Morir no sera un descanso/C3 Capitulo 3. El Síndrome de Cronos.
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C3 Capitulo 3. El Síndrome de Cronos.

–Bien. Entonces voy a lo que me preguntabas.

Fue hace veinte años que sucedió lo que voy a referirte. Cuando quizás tú comenzabas a dar los primeros pasos. Samul había adquirido la Atrahasis y estaba eufórico, con ganas de probar su capacidad de vuelo. Y no se le ocurrió mejor sitio para hacerlo que afuera, en la órbita.

Allí le aplicó toda la potencia, desoyendo las alertas de la vigilancia orbital y de Síbil. Confiado en los datos del panel de instrumentos, que supuestamente le mantendrían fuera de riesgo, traspasó algo que llama la Frontera del Sueño…

–Sé lo que significa, ya aprendí eso. –tercia Dwila– Es como una línea invisible, un límite demarcado en el espacio más allá de la órbita alta. Este límite quebró en pedazos el sueño de los terrícolas de expandirnos por el cosmos. Quien lo traspasa se arriesga a enfermarse con el único mal para el que no se ha hallado cura todavía: El síndrome de Cronos.

–Bien dicho. –continúa el Almirante– Pues, cuando Samul llevó la nave al límite de su potencia, en algún momento cruzó esa barrera invisible.

La Atrahasis fue localizada horas después por la patrulla orbital, viajando a la deriva. Dentro hallaron a Samul en completa parálisis. Sus manos crispadas todavía se aferraban a los mandos, como si hubiese hecho un supremo esfuerzo por reponerse...

Quizás ya lo sabes, pero igual te explico que existe una misteriosa y conexión entre los seres humanos y el planeta que habitamos. Como un cordón umbilical inmanente que sostiene y alimenta nuestra integridad biológica y mental. Dependemos de nuestro mundo y nos hallamos sujetos a él. Y es esta sujeción la que se rompe al alejarnos en el espacio, lo que comienza a suceder aproximadamente a mitad de camino entre la Tierra y Marte.

A partir de allí, quienes continúan caen en un estado intermedio entre el sueño, el desvanecimiento y el coma, sin llegar a perder la conciencia. El afectado sigue percibiendo la realidad, pero su respuesta a los estímulos externos es excesivamente lenta. En tal manera que puede tardar horas en emitir una simple palabra.

Esto se debe a que los ritmos circadianos, otro misterio difícil de explicar, se vuelven asincrónicos y el discurrir del tiempo del égom y del cuerpo comienza a darse de modos diferentes. De allí el nombre de Síndrome de Cronos. Es la única enfermedad que permanece en el mundo. Y es incurable por cuanto no es solo una enfermedad del cuerpo, sino que atañe al égom. Quien padece el Síndrome puede encarnar normalmente en otro cuerpo, pero no por ello podrá librarse del mal.

Samul quedó convaleciente y fue confinado en una cápsula yátrica, diseñada para darle ilusión de movimiento. La llaman Simulador de libertad. Allí, inmerso en un ambiente virtual, al afectado le parece que todo está bien y que vive normalmente en el mundo. Algo útil, eventualmente, para mantener el buen ánimo del égom y activadas las funciones del cuerpo y la mente. Pero ineficaz en sí mismo contra el padecimiento.

En ese entonces había miles de enfermos del Síndrome de Cronos por todo el mundo. La mayoría de ellos eran de los resucitados y al contrario de Samul, casi todos habían enfermado del mal en sus otras vidas. El hecho de resucitar no les resolvió el problema. Llegaron enfermos a la nueva civilización.

Eran la consecuencia de un error de cálculo. En una época lejana, cuando había concluido la terraformación de los planetas Marte y Venus, se decidió por los sabios del momento que aquellos emporios estaban listos para establecer colonias humanas.

