Morir no sera un descanso/C4 Capítulo 4. La Cámara de renovación
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C4 Capítulo 4. La Cámara de renovación

La Ciencia, –es decir, los sujetos humanos que la representan–, estuvo renuente durante milenios a aceptar la existencia del alma como una entidad concreta. Hasta que un memorable día, de un pasado ya lejano, se logró confinar su delicada sustancia en un acelerador de partículas y tuvo lugar lo que llamaron el «Gran Descubrimiento».

Desde entonces, por cuanto no han surgido definiciones convincentes, ni una teoría ordenada sobre el particular, se ha estado esgrimiendo como explicación a la inobjetable verdad de su existencia, que el alma es un prodigio de la evolución. Que la Naturaleza, en su «sabiduría», pudo haber aprendido a crear copias indestructibles o «astrales», del ser individual.

Pero más importante que definir una teoría sobre el alma, es recordar cómo el Gran Descubrimiento cambió para siempre la perspectiva de la existencia humana. Fue un giro radical. Antes los humanos morían y su alma se iba del mundo físico sin posibilidad de retorno ni de integrarse de nuevo como ser vivo. Ahora era posible fijar de nuevo a un cuerpo vivo (un clon) cualquier alma que vagara en la dimensión etérea. Solo había que guiar al alma errante, indicarle el camino mediante señales determinadas hacia el sitio donde podía encarnar.

Para este fin se construyeron las factorías de clones y las pirámides de cristal. Y desde las pirámides los faros yátricos iluminaban el camino a las almas y les permitían comunicarse con sus benefactores a través de un mediador, quien les invitaba a entrar al mundo físico. Invitación que ineludiblemente aceptaban. A partir de allí el alma se abría camino por un corredor de luz hasta la cámara de renovación donde le esperaban clones frescos, de los tres géneros, para que escogiesen libremente.

Así e proceso de anclar almas a clones humanos se volvió simple y expedito. Como consecuencia las almas que deambulaban en la dimensión inmaterial, cuyos titulares, los seres humanos que vivieron en todas las épocas y naciones, los cuales yacían bajo el polvo del tiempo, tuvieron su oportunidad de revivir y volver a ser individuos de carne y hueso, gentes que andaban de nuevo por este mundo.

Esto fue el principio de la Resurrección.

Geera, un planeta Tierra reformado por el ingeverso, se ensanchó para acoger los nuevos inquilinos. Los protegió como una madre, ofreciéndoles sitio cómodo donde habitar en medio de la nueva civilización. Ya no tendrían que morir más.

Para entonces se había construido el Orbe, el conjunto de nueve cubiertas de hidrometal que rodean al planeta. El Orbe evitó que violentas e inesperadas explosiones solares extinguieran por completo la vida en la Tierra. Y también multiplicó miles de veces la superficie habitable del planeta; se resolvió de una vez por todas, además, el problema del abasto energético.

En los doce niveles habitables del Orbe se concentró con holgura la nueva población de los resucitados, junto con los nativos geritas, mientras que la superficie original de la Tierra quedaba enclaustrada, constituida en una reserva ecológica para siempre.

Luego, cuando dejaron de llegar almas desde el éter a las pirámides, se coligió que no quedaba alma alguna por resucitar y fueron deshabilitadas las factorías de clones. Salvo las producciones básicas para cubrir la demanda de los que en lo adelante quisieran cambiar de cuerpo, si era su antojo. Y en un momento posterior, por acuerdo de la mayoría ciudadana, se dejó de llamar alma al alma y se le rebautizó como égom, entre otras razones, porque sonaba menos místico.

Basailk Gormu sopesa en su mente el resumen histórico que le ofrece Síbil. Él mismo se lo ha pedido para llenar el tiempo de espera mientras llega su turno para la renovación. Y tiene preguntas que ya le resbalan por la lengua.

