, en la reunión de trabajo que tuviste.

—Sí.

—Y te gustó, y hoy la trajiste a casa.

—Bueno, ella insistió en conocer dónde vivo.

—Una niña rica como ella sintió curiosidad… vaya. Es especial, ¿no?

—Mamá…

—Está bien, no me lo estás contando todo, pero tienes derecho a tu intimidad. Sólo espero que esta niña no te rompa el corazón como… la tal Daphne esa.

Duncan no quiso recordarle que, a Daphne, la casada, ella le había abierto las puertas de su casa y de su corazón, siendo la mujer equivocada. Dudaba que Allegra Whitehurst fuera la indicada, pero su madre estaba siendo demasiado precavida.

—Igual, no creo que vaya a volver –mintió. El brillo en los ojos de ella al envidiarlo por tener una familia aún estaba grabado en su mente. Estaba seguro que, aunque su casa no tenía lujos ni espacio, a ella le había gustado.

—Pues yo pienso diferente. Parece que no te has mirado en un espejo. Las mujeres te miran y empiezan a comportarse de una manera extraña.

—Ya, no empieces.

—¿Y esta Allegra? No será la excepción.

—Esperar y ver. A lo mejor te sorprendes.

Kathleen se puso en pie y se encaminó a su habitación.

—Voy a ver si consigo que los gemelos duerman una siesta, y de paso yo. Hoy trasnocho.

—Yo me voy al taller. Dejé botado el trabajo esta mañana. Además… tengo que avisar que renuncio.

—Ve, pero cámbiate de ropa. Sería un pesar que dañes ese traje tan caro que llevas puesto.

Kathleen no agregó nada más y Duncan se sintió como lo peor por estar mintiéndole a su madre. Pero era lo mejor, pensó mientras se quitaba el Armani, la verdad, a veces, hacía más daño.

El lunes llegó y Duncan estuvo mucho antes que Edmund Haggerty en las oficinas. Como ya las secretarias y recepcionistas lo habían visto de la mano de la Srta. Whitehurst, lo dejaron seguir e incluso le ofrecieron té y café.

Haggerty llegó a las ocho en punto, y al verlo lo invitó a pasar. Le hizo de nuevo un interrogatorio, esta vez más de tipo laboral, y ante cada respuesta parecía más tranquilo.

—No te voy a mentir, eres demasiado joven, demasiado inexperto, y demasiado guapo para mi gusto.

—Señor…

—Nooo, déjame terminar. Yo estoy viejo, por si no se nota. Estoy llegando a mis setenta, y algún día moriré. No tengo herederos, porque ninguna de mis cuatro ex esposas me dio uno, y cuando desaparezca de este mundo Allegra se quedará con mi parte, lo que la hará la dueña casi absoluta de la Chrystal, un blanco mucho más apetecible para cazafortunas, y más esclava de esta compañía y sus directivos. Estoy hablando de George Matheson, que quiere casarla con su hijo por motivos muy poco nobles, para mí.

—Vaya. Llegué a pensar lo mismo.

—No se necesita ser un genio para llegar a esa conclusión. Si Allegra se casara con el tarado de Thomas, George se haría con el control de todo. Afortunadamente esa chica le terminó, y aunque casi le cuesta la vida, lo ha mantenido al margen.

—Cosa que no le gustó nada al padre.

—Él no la dejará en paz. Allegra le rehúye, y sé que cada que puede, cancela sus citas e inventa excusas para no verlo. Pero él corre rápido y algún día la alcanzará. Necesito un aliado, alguien que no tenga nada que perder en un enfrentamiento con George Matheson.

—¿Y me ha elegido a mí?

—Bueno, tú estás enamorado de Allegra. Si tienes alguna esperanza de poner tus manos sobre la fortuna Whitehurst desde ya te digo que está más que asegurada por la separación de bienes que hice que William pusiera como condición para el matrimonio de su hija en su testamento. George lo sabe, pero es astuto y puede torcer las cosas para su bien. Además, para él o para sus nietos, la Chrystal terminaría tarde o temprano en sus manos.

—Lo mismo yo, ¿no cree?

—Sí, pero no me inspiras tanta desconfianza como los Matheson.

—Gracias… creo.

—Tu trabajo aquí será mero entrenamiento. Te he investigado. Estás limpio en los anales de la policía, tus notas fueron buenas, en la universidad te comportaste; al parecer probaste un poco la marihuana en tu segundo año, pero no te afectó en el comportamiento. Eres mecánico y con eso sobrevives, tu mejor amigo es de procedencia latina y salen de vez en cuando a fumar y jugar billar—. Duncan lo miraba sorprendido. El anciano había hecho la tarea, y no sabía cómo sentirse, si ultrajado o divertido.

—Vaya… mi vida en una radiografía.

—Tuviste mucho mejor promedio que Thomas Matheson, que ni siquiera trabaja en la Chrystal. Sólo se dedica a mujerear y viajar. No quiero que alguien así herede la compañía.

—Y me has elegido a mí.

—No tan fácil. Serás mi segundo, mi asistente. Si en alguna ocasión veo que eres una mala compañía o influencia para Allegra, estás fuera. Si le eres infiel, o la haces llorar, estás fuera. Si cometes un error laboral, estás fuera.

—No estoy de acuerdo con que mi permanencia en esta empresa, y de paso, mi hoja de vida, estén supeditados a mi relación con la dueña. ¿Y si de mutuo acuerdo terminamos y decidimos que es mejor seguir de amigos? Podría pasar, ¿no?

Edmund Haggerty miró con ojos entrecerrados a Duncan, con su calva reluciente y juntando las yemas de sus dedos en un gesto que le hizo parecerse terriblemente a Montgomery Burns.

—Ayer la besaste y yo te vi. Ese no pareció un beso de mejores amigos… —Duncan esquivó su mirada— He tenido cuatro esposas, Richman, y si terminé con todas, no fue precisamente porque no las llegué a conocer, todo lo contrario. Tú sabías que yo te estaba mirando y por eso la besaste, pero a que ella no te es indiferente, ¿no?

Duncan no dijo nada, en principio porque no quería darle el gusto de verlo justificándose, y luego, porque simplemente no supo qué contestar.

Edmund se puso en pie y caminó por su amplia oficina, mirándose las uñas con un ceño preocupado.

—Si haces que se enamore de ti, pon un poco de tu parte, y ámala también. Termina todo lo que empiezas, Richman. Siempre.

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