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C4 3

Adam Ellington estaba sentado en el suelo, contra la pared, mirando el piano de la sala de su casa, o lo que parecía ser su casa, pues eran los mismos muebles y ventanas; con los mismos colores, texturas, la misma luz. Tenía sus ojos clavados en el piano de madera, negro, afinado, con un sonido precioso.

Lo habían mandado afinar muchas veces durante su vida, y un anciano ciego venía, se sentaba frente a él y lo volvía a dejar como nuevo. A él siempre le había fascinado la manera en que, sólo ayudado por su oído y unas pocas herramientas, hacía su tarea.

Su padre había descubierto que tenía habilidad para la música, y de inmediato había contratado a los mejores maestros para él. Sin embargo, le dijo que era sólo para que tuviera algo en qué ocupar ese talento, pues lo que se esperaba de él era que dirigiera en el futuro las empresas.

Los negocios también pueden ser música, había dicho su padre. Y era cierto… a veces. A su vida había llegado un momento en que ni la música era música.

Y ahora estaba aquí, delante del piano, solo, confundido.

Aunque se parecía mucho a la sala de su casa, esta no era la mansión, no era ningún lugar. Había intentado ir a otra habitación, pero era como un laberinto donde todos sus caminos desembocaban en esta sala. No importaba la dirección que tomara, él terminaba aquí otra vez.

Se había rendido, y ahora estaba sentado tratando de olvidar, lo que era una tontería, pues todo lo que se venía a su mente eran imágenes de su pasado, toda su vida entera, y, en casi toda su vida, estaba Tess.

Para agravar el estado de todo, el tiempo no pasaba, el sol no se ponía, la luz no menguaba, no se escuchaban los ruidos del exterior, de la naturaleza, ni los normales de una casa habitada, nada pasaba.

Había llamado a Greg, pero eso no tenía sentido; Greg estaba vivo, él, en cambio, no.

Comprender eso le había costado mucho. Antes, su corazón palpitaba dentro de su pecho, podía ver, oler y sentir. Pudo ver la sonrisa de Tess cuando se acercaba a él en ese parque…

Esa sonrisa, ¿significaba que lo recordaba, que había reconocido la caja musical?

¿Venía hacia él? Quería creer que sí, deseaba desesperadamente que fuera así.

Pero, ¿ya para qué?, reflexionó, ya no volvería a ver a Tess, nada tenía sentido ya.

Cerró sus ojos recostando su cabeza contra la pared. Sentía que toda su vida había sido un desperdicio. Si pudiera volver en el tiempo, le diría a Tess mucho antes lo que sentía por ella, la habría besado no más verla. No habría tenido miedo de hacerle daño, porque al ser él un heredero, y ella la nieta de la doméstica, seguro que la atacarían, y su padre intervendría alejándola al verla como una amenaza. Todos esos miedos le importarían menos que nada, no habría sido tan precavido, y estaría con ella. Él no sería como su tío, que dejó pasar el amor por orgullo, por vanidad. Él sí se habría quedado con Tess.

Pero… ¿para qué?, se preguntó. No habría podido darle hijos, y ella, tal vez, lo hubiese dejado también.

No había consuelo ni en sus más tontas ensoñaciones, volver en el tiempo no habría servido de nada, hacer las cosas diferentes no tenía propósito. Las cosas habían ocurrido así, y él sólo trató de acomodarse a la nueva situación. August Warden no estaba, Tess estaba sola; había pensado que sólo era cuestión de tiempo para que ella dejara de esperarlo, pero no sólo no fue así, sino que a él no lo recordó.

Su alma no dejaba de doler. ¿Por qué todo en su vida tenía que ser tan difícil? En cuanto al amor, en cuanto la familia, no había tenido nada de suerte, si es que esa clase de suerte existía. No había un instante que él quisiera recordar y que no le produjera dolor, sólo ese tiempo, los años que estuvo con ella, porque con ella, todas las penas palidecían y se hacían llevaderas. El día más bonito para él había sido aquél cuando la conoció, y eran sólo unos niños, y la luz era brillante justo como ahora, y él vio por primera vez los bellos ojos de Tess.