¿Puede la «sabia naturaleza» entender lo precioso de la personalidad humana, como para guardarse una copia cuántica? ¿Y para que le serviría?

Gormu huele patraña en la charla bonita de Síbil.

…El Gran Descubrimiento convirtió a los hombres y mujeres del mundo en semidioses, –prosigue esta– que podían cambiar de cuerpo cuando quisieran, regenerar sus miembros, variar su peso, apariencia y estatura, lo mismo que cambiar de sexo... La persona humana pudo desde entonces constituirse en mujer, hombre, o humix (géneros intermedios) según su gusto, pues la ciencia genética había logrado para entonces niveles sorprendentes en todos los asuntos del ser vivo.

«Más patrañas» medita Gormu, algo cansado.

…Hay felicidad en Geera, un mundo de eterna juventud, libertad y transparencia, una tierra de ambrosías, juegos y diversiones…

Gormu no se contiene:

–Hubo felicidad, querrás decir. Hasta que pasó lo que… ¿Por qué repites sin pudor verdades que fueron, pero ya no son? ¿Es inercia mental? No, por cierto. Tu mente no es humana, no podrías entenderlo. –Gormu hace un gesto de fastidio.

Síbil sonríe sardónicamente, mientras su fantasmal imagen flota alrededor y lo observa.

–No creerías cuánto puedo entenderlo. –pronuncia– Pero no es conveniente mostrarse pesimistas. Lo que pasó, pasado es.

–Mira quién lo dice. –replica Gormu. – Tú, que pretendes saber tanto y en realidad nada sabes; debías habernos advertido, haber predicho el futuro y…además, ¿de qué hablas, si tampoco nuestra felicidad fue nunca completa? ¿Semidioses encerrados en una cápsula planetaria, como reos en prisión? ¿Es lo que somos? ¿Qué fue del sueño de los antiguos de expandirse por el cosmos y conquistar las estrellas?

–No tiene utilidad mostrarse…

–Ya basta. – Gormu levanta con brusquedad su mano y borra la imagen. – ¡Choveian!

Basailk Gormu es príncipe del conglomerado. Y también el nuevo Almirante de la Flota Estelar de la Entidad Napocrática de Geera. Aunque tales nominaciones no tienen el grandioso significado de antaño ni son vitalicias. El pueblo soberano puede revocar su condición en cualquier momento, si comete alguna pifia en su gestión o por mero asunto de simpatías.

Pero, mientras tanto, es ingente la cantidad de créditos que ingresan a su cuenta y que le permiten una vida de lujos por encima de los ciudadanos comunes. Ser príncipe le da derecho a un curul en el Senado de las Naciones, en la bancada de los Honorables, con derecho a emitir criterio, aunque no a votar.

Lo de su almirantazgo es simbólico, básicamente. La Flota Estelar es apenas una reliquia de los tiempos en que se esperaba encontrar adversarios en el cosmos cercano. Cuando la paranoia sobre el probable ataque de una civilización extraña lleva a la construcción de astronaves de combate con cañones de antimateria y otra caterva de armas al cabo inútiles, pues, a fin de cuentas, aparte de algunas formas de vida muy primitivas, no se ha probado que exista en toda la Galaxia y más allá civilización alguna capaz de constituir una amenaza para el mundo gerita.

Gormu, por ende, comanda naves que solo son sacadas de su estacionamiento una vez cada cien años, para sacudirles el polvo y probar si aún funcionan. Pero él no sufre por eso. Mientras obtenga una inmensidad de créditos para gastar…

Ahora bien, los lunes son días de sorpresas. Y sin discusión, no hay sorpresa mejor, ni mejor regalo para sí mismo, que mudar de cuerpo y de casa en un mismo día. Ni se puede concebir un mejor modo de celebrar el inminente final de un año que, es también, por coincidencia, el fin del siglo y del milenio…

Gormu espera desde primera hora dentro de la pirámide, tendido sobre una estera de jade que flota en medio de una cámara alta y estrecha. Allí masculla argumentos contra Síbil y aguarda. Hasta que el proceso se inicia de súbito: un rayo violáceo baja del techo y lo traspasa, separando al instante el égom de su cuerpo. Su cuerpo sin vida va cayendo hacia abajo, mientras su égom sube en busca del punto de fijación.

