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C2 1

No se podía ver nada delante, y la luz de los faroles encendidos del auto no llegaban más allá de una cortina espesa de agua.

Una lluvia torrencial limitaba la vista, cerraba el cielo nocturno y obligaba a los transeúntes detenerse bajo cualquier techo que los amparara; los limpiaparabrisas no daban abasto para poder conducir con cierta normalidad, y los árboles se inclinaban pesarosamente por la fuerza de las gotas de agua. Adam Ellington tenía que andar despacio en su Mercedes Benz a través de avenidas y luego calles más estrechas hasta que al fin llegó a su destino: la casa de Tess Warden.

Con mucho cuidado, sacó el paraguas y lo abrió antes de salir del auto, cerró la puerta y caminó por el pequeño jardín delantero. Al llegar a la puerta, ya sus zapatos se habían mojado.

Sabía que hacía poco Tess vivía sola aquí con sus tres hijos, y que era un lugar mucho más decente y espacioso que el que había habitado antes. Sabía, también, que este cambio se debía a la generosidad de Heather Branagan, quien había puesto esta pequeña casa a disposición de Tess, una unifamiliar con techo a dos aguas, chimenea tradicional, jardín delantero y trasero, tres habitaciones y un sótano bastante grande.

Sabía mucho de Tess, la había investigado durante meses, y ahora al fin estaba aquí, para llevarla a una cita, una cita que había conseguido gracias a una serie de chantajes y cobros de favores. Afortunadamente, Tess tenía en buena estima a Georgina Calahan, la celestina de esta reunión, y no se había negado.

Llamó al timbre, y escuchó dentro voces infantiles. Segundos después, el rostro de una Tess despeinada y sorprendida apareció tras la puerta.

Ella no estaba vestida para la cita. Había llegado minutos antes de la hora acordada, pero a estas alturas, una mujer ya debía, por lo menos, llevar puesto un vestido. No. Ella llevaba una enorme camiseta, jeans, pantuflas, y el cabello corto a los hombros recogido en una pequeña coleta.

—Ah… Hola… —saludó ella mirándolo extrañada. Se estaba preguntando qué hacía él allí.

Aquello lo hizo reír. De verdad. Pero fue una risa dolorosa; algo le estaba doliendo profundamente en el pecho. Ella había olvidado su cita.

¿Por qué todo con Tess tenía que ser siempre tan difícil?

—Vine por ti —dijo, y la miró directamente a los ojos—, para llevarte a cenar.

Al principio, ella lo miró como si de repente se hubiera vuelto loco, pero poco a poco sus ojos gris verdoso se fueron iluminando.

—Oh —dijo al fin— Oh, Dios… Es… Es cierto. Yo…

—No te preocupes —dijo él afable—. Te esperaré.

—Pero yo…

—Te esperaré —insistió firmemente, y Tess se pasó una mano por su cabello, como si se preguntara si era absolutamente necesario lavarlo.

No supo qué dedujo, porque ella abrió del todo la puerta, lo dejó pasar a su pequeña sala y de inmediato corrió a una de las habitaciones.

—No tardaré —dijo, al tiempo que cerraba la puerta.

Adam se quedó allí, de pie en medio de una sala llena de juguetes esparcidos, la televisión encendida y los platos de la cena de los niños en el fregadero. Metió las manos en los bolsillos de su caro traje hecho a medida preguntándose si acaso no era un completo estúpido por decidir esperar a una mujer que había olvidado que tenía una cita con él. Esto jamás le había sucedido. Las mujeres no lo olvidaban; ellas, al contrario, insistían en volver a verlo. Pero Tess… Oh, Tess lo olvidaba una y otra vez. Una y otra vez; parecía incapaz de grabarse su cara, su nombre, y cualquier cosa relacionada con él, y dolía, dolía mucho.

—¿Quién eres? —preguntó una niña pequeña, y Adam la miró. Era Rori, la hermosa niña de cabellos oscuros y ojos verdes. Tras ella apareció su hermano mayor, Kyle.

Lo conocía también. Kyle tenía seis años, Rori cuatro. Y la pequeña chiquitina que salió de detrás de algún mueble, acababa de cumplir dos. Eran los hijos de Tess y August Warden.

Habían estado juntos solo seis años, y habían procreado tres niños.