Tal vez era por eso que estaba aquí, en este lugar y momento tan extrañamente parecidos al de esa vez.

Una bruma empezó a formarse entre el piano y él, y Adam se puso en pie entre sorprendido y aprensivo. Sin embargo, la bruma no tomó una forma concisa, sólo era una sombra demasiado extraña flotando ante él.

—¿Hay alguien… ahí? —preguntó, y Adam no escuchó ninguna voz, ni nada, pero supo que había inteligencia en esa sombra.

No deberías estar aquí, dijo la sombra, o tal vez fue una voz que oyó en su cabeza. No era tu momento. Adam sintió un dolor atravesarle el pecho y llegar a su garganta. No, no era su momento; él debía estar allá, vivo, siguiendo adelante fuera lo que fuera que Tess había decidido con respecto a él, pero… ¿qué podía hacer?

Sus ojos se humedecieron, y pestañeó para ahuyentar las lágrimas.

—¿Puedes…?

No, contestó la sombra antes de que pudiera formular completamente la pregunta. Iba a preguntarle si podía devolverlo, si podía regresar.

—Entonces… —la sombra flotó hacia él y lo tocó, y de repente estuvieron en la calle, el lugar donde se había accidentado, y vio el automóvil prácticamente desecho, con el otro vehículo incrustado en su puerta. Él estaba dentro, o su cuerpo; podía ver a la gente que se empezaba a amontonar alrededor del siniestro. Era su muerte.

Adam se puso una mano en el cuello, dándose cuenta de que el suyo estaba en perfecto estado… y también de que podía sentir los rayos del sol en su piel, la brisa, y que su corazón palpitaba en su pecho. La gente tropezaba con él, lo que indicaba que estaba aquí en cuerpo y alma, y podía sentir y palpar…

¿Qué significaba esto?

Un llanto, una mujer lloraba. Era Tess. Caminó a ella, pero en el momento en que quiso tocarla, el escenario cambió. Ahora era de noche y estaba en un callejón mal iluminado; parecía la parte trasera de un bar muy lejos, lejos del Estado de California, pues hacía frío, y su aliento, porque tenía aliento, se volvía blanco al contacto con el aire.

—¿Dónde estoy? —preguntó abrazándose, pues no tenía ropa adecuada para esta temperatura. Pero la sombra no contestó, sólo dijo:

No se lo digas a nadie.

—¿Decir qué?

De pronto se quejó cayendo de rodillas al suelo. Miró en su vientre un cuchillo enterrado, y la sangre que salía a borbotones.

—¿Qué?

—Eso es por no haberte quedado donde debías —dijo alguien, un hombre, uno muy fuerte, rudo y, pudo ver, lleno de odio y miserias.

En un lado del callejón pudo ver una mujer muerta, con la garganta cercenada y la sangre manchando su blusa de lentejuelas.

Pero no pudo ver más de ella, porque el hombre trataba de sacarle el puñal del abdomen, seguramente para volverlo enterrar en algún otro lugar de su anatomía.

Adam trató de contener la sangre, apretó el puñal cuando el otro intentó sacarlo otra vez con más fuerza aún. Cuando no pudo, le dio un puñetazo en la mandíbula, otro en la nariz, pero Adam no soltó el cuchillo. No tuvo tiempo de pensar que, si sentía tal dolor, si de él salía tanta sangre, era porque efectivamente habitaba un cuerpo mortal ahora, no era aquel espejismo que no tenía un corazón palpitante, y parecía sólo el recuerdo de su cuerpo.

El hombre lo soltó, sólo para patearlo ahora, haciéndolo caer de lado en el suelo humedecido por la lluvia, y por sus fosas nasales entró el rancio olor del orín y la basura, heces de animales y sangre, su sangre.

¿Cuántas veces… he de experimentar la muerte? Se preguntó sintiendo el terrible dolor en el abdomen. Era agudo, lo traspasaba, le producía náuseas, le quitaba toda la fuerza. ¿Cuánto dolor debo sufrir? ¿Con qué propósito?