El cuenco con su cadáver desaparece por un agujero y otro cuenco entra. Un flamante clon yace en él inerme, aunque palpitante. El cuenco rota y permanece levitando, a la espera. Lograda la conexión, el égom de Gormu desciende raudo para tomar posesión del nuevo recipiente somático. Un minuto después se le acerca un náper asistente y abre su boca. Coloca sobre su lengua una píldora blanca, que se disuelve en su paladar.

El Almirante Basailk Gormu abre los ojos, como quien despierta de una pesada modorra. Descubre su imagen en los espejos que le rodean y enseguida vuelve a recordar quién es.

Contempla luego cómo el viejo cuerpo se va alejando. Le compunge un poco dejarlo atrás. Quizás solo debía hacerle cambios estéticos, que al fin y al cabo dan un resultado similar… Pero las mutaciones ya no lo satisfacen. Desea un cambio radical. Un cuerpo nuevo, una vida nueva, limpia, con la memoria depurada de vivencias desagradables. Nada como esa dulce sensación de ser un recién llegado en el mundo.

Ya de pie en el corredor, termina de sopesar en los espejos cada ángulo de su nueva apariencia y aprueba con un guiño su elección. Nada complicado. Es la imagen y semejanza de un actor que admira, cuyos filmes impactaron su niñez: Shano Sipx. Héroe de una saga llamada Salto a las estrellas. Carácter rudo y magia de seductor. Lo que Gormu pretende calcar en sí mismo, a fin de encantar a cierta dama. O más bien, de recuperar sus afectos.

Xena es el nombre de aquella dama.

Lo probable es que Xena, con menos años de vida, no sepa nada sobre la saga Salto a las Estrellas, así que Gormu espera que ella no descubra el plagio ni le desagrade verle aparecer como un avatar de Shano. Pero bien sabe que si la causa de la partida de Xena es que se ha involucrado en amores con otra persona, nada de lo que haga para reconquistarla tendrá sentido.

Gormu, ligeramente mareado por el proceso de adaptarse al nuevo cuerpo, se desliza por el grav del corredor hacia el exterior de la pirámide.

Asume que está preñado de temores y eso le molesta. El miedo a perder una relación amorosa es una enfermedad que jamás ha padecido. Hay billones de mujeres en el conglomerado. Y toda la eternidad para esperar que llegue un nuevo amor. Quiere convencerse a sí mismo de esto…

«Pero ninguna de esas mujeres es como Xena», le susurra la oportunista voz del corazón.

¿Cuándo brotó en él tamaña incertidumbre? ¿En qué momento perdió las ínfulas de semidiós para volverse trémulo y vacilante? ¿Por qué ahora, al salir de la pirámide, se siente perdido y con el ánimo apesadumbrado? ¿Son acaso sus temores un contagio traumático derivado de los recientes sobresaltos vividos en el Orbe?

Afuera, el Almirante Gormu encuentra a Pei, su náper auxiliar, el cual resbala tonta y monótonamente sobre el grav de la vasta avenida. Pei decididamente no lo ve acercarse y casi le golpea el rostro con el codo en una de sus cabriolas.

–Vamos, holgazán, ya has tenido bastante por hoy– rezonga Gormu.

–Asombroso… Me refiero a tu nuevo cuerpo. – silba Pei, deteniéndose.

Gormu hace un mohín de presunción y se pavonea, ajustándose mejor la túnica blanca que lo envuelve.

–Asombroso es que tú te asombres, siendo como eres un montón de chatarra…

Pei queda anonadado y sus carrillos de metal tintinean.