Los droides que ha mucho estaban allí de avanzadilla, habían compuesto una biósfera armónica, parecida a la de la Tierra. Y hasta construyeron poblados campestres, con sus sistemas agrícolas y ganaderos. Entonces, cuando creyeron que todo estaba listo, se decidieron a mandar personas para que poblaran esos emporios.

Ingenuamente, nuestros ancestros tomaron el buen desarrollo de la vida animal y vegetal en Marte y Venus como señal favorable de que la vida humana también se desarrollaría sin problemas. Pero desconocían un detalle: los animales no tienen un égom individual. El Síndrome de Cronos no los puede afectar.

De modo que, simultáneamente, enviaron las naves repletas de emigrantes, hacia los dos destinos. Los nuevos colonos desembarcaron con todo el jolgorio de una gesta histórica. Pero al poco tiempo comenzaron a caer como moscas. Y como las naves que los habían llevado no contaban con suficiente combustible para regresarlos, no hubo modo de sacarlos de vuelta. Todos murieron a consecuencia de la parálisis, que les impedía emprender cualquier acción mínima para salvarse a sí mismos…

Tras saber lo sucedido a Samul nos apuramos a venir aquí para verlo y lo encontramos en condición grave, tendido dentro de su cápsula de vida simulada. Tenía la mirada clavada en el techo y los ojos muy abiertos. No dio señales de notar nuestra presencia. Nohemí, desconsolada por la tragedia, tampoco añadió nada alentador a lo que ya sabíamos. No había cura posible para nuestro entrañable amigo.

Samul, en su triste condición de impotencia, había logrado articular una única palabra dirigida a su compañera: «libérame», le había suplicado. Quería sin dudas que liberaran su égom y lo dejaran vagar en la dimensión etérea hasta el día que se encontrara una cura para su mal. Pero Nohemí se negó rotundamente. Prefería que estuviera en un cuerpo físico, cerca de sus seres queridos y no en la dimensión egómica donde ni siquiera hallaría otro égom para acompañarse.

Yo entendía su posición, conocedor de lo enérgico y determinado que era Samul. Él odiaba profundamente ser una carga para los demás.

Pero jamás desistimos de nuestro afán de salvarlo. Cada domingo nos reuníamos, todos sus amigos, para debatir el tema de su enfermedad y compartir las novedades sobre el tema. Acordamos que siempre que nos reuniéramos cada uno debía traer alguna propuesta de solución. Así lo hicimos por semanas, pero todo lo que se nos ocurría resultaba absurdo e improcedente, a criterio de Síbil. El fin de aquellas jornadas socráticas, donde compartíamos criterios en línea con millones de interesados de cualquier sitio del Orbe, era estimular la estructuración de un Legado, una solución exitosa que significara la cura de Samul y de otros miles de afectados.

Pasaron meses de búsqueda y cavilaciones interminables, hasta que surgió la conjetura de llevarlo de vuelta a la Frontera del Sueño, para ver si existía la posibilidad de revertir el proceso. La idea era ubicarlo exactamente en el punto opuesto del plano orbital donde se había dado el incidente.

Teniendo como premisa el hecho de que todo en el universo tiene su opuesto: la luz tiene la oscuridad, el abajo tiene el arriba y la enfermedad tiene opuesta la salud…dedujimos que la sincronía entre el égom y el cuerpo, perdida en cualquier punto del campo gravitatorio terrestre, debía restablecerse en el lugar opuesto a donde se había adquirido.

A esa inusitada conclusión llegamos, cuando no surgía ninguna otra propuesta coherente y habíamos decidido que la resignación no era una alternativa. Nohemí aceptó poner en marcha el plan, convencida de que se debía intentar todo y que ya nada peor podía sucederle a Samul. Así, con esos débiles presupuestos, pero con inmensas ganas de ver a Samul restablecido, decidimos concretar el experimento.