Tres niños preciosos, tenía que admitir. Kyle y Rori eran muy parecidos a su madre, con el cabello oscuro y el mismo tono de piel. Nicolle era la rubia de la casa, aunque sus cabellos parecían más bien traslúcidos.

—Soy… un amigo —dijo, inclinándose un poco hacia la niña, y notó que, si bien la pequeña le sonreía, Kyle lo miraba con desconfianza—. Tú eres Rori, ¿no?

—¿Me conoces?

—Claro que sí. Me habían dicho que eres muy guapa, y tenían razón —la niña sonrió encantada por el cumplido, pero Kyle seguía mirándolo con cara de pocos amigos.

De pronto sintió que algo se tropezaba con él y miró abajo.

—¡Papá! ¡Papá! —gritaba Nicolle aferrada a su pierna. Adam no pudo evitar sonreír inundado de ternura, pero cuando intentó alzarla y hacerle mimos, Kyle se apresuró a alejarla de él.

—No molestes al señor —le dijo Kyle a su hermana menor, que pareció molestarse y empezó a hacer remolinos para soltarse de él hasta conseguirlo, y con sus cortas y torpes piernecillas corrió de nuevo a él como si fuera el príncipe que lo salvaría de un horrible monstruo. Adam no dudó en alzarla, y entonces Nicolle le sonrió y recostó su cabecita en su hombro.

Adam levantó una mano y la posó en la espalda de la niña. Ah, cuanto daría por ser de verdad su padre, por tener el derecho de estar con ellos, jugar con ellos.

Dame la oportunidad, Tess, rogó. Los amaré como si fueran míos.

—Va a ensuciar su traje —dijo Kyle, y Adam lo miró analítico. El chico desconfiaba de él, tal vez intuía a qué venía, y no le gustaba. Debía estar esperando todavía a su padre, tal vez lo recordaba, y como buen hijo, le seguía siendo leal.

Pero nadie sabía dónde estaba ese hombre; ni siquiera él había dado con August Warden.

Cuando vio a Tess en aquella gala de beneficencia organizada por Heather Branagan, hacía más o menos un año, lo primero que había hecho era investigarla, y al saber que se había casado, investigó entonces al hombre. Pero August llevaba más de dos años desaparecido, nadie sabía nada de él; ni sus padres, una pareja que vivía en los suburbios y eran tan pobres como Tess antes. Ni siquiera los más experimentados investigadores que había contratado para tal tarea daban con su paradero. Estuvo por pensar que había muerto, pero entonces tampoco hallaban su cadáver.

En lo que a él concernía, sí que estaba muerto. Había sido tan egoísta e irresponsable como para dejar sola a una mujer con dos niños pequeños y uno en el vientre. No había razón en el mundo que justificara una acción así, y él, particularmente, no lo iba a perdonar.

Pero no sabía qué pensaba Tess de eso.

Y por eso estaba aquí, para intentar averiguar qué quería Tess, qué pensaba, qué planeaba… porque, si ella le diera un pequeño espacio en su vida, Adam le daría todo, todo lo que quisiera. Pero esta mujer se empeñaba en olvidar cualquier cosa lo que tuviera que ver con él…

Había intentado acercarse a ella, hablar… Pero cada vez que lo hacía, descubría que Tess olvidaba la vez anterior, como si fuera incapaz de almacenar en su memoria los momentos compartidos con él, y en cada ocasión tenía que volver a decirle quién era, cómo se llamaba.

Algo sumamente extraño, porque él nunca la olvidó a ella.

Tess salió de la habitación minutos después buscando su teléfono. Tenía el vestido negro a medio poner, pero debía hacer una llamada a la niñera que siempre le cuidaba sus hijos cuando ella necesitaba salir, así que no le importó salir tal como estaba de la habitación.

Al ver a Nicolle en sus brazos, corrió a él para quitársela, pero él se lo impidió poniendo un dedo sobre sus labios.

—La despertarás —le dijo, y Tess miró ceñuda a su hija. Pero no tuvo tiempo de ponerse a pensar en por qué la pequeña había elegido el hombro de este extraño para dormirse, siendo que era sumamente quisquillosa, pues estaba retrasada y todavía le faltaba terminar de vestirse.