– ¿Eso es un chiste para reírme o una ofensa real, camarada?

– ¿Y eso que importa? Vamos…tengo prisa.

–«Si algo te apura, déjalo para mañana sentencia» Pei con aire sabio.

Pero Gormu pronuncia las claves mágicas y el pobre Pei, que es en esencia una colmena nap, se desintegra en minúsculos abejorros que repentino profusión destellan y se arremolinan en torno a él para enseguida cuajarse formando un gran huevo transparente, de cristal dorado. Dentro del huevo Gormu queda cómodamente reprochado, en una regia butaca.

–Vamos. – el Almirante apremia a Pei – ¿No te dije que tengo prisa?

Y el vehículo ovoide se estremece mientras el pavimento se abre para tragárselo, hasta hacerlo desaparecer. Gormu trata de ignorar el vértigo de la caída. Se agarra a un pensamiento placentero. Xena. Pero los recuerdos agradables de nuevo se trastocan en preguntas dolorosas. ¿Dónde está ahora? ¿Por qué huye de él?

Aterriza de golpe sobre una de las callejuelas de Mónaco, la laberíntica ciudad en cuyo suburbio acaba de adquirir su nueva residencia. Camina por una de sus calles, contemplando el panorama, solo para descubrir que ya no tiene prisa alguna.

Ha escogido el sitio al azar. Tampoco es la única ciudad llamada Mónaco en el Orbe. Tiene cientos de réplicas por todos los niveles, lo mismo que sucede con Venecia, Roma, Atenas, Cartago o Nínive... los sitios más cotizados para habitar en el conglomerado.

Gormu reniega de esa propensión de los seres humanos a vivir arracimados, como en un panal. Entretanto hay vastos espacios sin habitar en el Orbe. Pero la gente prefiere los apiñamientos…

Aborda sobre la marcha un ciliado que va cruzando con lentitud. Las puertas silban suavemente y el bus de mil patas lo lleva cuesta arriba por la ladera de un cerro, entre fachadas abigarradas, diseñadas en todos los estilos posibles. Va contorneando callejones cada vez más intrincados. A veces las calles dejan de ser horizontales y el ciliado tuerce raudo hacia arriba por la pared de algún voluminoso edificio, sin pausa, mientras dentro de la cabina las butacas de los pasajeros giran y se equilibran.

Las discotecas son un atractivo fenomenal en esta versión de Mónaco. Se ha divertido en ellas en algún momento del pasado. Por ello, entre otro grupo de razones, decide escoger residencia en sus cercanías. También le gustan de allí los bazares de cosas inútiles, como les llama, las preciosas plazas públicas; sus parques hechos de orfebrería; los bulevares y tertulias con poetas y contadores de historias; los exóticos teatruchos donde cualquiera puede improvisar un drama a su modo.

El ingeverso le provee vida y belleza a Mónaco, ciudad concebida para seres inmortales e inmortal ella misma. Todas sus estructuras se renuevan permanentemente. No hay detalles descuidados o dejados al azar. El granito de sus calles, incrustado de diamantes, las farolas de oro macizo del alumbrado público, los coches tirados por caballos empenachados que circulan con imponente y graciosa soberbia… Todo concatenado como una obra de arte colectiva, perfeccionada de siglo en siglo…

Entre las vetustas fachadas, por debajo de los toldos multicolores discurre un río de gentes, dispuestas a llenar con buenos momentos la vida interminable con que cuentan. Gormu anhela ser parte de esa muchedumbre de gentes felices y despreocupadas. Aunque de momento debe acomodarse a su nueva casa en los arrabales, en medio de una soledad a la que no está acostumbrado.

Hasta ese día ha habitado en el país de Encantos, como parte de una unión conyugal de grupo con Xena y otros dos consortes suyos, Mogho y Agiusto. Una relación que en modo alguno satisface su gusto anticuado. Pero Gormu finalmente se ha rendido al régimen de poliamor y dicha unión ya perdura por años.

