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C9 8

—¿Por qué estamos aquí?

—Porque usualmente los novios acompañan a las novias a hacer sus compras.

—¿Dónde dice eso?

—En el manual no escrito de una pareja feliz.

Duncan hizo rodar sus ojos en sus cuencas. Odiaba ir de compras. Lo odiaba realmente. Sobre todo, si era al lado de una mujer. Kathleen le había enseñado bien, oh, Dios, y sólo recordarlo era una tortura.

Su madre se enamoraba de todo, se quejaba de los precios, se medía, se probaba, preguntaba, se entusiasmaba, y luego salía de la tienda alicaída porque le había quedado muy grande, o muy chico, o el color no le había sentado tan bien como creía.

Daphne también había sido una mala experiencia. Ella ponía a las dependientas a sacarle de la bodega todo, para al final no llevar nada, o llevar otra cosa totalmente distinta a la que había pensado comprar.

—No me mires así. Será divertido.

—Dios me ayude.

Allegra lo miró negando con una sonrisa. Sabía que los hombres odiaban ir de compras. El mismo Thomas sólo la había acompañado un par de veces en todos los años que estuvieron juntos, pero quería pasar un día con Duncan, verlo en otro espacio que no fuera una fiesta, o una oficina.

—¿Qué talla son los gemelos?

—¿Qué?

—Quiero regalarles algo. Soy su cuñada, puedo hacerlo.

—En todo caso, no les regales ropa. Te odiarán.

—¿Qué entonces? ¿Juguetes?

—Sí. –Entraron a una tienda especializada para juguetes, y Allegra vio cómo enseguida Duncan se relajaba. Estaba en la sección de videojuegos, y leía las tapas de varios de ellos.

—¿Crees que eso les guste?

—Tienen cinco años, Allegra… saben manejar estos bichos mejor que yo.

—¿Qué tienen?, ¿Wii? ¿Nintendo?

—Una Play. Un poco vieja, pero funciona.

—Llevémosles unos cuantos juegos entonces.

—Serás la mejor cuñada del mundo.

—Eso pretendo –dijo ella sonriendo, y él sintió un apretón en algún sitio remoto al ver su entusiasmo.

—Te gusta dar regalos –no era una pregunta, notó ella.

—Nah, no tengo mucha gente a la que darles. Están Edna, Boinet… y antes Thomas, pero nunca se puso o usó nada de lo que le di.

—Era una mierda contigo. ¿Por qué lo querías?

Su mirada se oscureció, y Duncan quiso darse una patada a sí mismo; de un ramalazo le había borrado la sonrisa que hasta el momento había tenido. Queriendo volver el buen ambiente, la tomó de la cintura y la llevó a otra sección de la tienda.

—Ya que te gusta dar regalos, te ofrezco a mi madre.

—Pero esta es la sección de Barbie.

—Mamá es boba con las barbies. Tiene dos –susurró Duncan, como si Kathleen lo fuera a escuchar.

— ¿En serio? ¡Pero es una adulta!

—Se dice que nunca dejamos de ser niños. Me matará porque descubrí ante ti su secreto, pero amará la muñeca.

Allegra no pudo evitar reír como una niña tonta mientras elegía una muñeca. Las miraba todas como si aún no pudiera creer que una adulta de la edad de Kathleen aún se entusiasmara por ellas.

Duncan respiró más tranquilo cuando vio que Allegra volvía a ser la misma. Y por alguna razón, su mano la buscaba. Si no estaba en su cintura, estaba en su espalda, o actuaba por voluntad propia y le recogía el mechón de cabello rebelde que se le iba a la cara. Era como si sus dedos aprovecharan la menor oportunidad para tocarla. Tontos dedos.

—¿Qué hacemos ahora?

—¿Ah?

—Que qué hacemos ahora. –Duncan la miró confundido. Él había estado, de manera inconsciente, claro, mirando su trasero mientras ella pagaba los vídeos y la muñeca Barbie.

—No sé, ya que compramos juguetes para niños, vayamos y comamos un helado. Eso completaría el día—. Allegra lo tomó de la mano negando.

