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C8 7

“Allegra Whitehurst, la heredera de la automotriz Chrystal, y muchos otros negocios del mismo campo, fue vista anoche del brazo de un desconocido, que, según nuestras muy confiables fuentes, es su nueva pareja. Se les vio bastante cariñosos durante la velada del cumpleaños de Arnold Ellington. ¿Será este el nuevo gran amor de la Whitehurst? ¿Será definitivo su rompimiento con Thomas Matheson?”

—¡Dime qué significa esto, y cómo permitiste que pasara! –Bramó George Matheson observando a su hijo cambiar de colores mientras este leía la nota en el diario. No había esperado que ese noviecito le durara mucho, pero ya había empezado a causarle problemas.

—Allegra y yo… no estamos en el mejor momento— dijo, ocultando todo lo demás. No podía, por ningún motivo, darle a entender a su padre que esa relación había acabado.

—¡Eso es más que obvio! ¿Acaso no leíste? ¡Incluso has permitido que se pavonee con otro delante de nuestras narices! ¡Lo ha llevado ya a varias fiestas, y ya la prensa se dio cuenta! Incluso el imbécil de Haggerty lo ha aceptado bajo su ala y lo presenta ante socios y amigos como “un gran muchacho”. ¿Vuelvo y pregunto, cómo diablos permitiste esto?

—Papá…

—Te prohíbo que la dejes ir. La necesitamos y sabes muy bien por qué.

—No puedo…

—¡Sí puedes! ¿O es que vas a dejarle toda esa fortuna a ese don nadie? Es un cazafortunas que vio una oportunidad, y la muy calenturienta le ha abierto seguramente ya las piernas al maldito. Yo sabía que William no debía haberla dejado a ella con el control de la Chrystal, sabía que esto iba a pasar, por eso hice que tú y ella se juntaran. ¿No ves el peligro en el que estamos ahora?

Thomas no decía nada, y aguantaba la regañina mirándose los pies. Era demasiado temprano en la mañana, y no estaba del todo despierto, sobre todo porque la de anoche había sido una noche bastante agitada entre mujeres, trago y… otras cosas. Sabía que su padre tenía razón. Le habían asignado una misión: mantener a Allegra enamorada, y había fallado.

—Reconquístala. Antes de que ese fulano se nos adelante y la haga firmar un poder, o lo que es peor, un acta de matrimonio. Quiero que esta misma semana vayas por ella y te vuelvas a meter en… lo que sea que tengas que meterte.

Thomas alzó la vista y miró a su padre. George llegaba ya a los sesenta, pero no perdía la imponencia. Tenía rasgos cuadrados y un cabello canoso que, por experiencia, sabía que las mujeres veían sexy. Lo que todas esas mujeres desconocían era que, debajo de toda esa clase, buen gusto y apariencia atractiva, se escondía un monstruo.

Ahora recordaba que a Allegra nunca le había gustado su padre. Nunca se lo dijo con palabras, pero no era necesario, ella siempre le rehuía, y si estaba en la misma habitación que él, empezaba a comportarse nerviosa. Y con toda razón. Él en carne propia había experimentado lo que ese hombre era capaz de hacer.

Se puso en pie mirando de soslayo a su padre, sin expresión en su rostro.

—Lo intentaré.

—No, no lo intentarás; lo harás. Thomas, por una vez haz algo bien en tu vida. Recurre a lo que tengas que recurrir, no me importa cómo, tienes que traer de vuelta a Allegra.

—Sí, señor—. Dio la media vuelta y se encaminó a la salida. Antes de tomar el pomo de la puerta, se giró de nuevo hacia su padre y preguntó—: ¿Qué haremos con… él?

—De eso me encargo yo, no te preocupes—. Thomas asintió. Abrió la puerta y salió.

Se pasó las manos, frías, por su cara. Recuperar a Allegra iba a estar bastante difícil. Siempre había sabido que era una mujer de muy baja autoestima, y dependiente del escaso cariño que él le daba. Pero no le había gustado para nada la mirada que le había lanzado anoche a ese hombre, cuando él le había puesto la mano en la cintura y la llevaba hacia la salida.