Ahora, es la nefasta idea de Xena de sumar al grupo un nuevo consorte, lo que trae el derrumbe del equipo conyugal. Todo porque Xena considera un acto criminal negarle a alguien sus afectos y los dúos tradicionales le parecen muy aburridos.

O al menos, eso es lo que les hace creer, hasta el día en que abandona la casa de mano del nuevo cónyuge, dejando ambos como única explicación una nota confusa.

«Perdonen, pero necesitamos explorar a solas nuestros sentimientos»

Xena se desentiende del grupo e incluso deja atrás su casa: una mansión vetusta de estilo recargado en medio de un barrio de mansiones del mismo corte, interconectadas a través de profusos corredores arbóreos. Hay por doquier prados, fuentecillas con ángeles, así como gansos y otros ánades chapoteando en multitud de estanques.

Pero nada de ese ambiente placentero le atrae si Xena no está allí para compartirlo. Así pues, esa mañana de lunes se disculpa con los camaradas convivientes y abandona la residencia. Piensa en renovar el cuerpo, primeramente. Para luego a tomar posesión de la nueva residencia que ha comprado en la Mónaco de nivel graph

El ciliado continúa transitando entre abúlicos transeúntes, hacia lo profundo de las barriadas. Bordea los bazares coloridos, deja atrás bares de esquina con grupos de bebedores que se cuentan mutuamente las mismas viejas historias… Por momentos gira en una plaza donde alguna estatua ecuestre recuerda a algún prócer antiguo…

Finalmente sale del tugurio y enfila por el borde de un acantilado, con el océano a su vera, en dirección a un cercano arrabal, donde va acreciendo a la vista un gran bosque de aguacates.

Gormu desciende del ciliado justo frente al citado bosque. Allí le espera un pedalillo al que sube apenas sin pausa. Avanza en vuelo suave y rasante sobre el pasto recortado, adentrándose el aguacatal en penumbras, hasta que se hace visible su nueva morada, irguiéndose majestuosa en medio de un claro.

Viéndola en imágenes le ha parecido fabulosa. Pero justo ahora, al detenerse frente a ella la impresión resulta menos intensa. La mansión, con la forma redondeada de un gran caracol, denota cierta lobreguez. Los resplandores del nácar en sus fachadas son como chispazos que le incomodan. Pero Gormu se obliga a ignorar esa primera impresión y se apura a traspasar la puerta principal, en forma de diafragma, que ya se disipa ante él.

Al entrar se halla de súbito en una gran la sala de meditación. La estancia, aunque vasta, luce muy sosegada en los decorados. Da una sensación de comedimiento y grandeza al mismo tiempo. Un arroyuelo serpentea por el lugar, haciendo cascadillas y remansos. En los remansos pululan toda clase de peces extravagantes. También una de las paredes soporta un monumental acuario del cretácico en cuyo interior conviven archelones, plesiosauros, mosasaurios...

Gormu se acerca al cristal. Los monstruos se entretienen en perseguir a presas más pequeñas. Sin embargo, en cuanto detectan su presencia se revuelven furiosos y lanzan sus fauces contra el muro trasparente. Sus largos colmillos chirrían contra el vidrio, tratando de abrirse paso hacia la presa humana que los contempla...

El acuario es, por supuesto, un estanque virtual. Gormu chasquea los dedos y vuelve a ser una pared de nácar. Los chasquea de nuevo y allá vienen los monstruos a amenazarlo… Su contenido luce tan real como asomarse a los mares del mundo jurásico.

El arroyuelo discurre hacia el extremo oeste del salón, y se sumerge bajo un rellano, desapareciendo. A sus orillas, se delinean también filas de arbustos de manzanas y peras, del tipo que cambian de fruto cada mes. Gormu deduce que pronto tendrá naranjas, mangos, papayas o bananas… lo que prefiera. Todo el conjunto del salón se cobija bajo un extenso domo radial de vidrios color cielo.