—No seas tonto.

Lo llevó a un café bar que estaba en el mismo centro comercial. Olía fuertemente a café, y el volumen de la música obligaba a hablar en un tono de voz más alto de lo normal. A pesar de ser temprano en la tarde, había gente sentada a las mesas, algunos bebiendo café, otros, cerveza.

—No me digas que nunca habías venido acá.

—Claro que sí. He traído los gemelos a los juegos infantiles.

—Y habías traído a tus novias, imagino.

—No, no hay hoteles cerca –al ver su cara horrorizada se echó a reír— Sí, sí traje a mis novias. Pero tampoco es que haya tenido tantas.

—Háblame de la última.

—No, no quiero.

—Vamos, tú conoces gran parte de lo que me pasó a mí con Thomas… es justo que yo sepa un poco de ti, ¿no?

Duncan la miró fijamente. No quiso recordarle que si él sabía algo de lo suyo con Thomas era porque ella misma lo había contado para convencerlo de entrar al juego.

—Daphne, se llama Daphne.

—Y…

—Y estaba casada… y nunca me lo dijo.

—Vaaaaya.

—Sí, vaya. Lo descubrí de la peor manera. Ya sabes, él llegó sin previo aviso a su casa y nos encontró… no estábamos vestidos.

—Entonces no eres virgen –Duncan casi se ahoga con su cerveza, y luego del acceso de tos, vino la risa.

—Insistes con eso.

—Sólo quería trastornarte un poco.

—Y lo conseguiste.

—Entonces Daphne estaba casada –siguió ella—. ¿No era, de pronto, que él era un mal marido?

—Eso dijo ella luego. De todos modos, ya no me interesaba escucharla. Me mintió y… en fin. Ya no vale la pena.

—Parece que eres muy quisquilloso con eso de las mentiras.

—Las odio.

La certeza con que dijo aquello provocó en Allegra un cosquilleo en su vientre. Estiró la mano hacia su cappuccino y miró la mano grande de Duncan sosteniendo su vaso. Quería tocarlo, pero no tenía excusas para hacerlo. Deseaba no necesitar excusas para ello…

Cuando se dio cuenta de la dirección que estaban tomando sus pensamientos se detuvo. No podía fijarse demasiado en Duncan. No, no y no. Él estaba más que prohibido. Los hombres en general estaban prohibidos, y estaba segura de que Duncan, teniendo que hacer lo que más odiaba, que era mentir, por culpa de ella, la tenía en un concepto muy bajo.

— ¿Nos vamos?

—Vamos, —dijo él viendo cómo ella tomaba su bolso con algo de prisa. Tomó él las bolsas que contenían la Barbie y los videojuegos, dejó un billete sobre la mesa y salió con ella del café bar.

—¿A dónde crees que vas? –preguntó ella cuando él se encaminaba a la zona de taxis.

—A casa.

—Duncan. Quiero darles yo misma los regalos a tu madre y tus hermanos. ¿Me vas a quitar ese placer?

— ¿En serio quieres volver a mi casa?

— ¿Y por qué no?

—Mírate, Allegra, llevada y traída por un chofer en un coche carísimo, con esos preciosos vestidos y joyas… en mi barrio.

—¿Me estás llamando niña rica consentida?

—Sí.

—Yo podría perfectamente llevar una vida como la que llevas tú, o tu madre, o la tal Daphne, ¿sabes?

—No me digas.

—No soy tan inservible.

—Nunca podrías llevar mi casa, ni siquiera por un día.

—¿Cuánto te apuestas? –Duncan se preguntó cómo habían llegado a ese punto. Pero ya la cosa había tomado rumbo y ella quería apostar.

—Te gustan las apuestas, ¿no?

—Sí, he ido un par de veces a Las Vegas. ¿Cuánto te apuestas?

—Allegra, no es necesario. Mírate, tú… tú definitivamente no encajas en…

—Me tendrás que presentar a tus amigos.

—¿Qué?

—Si pierdes, y yo sí soy capaz de llevar tu casa por un día, organizarás una fiesta y me presentarás a todos tus amigos.