No hubo problemas en ubicar el punto opuesto ya mencionado. Síbil hizo los cálculos necesarios y nos dio las coordenadas que necesitábamos. De inmediato nos fuimos a la órbita, cada uno en su nave y la Atrahasis llevando a Samul en modo autónomo, recluido en la cápsula yátrica. Detenidos en el espacio, a una considerable distancia de la zona de peligro, enviamos la nave de Samul adelante, para que se ubicara en el sitio señalado por Síbil.

Entretanto saltaron las alertas de la vigilancia orbital y hubo una avalancha de advertencias, que desoímos a propósito. Por transvisión vimos aproximarse patrullas de vigilancia. Se dirigían la región del espacio donde había entrado la Atrahasis. Por suerte, poco tiempo después, la nave de Samul regresó tranquilamente por donde se había ido y para cuando las patrullas llegaron ya nos habíamos retirado del lugar.

Al regreso sacamos fuera a nuestro amigo, para comprobar con tristeza que continuaba en postración. No movía ni un músculo y sus ojos permanecían como de habitual, fijos en un punto de la nada. Pero echando a un lado el desaliento lo sacamos de la cápsula y nos pusimos a masajear su cuerpo y a percutir sus extremidades. Algo tenía que suceder...

Y justo cuando comenzábamos a lamentar nuestra actitud irreverente para con el cuerpo de nuestro amigo, Samul pegó un grito pavoroso y se irguió dentro de la cápsula, como un cadáver que se levanta de su mortaja.

Hizo una señal de saludo… Y nos dimos a abrazarlo y luego a saltar como dementes por toda la tienda…No es posible describir nuestra alegría, mucho menos la emoción de Nohemí en esa hora.

Al día siguiente aquello era noticia mundial. La ciudadanía le exigió a Síbil que hiciéramos público el contenido del potencial Legado. Gustosos aportamos los detalles de lo hecho, el «método» aplicado y la insulsa teoría que lo respaldaba.

En las semanas subsiguientes muchos se dieron a la repetición del experimento con miles de otros afectados. Pero el intento de sanarlos resultó fallido en la totalidad de los casos. O bien no había datos suficientes para calcular las coordenadas en que debían ubicarse aquellos pobres expedicionarios en desgracia, o bien la curación de Samul había sido un acto de casualidad. El caso es que no pudimos asentar un Legado…

–Tenemos un amigo que todavía preserva las creencias de los antiguos, Percival. – subraya Gormu – Él vertió el concepto de que la curación de Samul fue un acto de fe colectiva. A veces me inclino a pensar lo mismo. El hecho de que no funcionara nuestro método en ninguna otra persona me parece una clara evidencia de algo milagroso… ¿no crees?

–No lo sé. –Dwila se encoge de hombros, con expresión lánguida. – Tampoco los milagros son exclusivos para una sola persona – arguye finalmente.

–Esa es mi historia preferida–apunta Gormu –Pero supongo que primero debo aclarar aspectos de mi vida personal…

–Adelante–le insta Dwila con ávida vehemencia–quiero saber de dónde has venido, cómo fue que llegaste a este mundo...

El sirviente náper, que lleva ya rato parado ante ellos sosteniendo una bandeja dorada en sus manos, le ofrece a Gormu tomar uno de los pastelillos que asegura, son exquisitos. Gormu declina con suavidad el ofrecimiento. Luego resopla largamente y da inicio a la siguiente narración.

–Yo nací al final de la era cristiana, mucho antes del Gran Descubrimiento…

Y a partir de esa frase, Síbil se introduce para apoyar su relato. El asistente cibernético se muestra esta vez como una imagen gemela del propio Gormu.