Diablos, ¿cómo había podido olvidar esta cita?, se preguntó. Georgina incluso había insistido en que la apuntara en su teléfono, pero, o no sabía poner una simple alarma, o el universo se oponía a que saliera con este hombre, porque esta no sonó.

Más de media hora después de que él llegara, Tess estuvo lista, con el cabello no tan prolijo como hubiese querido por la falta de tiempo, un vestido regalo de Heather, unos zapatos ya bastante usados y una pulsera y bolso igual de viejos. El leve maquillaje que se aplicó no era el adecuado para una salida nocturna, pero no tenía tiempo, y al atravesar la puerta, olvidó ponerse el toque de perfume, pero ya no quiso devolverse para hacerlo. La niña de catorce años que se encargaría de sus tres hijos llegó a tiempo, Tess guio a Adam a una de las habitaciones para que acostara a Nicolle, le dio a la niñera las indicaciones de rigor y pudo salir al fin.

—Estás muy guapa —le sonrió él al estar afuera, pero a pesar del brillo en sus ojos, Tess no se sintió halagada.

Afuera diluviaba.

Lo miró de reojo, preguntándose si debía usar la lluvia para, después de todo, cancelar la cita, pero ya era muy tarde para eso, y entonces él abrió un paraguas para ella y le señaló el auto aparcado al frente de su casa. Aun con la lluvia, aun cuando ella había olvidado la cita, aunque ya era tarde y lo había hecho esperar, él insistía en llevarla a cenar.

No podía imaginar qué quería este hombre. Era una mujer casada, ¡con tres hijos, nada menos! Si buscaba una aventura, como había oído que acostumbraba, estaba muy equivocado con ella. Pero había sido Georgina la que le pidió aceptar esta cita, garantizándole que él se portaría como un caballero, sin propuestas indecentes, y por ella estaba aquí.

Sin embargo, al primer paso en falso, lo mandaría al diablo y volvería a su casa. Llevaba dinero en su pequeño bolso por si debía tomar un taxi y volver sola.

Él le sostuvo el paraguas hasta que entró al auto, y Tess se acomodó en el asiento del copiloto suspirando. Aquí olía a riqueza, a cosa fina y cara. Y él también, notó cuando estuvo a su lado. Podía ver que se había esmerado, usando un suave perfume, un fino traje, y todo en él parecía perfectamente en su lugar. Tomó aire y habló.

—Me disculpo, por… —él la miró a los ojos; los suyos, tan azules, parecían tranquilos, como un mar en calma, pero Tess no se dejó engañar. A ningún hombre le habría gustado lo que ella había hecho—. Por olvidarlo. Lo siento —él sonrió.

—Sí, me has olvidado. Completamente; eso pude verlo inmediatamente —dijo él en tono algo enigmático—. Pero quiero hacerte recordar, y para eso estoy aquí.

—¿De qué hablas? —preguntó ella. Adam movió un hombro como quitándole importancia, era como si quisiera decir algo, pero no se atrevía.

—Me refiero a que quiero que la pases muy bien esta noche —dijo al fin—, para que la puedas recordar con agrado.

—Ah… —contestó ella para nada convencida. Él puso el auto en marcha y salió de la zona.

Pero la lluvia impedía ver al frente, y tenían que ir despacio, y luego en el restaurante tuvieron que esperar un poco, porque habían perdido la reservación. Culpa suya.

Sin embargo, él no se mostró molesto o contrariado, y tal vez porque él era alguien influyente, un cliente frecuente, o lo que fuera, pronto estuvieron ante una mesa y un par de copas de vino que le hicieron entrar en calor. El vino era buenísimo, y ella lo saboreó con delicia.

—¿Te gusta el lugar? —preguntó él mirándola con una sonrisa, y Tess observó en derredor. Los demás comensales charlaban en voz baja, tan bien vestidos como él, con platos que parecían muy complicados de hacer y de pronunciar.

—Es bonito. Nunca había venido—. Él sonrió asintiendo—. Con August salía —siguió ella—, pero no a sitios así —mencionar a August tal vez lo molestara, pero él no hizo ninguna mueca, ni su mirada cambió, ni nada, así que siguió—. Éramos más de… bares, y sitios de comidas rápidas.

—Es una suerte, entonces, que sigas siendo delgada —Tess elevó una ceja y volvió a mirarlo.