¿Sería esto una especie de castigo eterno? ¿Era este el tártaro del que había leído alguna vez?

¿Despertaría en otro lugar para volver a experimentar la muerte, y así una y otra vez? ¿Cuál había sido su pecado tan grande como para merecer esto?

Miró el cielo cerrado en nubes, y esperó, esperó. Iba a morir, eso era claro. Antes, había sido un golpe seco del que ni siquiera se dio cuenta, no vio la muerte venir. Ahora, sólo tenía que esperar un poco más y ya estaría, pronto todo terminaría.

Vio al hombre huir por un lado del callejón, y él elevó su mano hacia el cielo, no pidiendo misericordia a sus habitantes, sino… ¿para qué? Era más que evidente que ellos hacían con los humanos lo que querían…

Y luego de lo que parecieron ser horas, sus ojos al fin se cerraron, y Adam perdió al fin la consciencia.

Heather Branagan se sentó en la cama al lado de Tess, que, recostada de medio lado, mantenía sus ojos cerrados a pesar de no estar dormida.

Las suaves manos de su amiga le acariciaron el cabello, y se quedó allí largo rato haciéndole compañía, pero Tess no dijo ni hizo nada. Tampoco le había explicado a su amiga por qué le dolía tanto la muerte de Adam, siendo que hacía unos días era incapaz de recordar con precisión su nombre y apellido.

Heather y Georgina habían venido a su casa para cuidar de ella y los niños. Habían estado en el entierro de Adam, y también se habían lamentado por su prematura muerte. Sin embargo, ninguno había sido capaz de ofrecerle una palabra que realmente la consolara. Cuando decían: Dios sabe cómo hace sus cosas, eso sonaba tan egoísta y mezquino que lo odiaba. Cuando decían: Todo tiene una razón de ser, Tess sólo quería tomar algo y romperlo… preferiblemente en la cara de la persona que había dicho eso.

Dios es bueno, decían; en este momento, Dios no estaba siendo alguien bueno con ella, en este momento, nada tenía razón de ser… O eso era lo que sentía.

—Me quedaré esta noche —le dijo Heather—. Ya Raphael lo sabe, así que quédate tranquila, yo me encargaré de los niños—. Tess no dijo nada. Por estos días, se había tomado unas largas vacaciones en sus obligaciones de madre, o tal vez sólo estaba aprovechando que alguien más cuidaba de ellos para revolcarse un poco en su dolor y autocompasión.

Cuando Heather salió de la habitación y se quedó sola, Tess abrió los ojos y sacó del cajón de su mesa de noche la caja musical. No le dio cuerda, no quiso escuchar, sólo la sostuvo un momento y la miró casi sin pestañear.

—No me llevaste a Europa —dijo—. Te fuiste a la universidad… Te fuiste lejos… y no me llevaste a escuchar Tristesse en un concierto de verdad—. Apretó la pequeña caja contra su pecho y respiró profundo, a la vez que una lágrima rodaba por sus mejillas—. Me lo debes. Me lo deberás eternamente.

Se recostó de nuevo en la cama cerrando sus ojos, y el sueño al fin vino a ella. Estaba agotada, cansada de llorar, cansada de esperar que la vida se acordara de ella, que no hacía más que existir.

—Bienvenido de vuelta—dijo alguien—. Adam tenía los ojos abiertos, pero no lograba ver gran cosa, todo alrededor se veía borroso, y pestañeó varias veces hasta que la vista se le fue aclarando. Sentía la garganta y los labios resecos.

—Tengo sed.

—Oh, es natural. Pronto podrás beber agua.

—¿Dónde estoy?

—En la clínica Mayo—. No comprendió aquello, pero no le quedaron fuerzas para discutir.

¿Estaba en una clínica? ¿Por qué? ¿Había sobrevivido al accidente, después de todo? Pero su mente no fue capaz de hallar una explicación, y volvió a sumirse en el sueño.