– En esa época se contaban los días y las horas en la tierra como algo angustioso. –relata el doble de Gormu, que en realidad es Síbil –Los humanos de entonces vivían bajo el acicate de la muerte y del tiempo, un gran dúo criminal, destructor de los sueños, implacable e irreversible. Fue una era de turbulencias y pocos adelantos civilizatorios. El caos predominaba en el mundo. Existían países poderosos y prósperos, pero la mayoría de las naciones se hallaban sumidas en la ruina total. Esto incitó a la gente a emigrar de modo masivo. Escapaban de sus países empobrecidos y diezmados por los desastres hacia los emporios ricos. Dejaban atrás sus tierras estériles e incultas para irse a otras tierras fértiles y cultivadas. Algunos escapaban de la opresión de sus brutales gobiernos en busca de un ámbito social más reposado. A tenor de estas migraciones estallaron conflictos fronterizos. Los países ricos, negándose a ser invadidos por estas hordas de necesitados, movilizaron sus ejércitos parar detenerlas.

Pero la intervención de los ejércitos convencionales, harto inefectiva, no resolvió el problema, que se hizo grave. Por tanto, la política estratégica entró en el ruedo. Y las potencias militares simplemente amenazaron con lanzar ataques atómicos preventivos contra las naciones que no lograran mantener a sus ciudadanos dentro de las respectivas fronteras.

Los gobiernos amenazados, sin embargo, estuvieron lejos de ceder. Más bien se alzaron con voz desafiante y tono belicoso, poniendo por delante sus propios arsenales nucleares, desarrollados en estricto secreto. Esto puso al rojo vivo las tensiones. En principio parecía un simple juego de pulsear, sin más consecuencias. Pero, la propia opinión pública exacerbó los ánimos y pronto se dieron ultimátums de guerra. Y cada ejército aprestó sus misiles.

Y la gente supo que la guerra atómica tanto tiempo temida era ya inevitable. Ya nada podría frenar un holocausto. Así que millones de ciudadanos procedieron a habilitar los refugios subterráneos que perduraban de guerras anteriores o construyeron nuevos, en desesperado anhelo por sobrevivir al desastre que se avecinaba y que al fin acaeció: la más grande y destructiva de todas las guerras que haya conocido nuestro mundo. La Última Guerra Mundial. De su terrible aspecto no quedó mucha evidencia. Millones de personas la recibieron resguardados en otros tantos miles de refugios. Y dado que al día siguiente de su comienzo cesaron todas las trasmisiones en la red y las comunicaciones en radiofrecuencia, no había manera de saber qué sucedía en el mundo exterior, ni era prudente aventurarse fuera de los refugios, pues se corría el riesgo de morir a causa de las radiaciones residuales.

–Cuando comenzó aquella guerra–explica Síbil a Gormu, aunque direccionando cada palabra hacia Dwila– tú estabas por cumplir setenta años. Eras un “anciano”, el término que se usaba entonces para describir a una persona decrépita y al borde de la muerte. Te sentías realmente cansado y enfermo…

Dwila detiene a Síbil con un gesto. Luce estremecida.

–Dios mío…pero…– pregunta a ambos, angustiada– ¿Dónde estuviste todo ese tiempo? ¿Pudiste salir airoso?

–Tuve un poco de suerte, quizás. –responde Gormu –Según los datos guardados, yo estaba con mi familia y otros varios miles de personas en un refugio bajo las montañas, en el país donde vivíamos. Allí teníamos provisiones para pocos meses. Sin embargo, pasó todo un año y aún no podíamos salir a la superficie, así que los alimentos se agotaron.

Nos vimos pronto en la disyuntiva de salir afuera y morir (me refiero a morir de verdad, no como es usual ahora; entonces no había la posibilidad de conseguir otro cuerpo para meter el égom) bajo los efectos de las nubes y lluvias radiactivas o por inanición dentro del refugio. Entre las dos opciones escogimos la menos cruel: morirnos de hambre.

Sin embargo, gracias a ese orden inusitado que el instinto impone y a la grave marcialidad que el deseo de salvación nos impregnaba, el hambre no pudo vencernos. Por consenso, en asamblea solemne que reunió a todos dentro del búnker, se instituyó un canibalismo racional, bien planificado. Se sometieron a sorteo las personas que debían ser sacrificadas y luego cocinadas como alimento en la olla común...