—¿Estás loca?

—Tú me retaste.

—Ya veo cómo fue que tuviste que poner ese clasificado –Ella lo miró con ojos que echaban fuego. Él quiso reír, pero se contuvo.

—Está bien, pero si pierdes, iremos a todas partes, durante un mes, en taxi.

—¿¿Qué?? ¡Duncan, eso no es razonable!

—Cariño, tú empezaste la apuesta.

El mote cariñoso la suavizó un poco, pero no se dejó envolver.

—Este domingo iré a tu casa y te demostraré que soy una mujer normal, capaz de cocinar, limpiar…

—Y atender a dos diablitos de cinco años.

—Y atender a dos angelitos de cinco años.

—Bien, como quieras. Mamá llegará ese día en la tarde, lo cual es perfecto.

—¿Y tú qué harás?

—Reírme de ti—. Ella lo miró con ojos entrecerrados. –Te dejaré al mando, me iré por ahí, no sea que me conduela e intente ayudarte.

—Ja. Un hombre ayudando.

—Por eso. ¿Vamos y le llevamos los regalos a los niños?

Allegra sonrió ya más animada. Tomó el brazo que Duncan le ofrecía y se pegó a él, como si ese fuera el mejor lugar en el mundo.

Allegra entró a la mansión en la que vivía con su veintena de criados con una sonrisa aún en sus labios. La felicidad de Paul y Kevin al recibir el videojuego fue para ella mejor regalo que cualquier otra cosa que ella pudiese darles. Y cuando Kathleen recibió su Barbie no pudo sino reír y darle un manotazo a su hijo en el brazo por revelar su secreto.

Se había quedado con ellos a cenar, y aunque uno de ellos no estaba, el siempre ausente y misterioso Nicholas, todo fue sonrisas y charla animada.

A la salida, Duncan la había acompañado y la despidió, ella vio, con la mirada fija en sus labios como si quisiera besarla, pero sin atreverse a hacerlo.

Ella también había deseado besarlo, pero se contuvo.

Ahora estaba feliz, aunque no muy segura de por qué, y cuando se dio cuenta, estaba sentada ante el piano de cola situado en una de las salas de recibo de la enorme mansión. Destapó las teclas y las acarició como un amante acaricia la piel de su amada. Hacía mucho tiempo no las tocaba, realmente, desde hacía… más de 13 años, antes de la muerte de sus padres. Suponía que lo que había aprendido entonces se habría olvidado, y probó.

Twinkle, twinkle seguía allí, como siempre, y entusiasmada, probó con una más compleja.

Los acordes resonaron en la mansión, que hacía mucho no los escuchaba, y poco a poco criados de todos los rangos se asomaron para escuchar y apreciar la música. Edna se secó la comisura de los ojos con la punta de un pañuelo, feliz. Su niña había vuelto.

—Tanto tiempo –murmuró Boinet, y Edna se sobresaltó un poco. Escuchar hablar a ese hombre era un acontecimiento, sobre todo cuando hablaba sin que nadie le hubiese preguntado nada.

—Sí. Tanto tiempo –concordó ella.

En el momento sonó el timbre de la puerta principal, y una de las muchachas uniformadas fue a abrir. Al otro lado de la puerta estaba nada menos que Thomas Matheson.

—¿Qué quieres? –preguntó Edna con cara de pocos amigos.

—Hablar contigo no es. Busca a Allegra.

—Es tarde para hacer visitas, ¿no te parece?

—Yo no soy una visita cualquiera, y házmela llamar, no me hagas perder el tiempo.

—Vete. Ella no quiere verte.

—Que me lo diga ella.

Edna lo miró queriendo fulminarlo allí mismo, volarle la cabeza, darle un puntapié en su zona más sensible, pero se contuvo, y fue a buscar a Allegra, que volvía a tapar las teclas del piano.

—¿Qué quiere? –preguntó ella cuando Edna le dijo de su inesperada visita.

—Dice que hablar contigo, y no se irá si no eres tú misma quien lo echa, así que, por favor, sácalo de aquí.