De las paredes descuelgan profusas hiedras naturales. Detrás se adivina el componente de nácar azul del muro, donde a intervalos se abren puertas que dan hacia otros tantos corredores laterales, los cuales van ascendiendo en espiral hacia los pisos superiores. A modo de alfombras, la sala tiene cuadrados de hierba y senderillos que invitan a caminar descalzo, detalle que Gormu ha tenido en cuenta para la meditación de los sábados.

Antes de subir, curiosea en los locales del primer piso. La casa tiene retrete y cuarto de baño, recintos arcaicos. Innecesarios desde que el ingeverso auxiliar se ocupa de higienizar los cuerpos y extraer sus desechos. Pero al cabo un testimonio silencioso de lo difícil que habría sido la vida de los mortales ancestros. Al fondo de un corredor aparece también una habitación de cocina. Igual de inútil, desde que de los pedidos del menú diario llegan por el traslator y el ingeverso y los nápers solo los disponen y los sirven.

Pero Gormu tiene cierta curiosidad por prepararse, en algún momento, un plato a la manera antigua, con mano propia y con los utensilios correspondientes. Un modo de honrar el estilo decadente de vida. Todo en su nueva casa juega con ese estilo AR. (Anterior a la Resurrección).

Lo cual le parece aceptable y hasta gracioso. Lo decadente o primitivo se pone en boga esporádicamente, como lo vuelve a estar el cabello encanecido y los cuerpos selectos, arrugados y agotados de tiempo. «Es la moda», rumia Gormu.

En cualquier caso, puede mudar los decorados cuando se le antoje. La mayoría de los componentes de la casa, incluyendo la tierra de sus jardines, conforman un potente ingeverso, al que puede transformar en pocas horas en lo que desee, con solo chasquear los dedos.

Solo hay un problema pequeño: una regla no escrita en el conglomerado estipula que cuando se adquieren bienes ajenos no deben deshacerse sus formas originales, si es que son obras únicas. Es casi un respeto supersticioso por el legado de otros. Por ello y por lo pronto, a Gormu le parece bien dejar la casa tal como está.

Los corredores hacia el segundo piso los ha preparado como galerías de exposición. Gormu ha colgado allí su bagaje más importante. Sus joyas personales. Sus cuadros. Óleos y acuarelas de Gauguin, Picasso, Rembrandt, Caravaggio y Van Gogh. Algunos auténticos, anteriores a la civilización gerita. Otros son copias de copias, aunque no se notaría la diferencia. Los ha juntado pacientemente lo largo de su vida.

También ha añadido sus propias obras. Meros paninos de desahogo ocasional. Pero igual de valiosos en su fuero interno. Ahora por primera vez logra alinearlos en su totalidad, para al menos complacerse a sí mismo.

Se embelesa contemplándolos mientras asciende lentamente por el grav del corredor. Hasta que el grav lo deposita en la estancia de arriba, marcada por la profusión de ventanas.

Los árboles del aguacatal que rodea la mansión son de tres mil años de edad. Le han significado a Gormu tres cuartas partes del costo de la propiedad. Entre estos, a través de un claro, se vislumbra un precioso lago de aguas azules. Gormu casi saborea el aire de sus orillas y ya sueña una dulce jornada de pesca de truchas en sus riberas...

Abandona la ventana. Sin embargo, vuelve a ella otra vez para escudriñar en detalle uno de los imponentes árboles de aguacate, entre cuyo ramaje cree ver una silueta. Una imagen fugaz e incongruente. La estampa de un ser que no debiera estar allí. Ya antes, cuando recorre la galería, contemplando sus óleos sagrados, le parece ver de reojo aquella figura, moviéndose detrás de él.