Esa no era la Allegra que él estaba acostumbrado a ver. Había demasiada chispa en sus ojos, demasiado espíritu en esa sonrisa. Y lo había conseguido otro.

Miró de vuelta hacia la oficina de su padre, y, como si estuviera alucinando, vio cómo de entre las rendijas de la puerta y las ventanas salía una sombra negra que lo podría y desintegraba todo a su paso… debía dejar las malditas drogas.

—Entonces sí es tu novia –Dijo Martín a Duncan, con la boca llena y preparando otro bocado en su plato. Estaban sentados en un restaurante al que Duncan lo había invitado, en celebración de su primera quincena.

Duncan le había contado la extraña relación en la que estaba con Allegra, más que porque él ya se había dado cuenta por los diarios (su esposa, Alice, seguía los cotilleos de sociedad y se lo había mostrado), porque tenía la necesidad de contarle a alguien toda la verdad. No por nada era su mejor amigo.

Martín sonrió.

—Es bonita, ¿sabes? Es muuuy bonita. Joder, yo la quiero para mí.

—Ya tienes a Alice.

—Me quedo con las dos. ¿Crees que Alice se enoje?

—Te matará.

—Qué quisquillosas son. –Miró a su amigo mientras enroscaba en su tenedor sus pastas. Tenía una pregunta rondándole, pero no sabía si hacerla.

—Qué. Qué me ves.

—Eres un tipo con suerte.

—Ah, sí. Yo.

—Una bellísima mujer te ruega que seas su novio, y a cambio te da un excelente empleo. Yo llamaría a eso ser un tipo con suerte.

—Humm, agrégale a eso que me dio ropa de diseñador.

—¿También?

—Hasta zapatos.

—Te odio.

—Contrario a lo que parece, Allegra es una mujer muy sencilla. Grita cuando ve cucarachas y odia los taxis, pero por lo demás, es sencilla.

Se detuvo cuando vio a su amigo mirarlo con ojos entrecerrados.

—¿Y ahora qué?

—¿Tú tienes claro que esto es una farsa y que en un tiempo cada uno tomará su camino, cierto?

—Claro que sí.

—Bien, porque no me gustaría verte otra vez noqueado por una mujer. Ésta es de las imposibles, allá, en otra esfera, con otras costumbres, y otros sueños. No es para ti.

—Eso lo sé, no tienes que decírmelo.

—Sólo cumplía con mi misión de mejor amigo.

—Ah, ¿sí? ¿Y cuál es esa misión?

—Fastidiarte la vida.

Duncan lo miró negando, mientras Martín sonreía muy satisfecho consigo mismo.

Al salir de allí tomó de una vez el metro que lo acercaba a la Chrystal. Había recibido el pago de su primera quincena, pero no era cosa de empezar a derrochar en taxis. Quería reparar pronto su Chevrolet, que lo esperaba en el taller de Octavio, para empezar a desplazarse.

O podría comprarse un coche nuevo, no uno ostentoso, pero nuevo.

No, quería manejar su Chevrolet. Él mismo lo había armado desde cero.

El trabajo en la Chrystal había sido un poco pesado al principio. Haggerty no tenía compasión, lo ponía a leer archivos largos, aburridos y llenos de datos y números, pero había sido lo mejor para empezar. Estaba tan empapado de los movimientos de la empresa que podía describirlos a la perfección, y al parecer, eso era lo que el anciano había buscado desde el principio.

También un tiempo lo había puesto de recadero. Lleva esto aquí, trae esto de allá, encuéntrate con fulano y dale este mensaje. Se había sentido subutilizado, pues sabía que tenía capacidad para algo más que para hacer recados, pero luego había descubierto que era sólo para que empezara a codearse con la gente importante, y tener un tema de conversación con ellos para cuando se reunieran en fiestas y soirées.

