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CAPÍTULO II

Aurora no conseguía conciliar el sueño, ni siquiera tras aplicarse ungüento en sus heridas. Esas eran solo daños físicos, las heridas de su corazón se resistían a cualquier alivio.

¿Cómo iba a obtener un millón de dólares para la cirugía de Sammie? No podía soportar la idea de solicitar ayuda a George; incluso si lograra tragarse el poco orgullo que le quedaba para pedírselo, estaba convencida de que él jamás la ayudaría. Tanto él como su amante se burlarían de su desamparo.

Mientras giraba la alianza en su dedo, una sombra de sonrisa asomó en sus labios.

¡Qué ilusa había sido!

Hace tres años, George era su todo, su mundo entero giraba alrededor de él y, con ingenuidad, creyó que ella también era importante para él.

El día más feliz de su vida fue cuando él deslizó el anillo, símbolo de su amor, en su dedo, prometiendo amarla y cuidarla por siempre. Ella juró jamás quitárselo, convencida de que juntos superarían lo bueno y lo malo. Aquella felicidad le había parecido tan tangible, pero ahora, al intentar rememorarla, le parecía un recuerdo de otra vida.

Era aquella joven de diecinueve años, crédula en cuentos de hadas, príncipes azules y finales felices.

Los padres de ambos habían sido grandes amigos y ella siempre lo había admirado; él era atractivo y carismático, su corazón latía fuerte cada vez que él estaba cerca. Cuando él la pidió en matrimonio, su alegría rebosaba.

El día de su boda fue un sueño hecho realidad, se convirtió en la Sra. Peterson. ¡Iba a compartir su vida con George!

Pero la tragedia se cernió sobre ellos en cuestión de horas.

Un momento era la novia más dichosa del mundo y al siguiente, la vida les asestó un golpe devastador.

Los padres de Aurora y los de George jamás regresaron a sus hogares. Fueron víctimas de un accidente fatal del que no hubo sobrevivientes, a excepción de la pequeña Sammie de tres años, que quedó inconsciente. Aurora estaba tan sumida en el dolor que, en los días posteriores al accidente, se negó a derramar una sola lágrima, no podía aceptar que sus amados padres, que la habían sonreído y felicitado, ya no estuvieran. Fue días después cuando las lágrimas finalmente brotaron, el sufrimiento era insoportable. Buscó consuelo en George, esperando compartir juntos su duelo, pero la respuesta que recibió fue desgarradora.

Él la culpó de la catástrofe, acusándola de ser un mal augurio y argumentando que sus padres aún estarían vivos si él no se hubiera casado con ella. Aquella noche, Aurora lloró desconsoladamente, pero no podía sentir rencor hacia George; entendía que esas palabras tan crueles las había pronunciado desde el dolor, seguramente no las pensaba de verdad. Al ver que él seguía alejándose, Aurora pensó que tal vez necesitaba más tiempo para procesar la pérdida de sus padres; después de todo, cada persona enfrenta el dolor a su manera y, con tiempo, esperaba que él volviera a mirarla.

En aquellos momentos difíciles, la única compañía de Aurora fue Cassandra, su mejor amiga y pilar de apoyo, quien siempre estaba presente cuando necesitaba desahogarse, prestándole una oreja compasiva mientras Aurora lloraba por la indiferencia que George seguía mostrándole, incluso seis meses después del funeral. Si no fuera por el apoyo de Cassandra en esos tiempos cruciales, y por Sammie, cuya existencia dependía enteramente de ella, Aurora podría haber considerado el suicidio. Sammie solo tenía tres años.

Un año más tarde, Aurora y George seguían siendo como dos extraños bajo el mismo techo. Ella retomó su trabajo en el salón de belleza como esteticista, que se convirtió en su único medio para sostenerse a sí misma y a Sammie, dado que George prefería ahogar sus días entre botellas de alcohol.

Luego llegó aquel fatídico día en que todas las esperanzas que Aurora guardaba en su corazón sobre su relación con George se desplomaron, dejando tras de sí solo fragmentos irreparables.

Había olvidado algunos de sus instrumentos en casa al salir con prisas, y tampoco esperaba encontrar a George en casa aquel día, dado que solía pasar todo su tiempo en el bar de la esquina.

Al oír ruidos extraños y pensar que George podría estar en peligro, corrió impulsivamente y abrió de un golpe la puerta de su habitación, encontrándose con la escena que le rompería el corazón.

George y Cassandra yacían en la cama de George, desnudos y tan absortos en su pasión que ni siquiera notaron su llegada.

El impacto la paralizó, y un grito desgarrador, nacido del dolor que amenazaba con partirle el alma, dispersó a la pareja.

Solo pudo articular una palabra con sus labios fríos y secos, mientras el tormento se esparcía por su corazón como ácido ardiente.

"¿Por qué?"

Una pregunta dirigida a las dos personas que más la habían traicionado.

A su mejor amiga, en quien creía poder apoyarse en momentos de crisis, y a su esposo, con quien había compartido aquellos votos.

Amar...

Cuidar...

Eternamente...

El mundo de ensueño se desmoronaba ante sus ojos y no había nada que pudiera hacer para evitarlo, y con su derrumbe se esfumaba el amor.

Sus aventuras no cesaron, sino que se tornaron más osadas al desvanecerse el temor de ser descubiertos.

Aurora se incorporó para apagar el televisor, con los ojos secos, tal vez porque ya no quedaban lágrimas por derramar, o quizás su corazón se había endurecido tanto al dolor que se había vuelto insensible.

Había esperado que la televisión la distrajera, ya que no conseguía dormir, mientras el presentador hablaba de un poderoso magnate que se había recuperado de un accidente tras varios meses, calificándolo de milagro.

Su mente se desvió hacia Sammie, anhelando que él también pudiera recibir un milagro así. Aunque lo perdiera todo, no podía permitirse perder a su hermano menor en las gélidas garras de la muerte. Ya había perdido demasiado; sería insoportable si también perdiera al único que daba sentido a su vida. Sabía que no sobreviviría si él también la dejaba.

La mataría.

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