—Era nuestro estilo. Me gustaba.

—Lo apuntaré —comentó él elevando su mano y pidiendo la carta al mesero, que se la trajo de inmediato—. La próxima vez, te llevaré a un sitio callejero de perritos calientes.

—¿Acaso piensas volver a salir conmigo? —la pregunta lo tomó por sorpresa, y Adam apoyó la carta en la mesa cubierta por un fino mantel.

—Claro que sí, Tess.

—¿Por qué? Soy una mujer casada, con tres hijos. ¡Tres!

—Sí, los conozco.

—¿Qué te interesa de mí? —preguntó ella mirándolo con ojos entrecerrados— ¿Por qué querrías…? Yo no…

—Me interesa todo de ti —contestó él con la misma calma con la que había pedido la carta—. Tu pasado, tu presente, tu futuro. Todo me interesa.

—¿Por qué?

—¿Necesitas saber la razón?

—¡Claro que sí! Es… extraño, es… sospechoso —él se echó a reír, y su blanca dentadura, y las arruguitas que se le hicieron en la comisura de los ojos lo hicieron parecer tremendamente guapo. Él era guapo. No era ciega ni tonta, y reconocía que él estaba usando todo su encanto con ella. La había traído en un auto elegante, vestido elegantemente; había usado con ella todas las normas de cortesía, abriéndole la puerta, moviendo su silla, tocándola de manera respetuosa, aunque no indiferente. Él estaba derramando su encanto varonil sobre ella y no es que le molestara o que al contrario, la trajera sin cuidado, pero era incapaz de verlo sin pensar en que tenía una segunda y hasta una tercera intención.

—Sospechoso —repitió él—. Qué imaginación tienes, Tess.

—¿Y qué quieres que piense? Alguien como tú jamás saldría con alguien como yo sólo porque sí.

—¿Alguien como yo? —preguntó él arrugando levemente su ceño. Guapo, el idiota.

—Pregunté por tus antecedentes —siguió ella en tono acusatorio—. Eres divorciado, y desde entonces, un mujeriego. Has tenido mil mujeres, todas ricas, o famosas, o… Jamás alguien como yo —dijo, señalándose—. ¿Qué puedes querer de mí?

—Así que preguntaste mis antecedentes —comentó él bajando un poco la mirada, pero respiró profundo y clavó en ella sus ojos azules—. Si me lo hubieses preguntado directamente a mí, no te lo habría negado: Sí, me divorcié hace tres años. Fue algo un poco…

—No creas que me interesa tu vida. Yo sólo constataba un hecho.

—Tess…

—Esto está yendo fatal —dijo, alejando la copa en la mesa con ademán de ponerse en pie.

—No —la atajó él—. Tú estás haciendo que vaya fatal. Viniste, pero tienes el claro propósito de arruinar la velada, porque no quieres estar aquí. ¿Estás esperando a August y por eso te niegas la oportunidad de salir con alguien más? —eso la tomó por sorpresa. No esperó que él le respondiera con el mismo tono directo que ella había usado para espantarlo.

—Sí —contestó Tess en tono duro y sin bajar la mirada.

—¿Crees que va a volver? —Tess tragó saliva. Si August quisiera volver, ya lo habría hecho, le había dicho Heather una y otra vez, alentándola a seguir con su vida, porque era joven, y bonita, y merecía volver a ser amada.

Sus ojos se humedecieron, aunque fue de rabia, y pestañeó varias veces para ahuyentar las lágrimas, lo que hizo que esquivara su mirada, y lo odió por eso.

—Algún día lo hará —aseguró—. Tiene tres hijos conmigo.

—¿Y después de haberte hecho sufrir durante tanto tiempo, sin importarle si pasaban necesidad, si vivían o morían, tú lo dejarías volver a tu vida? ¿A tu casa y a tu cama?

—Eso no es problema tuyo —dijo ella entre dientes, destilando veneno en su mirada. Él asintió moviendo lentamente su cabeza.

—Lo siento. Fue una pregunta demasiado personal —Tess frunció el ceño, no dejándose engañar por su tono—. Tú me gustas —se explicó él—. Siempre, Tess. Me has gustado… desde que te vi.

—Eso son tonterías, no puede ser cierto.