–Puede que parezca morboso decirlo, –interviene Síbil de nuevo– pero no hay registros de que nadie se quejara por su suerte, si le tocaba servir de alimento a los demás. Todos entendían lo extraordinario del momento y lo que estaba en juego: la perdurabilidad de la especie.

Por eso cuando al cabo de otros dos años pudieron salir fuera de los refugios, aquellos que sobrevivieron–la exigua cuarta parte de los que habían visto el comienzo de la guerra–se sentían orgullosos de sus mártires, aquellos que se habían inmolado por la causa de la Vida.

–De mi familia y amigos cercanos solo quedé yo con vida dentro del refugio. –asevera Gormu – A todos ellos les fue fatal en el sorteo. –concluye con aire sombrío.

–Vaya…– musita Dwila a su lado. Mientras, el dorso de su mano atrapa una gota acuosa que hace malabares en la punta de su nariz.

–Lo cierto es–continúa narrándoles Síbil– que, al amanecer del día primero de un mes cualquiera, había paz en la tierra, aunque seis mil millones de individuos habían dejado de caminar sobre ella y ya no existían más. También quedaban en pie unas pocas ciudades de menor importancia. En estas ciudades y en las pocas regiones que no tuvieron el impacto directo de los misiles ni el influjo nefasto de las radiaciones residuales, se juntó el remanente humano.

Y los supervivientes se entregaron a sepultar los montones de cadáveres y a la restauración de las cosas, en un mundo quebrado en su raíz y en su esencia, pero que, como es obvio, no se acabó en aquel siglo ni después, hasta ahora.

Fue solo el ocaso de una era y el comienzo de otra. La Vida, desde luego, siguió su curso pujante. En una decena de años hubo ciudades y pueblos que funcionaban con normalidad, y hallaron la manera de limpiar la contaminación radioactiva y sepultaron hasta el último cadáver. La prosperidad brotó como loto en medio de las cenizas del holocausto. Pronto hubo alimentos y bienes suficientes para todos los que quedaron.

Dwila solicita al servicio dos burbujas de jugo de naranja y le ofrece una a Gormu en silencio, pretendiendo no interrumpir el relato de Síbil.

–Gracias… –musita Gormu, escanciando largamente.

La joven oyente parece insaciable:

–Pero me has contado que después del fin de esa guerra hubo otras calamidades.

Gormu suspira, echando a un lado la burbuja.

–Así es, desgraciadamente la paz que vino después tuvo un costo en libertades muy alto. Yo, por suerte, dejé el mundo de los vivos mucho antes de ese tiempo.

–En los nueve siglos subsiguientes la Tierra fue regida por un Gobierno Mundial. A ese periodo se le conoce como Edad de las Tinieblas. –sigue contando Síbil–Se le llamó también Cuarto Reich. Este gobierno mundial tenía su sede en una base secreta en la Luna. Desde allí ejercieron su poder omnímodo sobre el mundo durante siglos.

La enseñanza en los colegios de esa época solo consistía en inculcar la obediencia ciega al Poder Mundial. Con mitos añadidos sobre la supuesta relación de dicho Gobierno Mundial con entidades y poderes extraterrestres.

Tales especulaciones llegaron a convertirse en política oficial. Se trasmitían imágenes de supuestos visitantes alienígenos, interesados en ayudar a la humanidad e intervenir en su progreso como benefactores. Se les veía siendo recibidos en la sede lunar, con grandes protocolos diplomáticos...Pero todo era una falsedad, un descarado montaje de los gobernantes.

Sin embargo, la hábil propaganda hizo que la gente quedara convencida y esperanzada acerca de la pronta ayuda en alcanzar la felicidad que aquellos «seres» les prometían. Aún las religiones tradicionales fueron sustituidas por cultos de alabanza a los «pleyadianos» y «andromedanos», proclamados como los mecenas del salto civilizatorio.