Rato después, volvió a despertar. Esta vez tardó menos en enfocar su vista, y pudo ver que estaba en el cubículo de alguna sala en un centro médico. Obtenía privacidad gracias a unas cortinas azules que no estaban del todo corridas, y al otro lado había más pacientes, y doctores examinándoles. Cerca había una enfermera, y Adam llamó su atención hasta que ésta se giró a mirarlo.

—¿Dónde estoy? —le preguntó a la mujer, pero esta se ocupó del suero y la aguja en el lado interno de su codo.

—En la clínica Mayo —contestó ella, y Adam meneó su cabeza negando.

—Me refiero a… No recuerdo ninguna clínica Mayo en San Francisco —la mujer dejó al fin la bolsa de suero y su aguja y lo miró.

—No estamos en San Francisco, sino en Rochester—. Adam frunció el ceño.

—¿Rochester? ¿Minnesota? ¿Qué hago… en Minnesota?

—¿No lo recuerdas? —Adam negó agitando levemente su cabeza, y la enfermera ladeó su cabeza un poco ceñuda—. ¿Recuerdas tu nombre? —Adam abrió la boca para decirlo, pero de ella simplemente no salió la palabra. Lo intentó de nuevo, pero no fue capaz de formarla.

Era extraño, sólo era decir Adam, pero a pesar de que su boca se esforzaba, y sabía cómo debía hacerlo, no era capaz de decirlo.

Labios sellados, escuchó en su cabeza.

Su confusión debió ser muy evidente, porque la enfermera se inquietó y salió del cubículo.

Adam se llevó una mano a la cabeza como si tratara de exprimir las palabras que debía decir, pero el movimiento del brazo le produjo un tirón en el abdomen, y entonces se dio cuenta de que lo tenía vendado.

—¿Qué diablos? —preguntó. Se miró la mano, y la vio extraña. Los vellitos del brazo eran rubios, no oscuros, y todo alrededor suyo se sentía diferente… —¿Qué está pasando? —Intentó sentarse, pero no pudo, sin embargo, había visto sus piernas debajo de la sábana, y decididamente esas no eran las suyas, ni sus pies, ni ese era su abdomen, ni nada.

Cerró sus ojos tratando de comprender, tratando de centrarse, de hallar una razón lógica. Pero todo lo que había experimentado últimamente era cualquier cosa, menos lógico.

Trató de calmarse; respiró profundo varias veces y entonces pudo recordar aquella sala del piano donde había estado lo que pareció una eternidad, y recordó también la sombra que le había hablado. Tal vez si se concentraban en esa cosa extraña volvía a tener alguna respuesta, pero nada vino a él; ni la oscuridad sin forma que había visto allá, ni la voz en su cabeza.

—Necesito una explicación —pidió. Nunca había sentido miedo del más allá, de la muerte, ni de nada sobrenatural en su vida, pero ahora realmente se estaba asustando, porque alguien con poder estaba haciendo con él lo que quería, y él no era más que una hoja de árbol lanzada a un río furioso y turbulento—. Por favor… Por favor… —Se cubrió los ojos y trató de recordar alguna oración, algo que lo conectara con Dios, pero su mente estaba tan inquieta que no era capaz de concentrarse en nada, así que de su corazón sólo pudo salir un lamento, un ruego carente de palabras…

Y poco a poco se fue calmando. Nadie le dijo nada, nadie le dio una respuesta, pero supo que no estaba solo.

—¿Qué debo entender de todo esto? —dijo, todavía con sus ojos cerrados—. ¿He sido arrancado de mi vida y traído aquí? ¿No soy ya más Adam Ellington? —a pesar de que nadie le dijo Sí o No, Adam sonrió comprendiendo la respuesta a ese interrogante—. ¿Y qué voy a hacer ahora?

Tragó saliva barajando sus opciones. Este, evidentemente, no era el cuerpo de Adam Ellington. El cuerpo de ese sujeto había perecido en un absurdo accidente, y así, él había perdido su vida en más de un sentido.