—Me gustas —insistió él, y ahora le tomó la mano por encima de la mesa, pero fue como si le quemara, pues ella la alejó de inmediato—. No estoy mintiendo en eso.

—Por qué. ¿Te faltaba una mujer casada y madre de tres en tu lista de conquistas? —él soltó una risa un tanto molesta.

—¿Pero es que no eres capaz de creer que puedes gustarme sólo por ser tú? —preguntó— ¿Tess y sólo Tess?

—No me conoces realmente, y algo así no es posible.

—Pero sí te conozco, yo soy…

—No quiero escuchar más tonterías.

—¿Por qué aceptaste salir conmigo, entonces?

—Porque Georgina casi me lo rogó. Parece que te tiene en buena estima, y me insistió a tal punto que no me dejó salida—. La seguridad que él había mostrado hasta el momento se borró al fin. Lo que había dicho era duro, grosero, y parecía haberlo lastimado, pero Tess no se desdijo; simplemente siguió mirándolo fijamente y con dureza.

Adam respiró profundo, dándose por vencido esta noche. Miró la mesa, el pequeño adorno de flores, y cuando el mesero llegó a ellos para preguntarles si se habían decidido por algún plato del menú, él simplemente pidió la cuenta.

La cita estaba yendo de mal en peor, Tess no estaba dispuesta siquiera a tener una conversación civilizada, y seguir insistiendo sólo haría que ella empezara a odiarlo, y no quería eso.

Cuando volvieron al auto, ella dio unos pasos en otra dirección.

—Puedo irme en taxi.

—No seas tonta, te llevaré.

—No es necesario que me lleves, yo puedo…

—Sí, ya sé que eres una mujer fuerte e independiente, que te vales por ti misma, que no necesitas nada de mí, ni de nadie. Lo sé, Tess… Pero no me quites el derecho a llevarte, quiero hacerlo, puedo hacerlo, y no hay razón por la que no deba—. Ella lo miró apretando los dientes, él le señalaba la puerta abierta, y Tess capituló. Entró de nuevo y se mordió los labios.

En algún punto del camino, la lluvia cesó, y Adam miró el cielo sumamente ofendido. Todo el universo parecía haberse confabulado para arruinar esta noche. Él tenía los pies un poco húmedos, Tess tenía el cabello un tanto encrespado por la humedad del aire, y los ánimos estaban sumamente volátiles. La tensión podía palparse, y no era la clase de tensión que él quería que hubiese entre los dos.

Apenas el auto se detuvo frente a la casa de Tess, ésta abrió la puerta y bajó, esquivando los pequeños charcos y caminitos de agua, volvió a sendero de su jardín delantero.

—Tess —la llamó Adam, pues ella iba directo a su puerta. Tess se dio la vuelta y lo miró. Abrió la boca para decirle algo, pero de repente las palabras no salieron, y él se quedó allí como un idiota. Tess elevó sus cejas apremiando—. Yo… —nada, como si la lengua se le pegara al paladar. No le salía lo que quería decir. Dejó salir el aire. Era inútil—. Insistiré —volvió a decir al fin—. Hasta que…

—No seas tonto.

—Pero si siempre lo he sido, ¿por qué cambiar ahora? —Tess lo miró confundida, y Adam dejó salir el aire y volvió a su auto. Sin despedidas, sin más palabras, sólo él dándose por vencido.

Por hoy, se repitió.

Llegó a su casa, la enorme mansión que ocupaba varias hectáreas con sus jardines, y miró al cielo otra vez despejado.

En serio, ¿era a propósito? Se preguntó mirando las estrellas titilar, y subió la corta escalinata que llevaría a la puerta principal. Esta se abrió antes de que llegara a ella, y detrás apareció Gregory, su mayordomo, secretario, amigo, y etc. Era un hombre ya anciano, de cabellos blancos y postura recta, que lo saludó en cuanto traspasó el umbral.

—¿No está regresando un poco temprano? —preguntó Gregory un poco extrañado, y Adam sólo hizo una mueca meneando su cabeza—. Parece que las cosas no salieron según lo previsto.

—No. No fue así.