En un principio la gente comenzó a protestar, en vista de que los tales benefactores nunca aceptaban bajar a la Tierra para mostrarse en lugares públicos y dar un discurso frontal, como exigían los más atrevidos. Era común que esas personas, los que exigían ver en vivo a los visitantes siderales, desaparecieran misteriosamente. Se notificaba luego con «pruebas» y declaraciones a la prensa mundial que los «amigos extraterrestres» los habían abducido en un acto de generosidad, para llevarlos a su mundo paradisíaco, como un premio a su ejemplar conducta. Una argucia del poder gubernamental para eliminar a las mentes despiertas del mundo.

Como resultado de ello se impuso el sopor intelectual y la estupidez en las conductas sociales. Los adelantos técnicos se hicieron obsoletos y nada nuevo surgió en muchos siglos. En cuanto a las artes, se limitaron a reflejar los supuestos detalles de una futura unión con los benefactores.

Pero como del aludido pacto con los alienígenas jamás se benefició nadie, excepto aquellos que lo anunciaban a todo trapo desde el gobierno, llegó un día cuando el mundo volvió en sí y los pueblos se alzaron en rebeldía, expulsando al Gobierno Mundial de su Olimpo, en una revolución sin armas. Ese día cada ciudadano hasta el último rincón del mundo se declaró en abulia voluntaria. Inacción absoluta. Fue la más extraña de las revoluciones…

Y los gobernantes del mundo, que parecían inalcanzables en su fortaleza lunar, fueron obligados a abdicar. Luego las naciones recuperaron su independencia y asumieron gobiernos propios. Fue el final del odioso y prolongado Cuarto Reich.

– ¿Te aburre mi plática? –pregunta Síbil a Dwila al verla que bosteza y se despereza arqueando la espalda como un felino.

– Es hora de dormir, mi querida. –se dirige a Síbil– ¡Así que, choveian!

Síbil desaparece.

–Pero ya he perdido el sueño. ¿También tú? –dice Dwila en cuanto Síbil desaparece, guiñándole un ojo a Gormu– Tengo ganas de relajarme un poco.

Dwila se pone en pie y tomándolo por ambas manos lo hala hacia ella. Enseguida sopla contra los divanes, que se alejan de ellos y luego se disipan.

– Me gusta resbalar. ¿Vienes?

Gormu sonríe con sospecha.

– ¿Resbalar en el grav? Me agrada, solía ser mi gimnasia por las mañanas.

Respira aliviado. Por un momento ha esperado otra invitación al sexo, pero la cosa no se concreta. Tiene la intención de mantener a raya a Dwila, aunque igual teme parecer que desprecia su amabilidad. Solo intuye que una caída en su órbita de afectos significaría enamorarse… y olvidar a Xena, lo cual no quiere hacer. Aun cuando en breves lapsos cuestione sus remilgos y se acuse a sí mismo de imbécil, por no arrebatar a la bella damita y darse sin más un banquete de placer. Pero Xena está en su visión, cual centinela que vigila sus pasos.

¿Dónde está ella ahora? No lo sabe. ¿Qué cuerpo y que apariencia ha tomado? Las posibilidades son infinitas. Le pregunta a Síbil, pero esta insiste en recordarle que Xena está bajo cláusula de privacidad.

Conoce, empero, una forma segura de reconocerla, incluso si tuviera el cuerpo de un ogro: su manera de besar. El beso de Xena es inconfundible, como una huella de ADN. Por ello, astutamente y por comprobar, ha besado a Dwila. Bien hubiera podido ser Xena, pero sus besos son diferentes. Definitivamente, Dwila no es Xena.

– ¿Qué decías de resbalar? –le susurra Dwila cuando salen fuera del gran palacio del sultán hacia la noche estrellada.

– Ah, por supuesto, que me despeja mucho… Y la noche es cálida. –accede Gormu.