El Almirante se mueve por otro corredor y da de lleno en la sala de regeneración. Contiene una bañera de jade colocada sobre patas de dragón, con un piso de baldosas que iluminan desde abajo todo el recinto. Hay una leve música en el ambiente, sin embargo, es justo en ese momento que Gormu se percata de ese detalle. Le parece que el silencio ha sido hasta allí toda su compañía, quizá porque la melodía se adentra subrepticiamente en sus sentidos y queda cómoda en su inconsciente.

El líquido opalino y viscoso del que está repleta la bañera, parece invitarlo a sumergirse. Allí se sumergirá, en efecto, cuando desee recibir mutaciones fenotípicas. Pero no será ese día.

Cruza hacia la sala de gestación y crianza, por entre una media docena de úteros traslúcidos que la adornan como extravagantes búcaros… Gormu teme que aquella habitación devenga en un local inservible. Solo les es útil a quienes pretenden criar bebés. Pero su secreta esperanza es que Xena consienta en tener hijos de ambos. Procrear descendencia conjunta es también un modo de compenetración. Y Gormu le ha dicho a Xena que está dispuesto, si acaso a ella le incomoda la idea de ser madre, a aceptar un cambio temporal de roles. Con gusto se regeneraría como mujer y llevaría en su vientre la carga del embarazo, el fruto del amor de ambos…

Gormu disipa esos pensamientos como quien espanta una mosca.

Otra vez le parece ver un movimiento fugaz tras él. Se vuelve a mirar todo lo rápido de que es capaz. Y queda observando hacia la puerta de la habitación que acaba de abandonar. Podría jurar que ha visto moverse una silueta humana tras la bañadera de jade, entre las patas de dragón.

Por un momento se ve tentado a volver y revisar el lugar, pero enseguida mueve la cabeza, reprochándose a sí mismo. No hay nadie en la casa con él, por supuesto. No puede haber nadie. Pues de haberlo ya la casa se lo hubiera dicho y Síbil hubiese dado la alerta de intruso.

Además, las imágenes de todo el lugar y sus alrededores pasan por su retina de continuo, desde todos los ángulos y aun en los rincones inaccesibles. Está claro que en la casa solo está él y nada más se mueve en ella todavía, pues el ingeverso está en reposo, al igual que los nápers de la servidumbre, que solo despertarán cuando los requiera. Además, los fantasmas no existen. Al menos, no para él…

Camina hacia el cuarto del traslator. Abre la pantalla de envíos y recepciones para asegurarse que le han enviado todo lo necesario para que la casa funcione. Finalmente se detiene. El recorrido lo ha agotado. Decide despertar a los nápers de la servidumbre.

Como de costumbre Pei es el primero en aparecer. Lo saluda con una reverencia leve y una sonrisa que hace tintinear su mandíbula metálica. Pei adivina su agotamiento y convoca un cómodo sofá que se coloca debajo de Gormu y lo acomoda. Pei llama también una bandeja con refrigerios y le sirve un jugo de aguacate bien frío, para enseguida ocuparse en darle algunos masajes relajantes.

Luego que Gormu ya ronronea satisfecho, Pei se retira a sus otros quehaceres. El sofá levita con Gormu de vuelta a la sala, por sobre el arroyo y sus tranquilos peces. Ha dejado apagado el acuario de la pared, porque le trae recuerdos inquietantes.

Deja el sofá y camina hacia la puerta principal, que de nuevo se difumina cuando se acerca. Desde el umbral, mira al sesgo por si la extraña figura reaparece en su visión. Pero solo ve pasar en la distancia boscosa una cuadrilla de venados, con sus crías. Y más cerca un par de briosos corceles salvajes, galopan en círculos. Gormu, empero, tiene bajo el nivel de entusiasmo.