Diablos, había dejado tantas cosas sin resolver… No sólo era Tess, no sólo era su necesidad de estar con ella; estaba a cargo de miles de personas, muchos dependían de él. Su empresa no tenía ahora un sucesor, no había nadie de la familia que pudiera ocupar su lugar… Y ahora nadie estaría buscando al hijo de su tío…

La enfermera volvió acompañada de un doctor y éste lo examinó. Le volvió a preguntar el nombre, y otra vez él no pudo contestar.

—¿Recuerdas algo? —le preguntó—. Tus padres, el lugar donde vives… lo que sea—. Adam se quedó en silencio. No podía decir nada, ni siquiera sabía quién era o qué aspecto tenía su rostro ahora—. Tal vez sea algo temporal —siguió el doctor examinando sus pupilas—. No es nada normal que por una herida en el abdomen pierdas la memoria… Es completamente inusual.

—¿Dice que estoy fingiendo? —el médico no contestó, sólo elevó sus cejas con aire burlón. Adam no pudo enfadarse con él, pues tenía razón. No se había dado ningún golpe en la cabeza como para justificar su súbita amnesia—. Pero… con mis huellas… puedo saber quién soy, ¿no? —el doctor lo miró apretando sus labios e hizo un leve asentimiento con la cabeza.

—Lo primero es tu recuperación, ya luego te preocuparás por eso—. El doctor volvió a irse junto a la enfermera y lo dejaron solo de nuevo. Adam se quedó allí, acostado en la camilla, sintiendo el leve dolor que las drogas no conseguían desaparecer.

Se dio cuenta entonces de que la muerte no asustaba tanto como esto. Se llevó las manos al rostro tratando de adivinar sus formas. Tenía una piel más o menos saludable, la barba crecida, cabello algo largo, aunque no pudo ver bien su color. No sintió cicatrices ni orificios, ni nada fuera de lo normal, se paseó la lengua por los dientes y comprobó que allí estaban, que no faltaba ninguno, al menos en la parte delantera. En sus brazos no vio tatuajes, ni en sus piernas; lo que sí supo es que definitivamente era el cuerpo de alguien que no se ejercitaba, pues tenía una panza prominente, no estaba del todo limpio y el olor de su cuerpo se sentía diferente, algo desagradable.

¿Cómo era su nombre? ¿Cuántos años tenía? ¿Le habían fabricado este nuevo cuerpo, o él estaba ocupando el de alguien más? ¿Era alguien con un mínimo de poder e influencia o, por el contrario, era un miserable indigente?

No sabía quién era ahora, a qué se iba a enfrentar, qué tipo de persona era ante los demás. Como Adam Ellington, siempre tuvo cuidado de llevar una buena reputación en cuanto al valor de su palabra, su honradez y trataba de infundir seguridad y autoridad. Por eso estaba a la cabeza de su empresa, pues muchos preferían hacer los negocios con él; por eso le respetaban. Algo que le había dejado su padre, además de su dinero, era la enseñanza de que un hombre no era nadie si su palabra no valía nada, y él lo había cumplido. Incluso con las mujeres con las que se involucraba era muy sincero, y trataba de no crearles falsas expectativas.

Cerró sus ojos respirando profundo y esforzándose al máximo por no abrumarse con todas esas cosas. No importaba quién era este sujeto algo gordo y con papada, de cabellos grasosos y uñas destrozadas; podían haberlo metido en el cuerpo de alguien extremadamente feo, de dientes manchados y mal aliento, y él tendría que lidiar con todo eso.

Pero estaba vivo otra vez, estaba entre los vivos, y eso sólo podía traducirlo en que, a pesar de que al verdadero Adam Ellington le habían arrebatado la vida antes de tiempo, se la habían devuelto. Y el nuevo propósito no era más que el viejo propósito de su vida: Buscar a Tess.

Tenía que ir a ella, la necesitaba, cambiar de corazón y pulmones no le habían cambiado los sentimientos, y comprendió que el amor era algo que se arraigaba al alma, y que a donde esta fuera, allí se llevaría su amor.

Tú eres mi tesoro, pensó. Tú eres mi corazón.

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