—¿La señorita Tess se negó a acompañarlo? —Adam sólo dejó salir el aire, sin la fuerza ni el ánimo de corregirlo. No era Señorita, era, Señora—. Llegó correspondencia —siguió Gregory poniéndole delante varios sobres, y sólo uno llamó la atención de Adam. Era un sobre marrón, grande; lo recibió y caminó varios pasos hacia la sala donde se hallaba un hermoso piano de cola Yamaha, y sin sentarse, lo abrió—. ¿Algo importante? —preguntó Gregory cuando Adam hubo revisado el contenido del sobre.

—Más de lo mismo —contestó Adam regresándole el sobre, y caminó hacia el piano y se sentó en el pequeño banco acolchado. Destapó las teclas y las miró fijamente.

Estaba en la búsqueda de dos personas: August Warden, el esposo de Tess, aunque no sabía exactamente qué haría cuando lo encontrara, y el hijo de su tío, o hija, no lo sabía.

Era una historia un poco extraña; hacía mucho tiempo, al parecer, Simon Ellington, un mujeriego empedernido, había embarazado a una chica, pero cuando ésta se lo comunicó, la mandó a tomar vientos, evadiendo su responsabilidad. Cuando enfermó, al darse cuenta de que moriría sin herederos, empezó a buscar a esa chica y al hijo que ésta le había dado, pero no la encontró.

Su padre le había contado que el tío le dejó la responsabilidad de encontrarlo y entregarle su herencia, y luego Aaron falleció y se la dejó a su hijo Adam, y aquí estaba él buscando a una mujer que hacía unos treinta años había tenido un hijo, pero de este no se sabía ni su sexo, ni su nombre, ni nada, y la búsqueda se hacía infructuosa.

—Imagino que no cenó —dijo Gregory de repente—. Iré a la cocina y…

—Está bien, no tengo apetito —Gregory lo miró en silencio, tal vez con el reproche a flor de labios, pero pareció pensárselo mejor y se alejó. Adam pulsó una tecla en el piano. Le siguió otra, y otra, hasta conseguir una melodía, al tiempo que en su mente empezaron a flotar las palabras: È triste il mio cuor senza di te, y sí, estaba tan triste, que dolía.

Otra vez se preguntaba: ¿por qué me olvidó? ¿Por qué a ese extremo? ¿Tanto me odió? ¿Qué fue aquello que le hice que me borró para siempre de su memoria?

No recordaba haberle hecho daño, todo lo contrario. Pero ella lo había olvidado y ahora parecía aborrecerlo.

Dimmi perché

Cuando la vio en aquella gala, simplemente no lo pudo creer. Era ella, ¡era Tess! ¿Cómo olvidarla? Sus enormes ojos grises con un tinte verde eran inconfundibles. Los vio por primera vez hacían más de veinte años, cuando, asomada detrás de un muro en esta misma sala donde él ahora tocaba el piano, lo descubrió practicando una melodía mucho más sencilla.

—¿Tocas piano? —preguntó la niña con tono asombrado, de algunos diez años, con un vestido corto de florecillas estampadas, medias y zapatos blancos y el cabello despeinado. Adam se giró en la banqueta y la miró. No era la hija de nadie importante, supo. Sus zapatos tenían muchas rozaduras, el vestido parecía de fabricación casera, y se la veía demasiado asombrada por todo como para ser una niña rica.

—Sí —le contestó, y ella, sin nada de timidez, caminó hacia él para sentarse a su lado en la banqueta.

—Nunca había visto uno —dijo, tocando con suavidad las teclas y sin llegar a pulsarlas—. Hace un sonido maravilloso —eso lo hizo sonreír. Por supuesto que producía un sonido maravilloso, era un piano carísimo.

—Así es —corroboró él.

—¿Quieres ser pianista?

—No.

—¿Y por qué tocas? —Adam simplemente se encogió de hombros.

—Porque es mi tarea. ¿Quién eres?

—Oh, lo siento. Soy Tess Abbot. Estoy en tu casa mientras entrevistan a mi abuela.

—¿A tu abuela?

—Para trabajar aquí, como doméstica.

—Oh…

—Qué piano tan grande —siguió ella, admirándose por el instrumento, pero Adam no dejaba de mirarla a ella, a sus enormes ojos grises.

Tess Abbot y su abuela se habían quedado. Su padre, y su segunda esposa, les habían dado una de las habitaciones del servicio a las dos, y desde entonces pudo verla a diario.