Entró a las oficinas principales de la Chrystal al tiempo que los Matheson. El uno lo miró con un odio mal disimulado, mientras el otro le pidió con un dedo mandón que se le acercara. Era Matheson padre.

—Me gustaría tener una conversación contigo en mi oficina. A primera hora de la tarde.

—Señor, trabajo bajo las órdenes de Haggerty, tendría que…

—A primera hora—. Y con esas palabras lo despachó. Duncan lo miró alzando una ceja.

Hizo caso. En cuanto se hizo la hora, se presentó ante las oficinas de George Matheson. Mientras lo anunciaban, Duncan observó que ese piso llevaba el mismo estilo que todo el edificio. Acero negro con cristales oscurecidos, que por fuera reflejaban como un espejo, pero desde adentro se podía ver con claridad el exterior. Los pisos eran de mármol negro pulido, y las paredes, esta vez de granito, estaban decoradas con una que otra obra de arte esparcida en todo el pasillo.

Tanto dinero, pensó, y todo en mano de tan pocas personas.

Desechó sus pensamientos izquierdistas cuando la secretaria le anunció que podía pasar.

La oficina de George Matheson era parecida a la de Edmund Haggerty, a excepción que aquí no había ningún juego de minigolf en la mitad.

—Siéntate –ordenó George.

—No, gracias. Así estoy bien.

George le lanzó una mirada torva, que disimuló dirigiéndose al minibar.

—Tampoco tomarás algo, imagino.

—No, señor, gracias; no bebo en horas laborales.

—Bien. Te preguntarás por qué te hice venir aquí.

—No, realmente –la mirada torva volvió.

—Estás metiéndote en un terreno que desconoces totalmente, Duncan Richman. –Duncan juntó sus manos en un gesto inocente, y George siguió— Puede que tengas estudios, notas altas, y que tengas recomendaciones de profesores universitarios. Aun así, desconoces el verdadero mundo de los negocios –George se encaminó hacia sus muebles forrados de cuero negro y se sentó estirando uno de sus brazos sobre el espaldar como quien se siente dueño no sólo de aquél pequeño espacio, sino del mundo—. Has venido a nuestra empresa, y te has metido en contravía. ¿Crees que conseguirás tan fácilmente lo que te has propuesto?

—No entiendo de qué me habla, señor.

—No te hagas el tonto delante de mí. No necesitas hacerlo. Hablo de la fortuna de Allegra.

—Sabía que cuando me citó aquí, me hablaría de ella. Pero de ella como persona, como mujer, no de su fortuna—. George no pudo contener la risa.

—Ya. Ya veo cómo vas a actuar. –Se bebió lo que quedaba de su vaso de whisky y lo miró fijamente –Entonces se me hace obligatorio advertirte que hay una cláusula en el testamento que William Whitehurst firmó en lo concerniente al matrimonio de su hija Allegra. Separación de bienes. ¿Sabes lo que es eso? Nunca obtendrás su dinero si te casas con ella, y si te divorcias, seguirás siendo el mismo pobre diablo de siempre.

—Me imagino que eso lo cabrea mucho –George lo miró como si no pudiese creer que alguien se atreviera a hablarle así –Una fortuna tan grande, al alcance de sus manos, y tan imposible de obtener. Thomas fue un estúpido al fallar—. Duncan se acercó unos pasos hacia él, e inclinándose un poco, dejó salir el veneno que ese hombre le producía—. No se preocupe, señor Matheson. Para hacerme rico, yo jugaré bien mis cartas. Viendo cómo usted fracasó, aprenderé y no cometeré los mismos errores, así que no se angustie por mí. Las cláusulas matrimoniales no me serán impedimento para alcanzar mis metas.

Y con esas palabras lo dejó. George apretó tanto el vaso de cristal en su mano que a punto estuvo de romperlo. Thomas tenía que moverse. Ya. Había comprobado que ese maldito no se iba a andar por las ramas.

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