No piensa habitar solo en aquella casa. Odia la soledad. Esa ausencia de sucesos, personas y diálogos le da escalofríos. Prefiere mil veces volver donde Agiusto y Mogho, aunque sus consortes rivales le resulten antipáticos. Si al menos pudiera contactar con Xena, preguntarle qué debe hacer. Si pudiera verla. Escucharla. No importa si está en la Luna, no importa si está con… quien sea.

Le pregunta a Síbil. Pero ésta responde con voz cansona– tal vez por tanto haber respondido lo mismo, –que a Xena la protege una cláusula de privacidad.

No obstante, Síbil se esfuerza por consolarlo.

–Puedo danzar para ti–le propone.

Síbil, sin embargo, luce una imagen demasiado voluptuosa para el ánimo de Gormu, que no está para carantoñas sexuales. Le sugiere una presentación más acorde con su mal día. Síbil se disculpa. Va mutando de apariencia para que él pueda escoger.

–Así – le indica, cuando por fin ve una imagen que le agrada –Gracias Síbil.

–Por nada. ¿Quieres que dance y también cante tu canción para los momentos tristes?

–En realidad prefiero que dances, pero callada. –responde Gormu y acomoda las manos detrás de la nuca.

Queda mirando a Síbil. Su figura fantasmal danza en silencio, suave y rítmicamente. A veces le es difícil reconocer que se trata de una máquina cibernética. Le sorprende el bajo perfil y la humildad de que es capaz, siendo el ente más poderoso del mundo. El cerebro que controla los sistemas vitales y comunicacionales en el Orbe y en toda la Galaxia. La voz, los ojos y oídos de Geera. La Mente Planetaria. Su emporio– o imperio– ocupa el nivel ceph de extremo a extremo. Una máquina de cálculo casi omnisciente y definitivamente omnipotente. Síbil conoce el pasado, el presente y hasta el futuro probable de cada ser humano. Sin embargo, puede mostrarse tan condescendiente, tan servicial…

A Gormu le resulta fastidiosa a veces, pero en el fondo sabe que es cual una madre insustituible. Atiende al detalle las necesidades de sus billones de hijos, sin error. Realmente no puede concebir un mundo donde Síbil esté ausente.

Conoce las insidias que se propagan sobre su condición. Sabe que algunos aborrecen ese absoluto control de la vida en el Orbe que Síbil ejerce. Algunos preconizan que puede tornarse en una inteligencia maligna y tomar el mando de la civilización para destruirla.

Por suerte, tal posibilidad está descartada hace mucho. Síbil es sabia y potente, pero tiene una debilidad clave, un talón de Aquiles irremediable: no puede humanarse. No tiene conciencia cósmica de sí misma. Porque la conciencia cósmica es la dualidad égom–psique que solo se da en los seres humanos. Y Síbil no tiene un égom, ni tampoco puede crearlo…

En el cuarto del traslator, Gormu se acuerda que ha dejado atrás a su mascota Lion, un puma hembra con quien se acompaña en sus ratos de ocio, a custodia de Mogho, en casa de Xena. Pero el buen Mogho se conecta para recordárselo y le advierte que ya le ha enviado a Lion por el traslator. Gormu se desliza hasta el lugar y manipula la puerta, que se abre con un siseo muy leve. El tortuoso y peludo animal se le viene encima ronroneando, para frotarle las mejillas con su lengua. Se planta firme para que no lo derribe. Luego lo abraza y le revuelve la pelambre.

Finalmente, alguien con quien compartir la soledad…

Pero tampoco Lion llenará el vacío y el resto de la jornada Gormu vivirá bajo un extraño acoso. Adonde quiera que enfila su vista, la fugaz impronta de una sombra lo persigue. Su nueva mansión del bosque de aguacates le resulta de pronto el sitio más desagradable. Y esto lo llena de frustración. Cuando solo restan seis días para celebrar el fin de año, que es también, coincidentemente, fin de siglo y de milenio, Gormu siente que un halo fatal ha cambiado su suerte para peor.

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