A veces, él bajaba a las habitaciones de los empleados internos para charlar con ella o jugar, y a veces era ella que se colaba donde él estuviera para observarlo mientras trabajaba o practicaba. Adam vivía siempre muy ocupado; su padre le hacía tomar clases de piano, esgrima, kick boxing, equitación, tenis, todo al tiempo y sin descanso. Eran escasos los momentos en que podía sentarse con ella en una banqueta y charlar. Escasos y preciosos, porque a medida que fueron creciendo, ella se fue haciendo más hermosa, más mujer, y a él le era inevitable advertir esos sutiles cambios.

—¿Es decir, que él se fue de su país y por eso compuso esta obra tan bella? —preguntó Tess cuando él tocó para ella una hermosa pieza de piano compuesta por Chopin. Adam rio negando.

—No, la compuso cuando supo que jamás volvería a su tierra.

—Oh… Uno pensaría que los hombres no se entristecen por cosas así.

—Claro que sí. Imagínate quedarte para siempre en un lugar extraño, sin volver a ver a tus amigos de la infancia, o las personas que amas. Quedarte para siempre… allá, donde eternamente serás un forastero—. Tess había mirado el piano, como contagiándose de la tristeza de Chopin al fin.

—Pues sí, es muy triste.

—Algunos artistas le han puesto letra —siguió Adam, tocando suavemente la melodía principal—. José Carreras, un tenor español, canta una canción con la misma melodía, pero él se la dedica a ese amor que nunca volvió, que nunca le correspondió. Le dice:

dimmi perché

Fai soffrir quest'anima che t'ama?

—¿En qué idioma está eso?

—Italiano. ¿Sabes? —se entusiasmó él— Cuando seas mayor de edad, te llevaré a Europa para escucharlo cantar… en vivo y en directo—. Tess se echó a reír, no dijo nada, sólo le pidió que volviera a tocar la pieza, y él lo hizo con todo gusto.

—Creo que, cada vez que escuche esta canción, pensaré en el pobre Chopin lejos de casa. O en el amante que jamás fue correspondido—. Adam la miró con una sonrisa, dándose cuenta de que era inútil negarlo; él se había enamorado de ella.

Se había convertido no sólo en su mejor amiga, la persona a la que le contaba desde asuntos de vital importancia hasta la más leve tontería; se estaba convirtiendo en la mujer con la que soñaba.

Su padre nunca puso peros a aquella amistad, parecía no darse cuenta por estar demasiado inmerso en su trabajo, o absorto por su tercera o su cuarta esposa, los viajes y etc. Tess y él vivieron en la misma casa por seis años, hasta que él se fue a la universidad.

—Compré algo para ti —dijo Tess cuando se despedían. En unos minutos, él sería llevado al aeropuerto en uno de los autos de la casa, y no volvería sino, tal vez, en las vacaciones.

Tess sacó algo de una caja de cartón y se lo mostró. Era una pequeña caja musical, y Adam sonrió mirándola un poco extrañado.

—Es para que te dé buena suerte y vuelvas pronto a casa —dijo ella mientras él le daba cuerda y la hacía sonar. La melodía sonaba un poco más aguda, pero de inmediato él la reconoció. Chopin. Sin poder evitarlo, y sumamente conmovido, él se le acercó y la besó. Un beso en los labios que la tomó por sorpresa, pero que no la molestó.

—No te olvides de mí —le pidió él, besando ahora su mano y mirándola con tristeza. Ella tenía los ojos húmedos, pero sonreía.

Y entonces él se fue, con alegría y miedo a la vez. Alegría porque la había besado, y miedo porque la estaba dejando.

Y luego ella dejó de contestar sus mails, y lo siguiente que supo fue que se había ido de la casa con su abuela y nadie sabía a dónde.

La buscó un largo tiempo, pero la vida y sus obligaciones le exigieron continuar, a seguir adelante. Él se graduó y volvió a casa, y su padre le presentó a Christen Donovan, hija de un importante socio de su padre, y poco después los prometieron y casaron. Y tan sólo un año después, se divorciaron.

Y la siguiente vez que vio de nuevo a Tess fue casi trece años después de haberle dado aquel primer beso, y ella estaba casada con un hombre que la había abandonado, y tenía tres hijos, y había olvidado por completo su nombre, y su cara, y a él le dolía el alma.

Dimmi perché…

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