Allegra se puso en pie y se dirigió a la pequeña sala donde Edna había llevado a Thomas, que se había servido una copa de vino por sí mismo.

—¿Qué haces aquí, Thomas?

—Quiero hablar contigo.

—¿Y de qué? –Thomas la miró fijamente. Ella era hermosa, con su piel tan blanca y suave, sus ojos azul violeta y el cabello rubio que le caía a la nuca en un corte recto. Era hermosa, y sin embargo…

—Te he echado de menos –Vio que Allegra hacía cara de sorpresa—. Es verdad. Te he echado mucho de menos. Quiero que volvamos.

Allegra no lo pudo negar, esas palabras la habían emocionado un poco. Muchas noches deseó que él volviera con ella; era la única persona, que no recibía un sueldo por parte suya, que se interesaba en ella y le había dicho alguna vez que la quería. Y ahora él volvía y le decía eso que ella tanto quería oír.

—Tengo que olvidar entonces el haberte visto con otra?

—Allegra, eso fue… un desliz, un error. No volverá a pasar.

—No es posible, yo ya tengo a…

—¿Al idiota ese? Por favor, los dos sabemos que ese imbécil es un “equis” que contrataste para restregármelo en la cara. ¡Bien, ya lo hiciste! –Se acercó a ella y le tomó la cintura— Por favor, no me hagas sufrir más y vuelve conmigo, ¿sí?

Él empezó a besar su mejilla, su oreja, su cuello, como esperando que con esos mimos ella se ablandara. Confundida, Allegra se alejó.

—Lo siento, ya es muy tarde.

—Te amo, Allegra –los ojos de ella eran anhelantes, hambrientos. Ella quería ese amor, lo había deseado toda su vida. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Vuelve conmigo. Te prometo que esta vez nos casaremos, te llenaré de niños, y me haré viejo contigo, pero por favor vuelve conmigo.

Exactamente aquellas imágenes se pasaron por la mente de Allegra, y al ver que lo consideraba, Thomas volvió a acercarse para acariciarle el cabello, darle pequeños besos en el rostro. Pero ella tenía a Duncan, y él odiaba las mentiras.

—Tendré que hablar primero con Duncan.

—No…

—Déjame hablar con él. Mañana lo veré y…

—No dejes que te toque.

—¿Qué? —preguntó ella un poco aturdida.

—No dejes que te ponga una mano encima.

Allegra se alejó de nuevo, y esta vez, puso un mueble de por medio.

—Thomas, no tienes ningún derecho sobre mí. Tú y yo terminamos porque te encontré poniéndole algo más que una mano encima a otra.

—Olvídalo ya. No volverá a ocurrir.

Pero lo recordó, y eso hizo que se estallara la burbuja en la que con su magia Thomas la había metido. Se alejó de él aún más y se pasó las manos por la cara y el cabello con angustia y dándole la espalda.

—No, vete.

—Allegra.

—¡¡Vete, vete!! Vete o haré que Boinet te saque a rastras.

—Recuerda que te amo. Eres mía, Allegra. Fui el primero en tu vida, y seré también el último. Haré que vuelvas a mí.

—¡¡Que te vayas!!

Thomas le miró la delgada espalda con sonrisa triunfante. Dio media vuelta y salió de la sala. Esa caía pronto.

Allegra, en cambio, se dejó caer en uno de los muebles de la salita. Lloraba otra vez, por ser tan tonta, por necesitar tanto el amor, el amor de alguien, el de quien sea; por sentirse tan sola. Apoyó su cabeza en su brazo y lloró miserable.

—Alguien que me ame –sollozó— por favor.

Al otro lado de la ciudad, un hombre dormía solo en su cama, con el brazo apoyado sobre la frente, sin poder dormir; mirando el techo y recordando, recordando a una rubia darles a sus hermanos gemelos un tonto juego, y, sin embargo, sonreír como si hubiese vuelto triunfante de la guerra de independencia.

—No, no puedes enamorarte –susurró entre dientes. Cerró los ojos con fuerza, y se sintió como si intentara asustar a un dragón con un fósforo encendido.

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