La fuerza del grav se encuentra activa por todo el valle y sus pies quedan suspendidos del suelo, sin apenas tocarlo. Dwila se adelanta y comienza a surfear entre los montículos de arena con inusitada temeridad. Va en dirección al océano. Gormu contempla como se aleja abriendo los brazos como un ave que planea, mientras la brisa de la noche le avienta el cabello.

Se percata de su intención de impresionarlo con atrevidas piruetas. Resbala él también para alcanzarla. Pero ella se aleja de nuevo y hace como que se apiada de su lentitud y torpeza, da un último giro retador y se le detiene justo delante. Se aferra a su cinturón, pega su rostro al suyo; ambos rozan nariz con nariz. La viva y plateada luz de las estrellas vuelve la imagen de Dwila inusitadamente hermosa y apetecible…

– ¿Necesitas ayuda, vejestorio? – le espeta con deliciosa burla.

Por toda respuesta Gormu toma impulso y sale disparado, da la vuelta y pasa por su lado a toda velocidad, dejándola tambaleante. Dwila se va tras él, pero por mucho que se esfuerza en alcanzarlo, finalmente tiene que desistir y se detiene, desalentada.

Él entretanto surfea sobre las rocas puntiagudas y hace un doble salto mortal, que deja a su oponente con un palmo de narices. Cuando llega hasta ella, la encuentra jadeando como una posesa.

–No seas exagerado querido… – le requiere cuando recupera el resuello. – no quiero competir, solo que vayas a la par mía, contándome… esa letanía de quejas… que es la historia de tu vida. – se adelanta suavemente, halando su brazo– Puedes hablar mientras nos deslizamos ¿Ves?

Gormu no para de mirar sus misteriosos ojos verdes, que tampoco parecen querer desentenderse de los suyos.

–Si me contradices te decapitaré en cuanto amanezca. –concluye Dwila, fingiéndose enojada.

–No lo haré.

Dwila se le acerca y recuesta la cabeza en su hombro en un rapto de ternura.

–No importa. Mañana me contarás otra historia, mi querido Príncipe Almirante… – y enseguida añade con voz muy grave y expresión dictatorial– Te has ha ganado el derecho a vivir un día más...

Son las tres de la madrugada y una brisa sigilosa recorre las arenas en dirección al océano. El cielo, con su Vía Láctea virtual ofrece un poderoso resplandor argentado que configura y delinea las montañas contra el lejano horizonte.

–Tengo frío. –musita la joven dama, constreñida en su abrazo– ¿Quieres…? –Dwila deja la pregunta en suspenso.

“Allá vamos.” –Gormu musita para sus adentros. Con todo, la estrecha aún más fuerte entre sus brazos, con un instinto de preservación inevitable.

– ¿Quieres…? –repite ella en un susurro. Sus labios le rozan el pabellón de la oreja.

Gormu estalla irremediablemente.

– ¡Ah, pequeña, no me tientes, que no me podré resistir esta vez! – declara con mortal angustia.

Dwila hace un gesto bellaco, de asombro.

–Solo iba a pedirte que durmiéramos aquí…ya me cansa el palacio.

–Muy bien. Si me garantizas que no hay escorpiones…–acepta.

Dwila responde que no promete nada pero ya verá. Y el enjambre les construye en torno una fina malla contra insectos. Así, tendidos sobre la arena, se entregan a nombrar constelaciones, hasta que el sueño llega. El jugo de frutas, la larga plática y el resbalar hasta la madrugada sobre el grav se juntan en un sopor que los golpea como un mazo. Y liados en un abrazo sucumben bajo el poder de Morfeo,

Gormu despierta muy avanzada la mañana; le indica a los nápers que lleven a Dwila, quien sigue durmiendo profundamente, hasta el dormitorio dentro del palacio. El enjambre la sostiene en vilo, como una nube de algodón y se la lleva en vuelo sigiloso.

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